Northumbria, el último reino (45 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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El río se llamaba Pedredan y cerca de su desembocadura había un pequeño lugar de nombre Cantucton, y cerca de Cantucton estaba la antigua fortaleza de tierra que los lugareños llamaban Cynuit. Era antiquísima, aquella fortaleza. El padre Willibald nos dijo que era más antigua que los romanos, que ya era muy vieja cuando el mundo era joven, y que fue construida levantando murallas de tierra sobre una colina y excavando un foso fuera de las murallas. El tiempo había desgastado las murallas, el foso ya no era tan profundo, la hierba había crecido por encima de la fortificación, y en uno de los extremos el muro se había visto reducido a nada, reducido hasta no ser más que una señal en la hierba, pero era una fortaleza. y el lugar donde el
ealdorman
Odda había reunido a sus fuerzas y donde moriría si no derrotaba a Ubba, cuyos barcos asomaban ya por la desembocadura del río.

No me dirigí directamente a la fortaleza, sino que nos detuvimos al abrigo de unos árboles y nos vestimos para la guerra. Me convertí en el
ealdorman
Uhtred en toda su gloria guerrera. Los siervos de Oxton habían pulido mi cota de malla con arena y me la puse, encima me abroché un tahalí de cuero para
Hálito-de-serpiente
y
Aguijón-de-avispa,
me calcé botas altas, me calé el casco brillante y, al abrochar las cinchas de mi escudo, me sentí como un dios vestido para matar. Mis hombres se abrochaban sus propias cinchas, se ataban las botas, comprobaban los filos de sus armas, y hasta el padre Willibald se había buscado una vara, una buena rama de fresno que le habría roto la cabeza a un hombre.

—No tenéis que luchar, padre —le dije.

—Todos tenemos que luchar, señor —repuso. Dio un paso atrás, me miró de arriba abajo y una sonrisilla apareció en su rostro—. Habéis crecido —dijo.

—Es lo normal, padre —contesté.

—Recuerdo la primera vez que os vi. Un niño. Ahora os temo.

—Esperemos que el enemigo también —dije, no muy seguro de si con ese enemigo quería decir Odda o Ubba, y deseé poseer el estandarte de Bebbanburg, la cabeza de lobo rugiendo, pero tenía mis espadas y mis escudos, y conduje a mis hombres fuera del bosque y crucé los campos donde presentaría batalla el
fyrd
de Defnascir.

Los daneses estaban a unos dos kilómetros a nuestra izquierda, llegaban en manada por la carretera de la costa y se apresuraban para rodear la colina llamada Cynuit, aunque llegarían tarde para barrarnos el camino. A mi derecha había más daneses, barcos daneses, que subían sus cabezas de dragón por el Pedredan.

—Son más que nosotros —comentó Willibald.

—Vaya que sí —coincidí. Había cisnes en el río, reyes de codornices entre el heno sin recoger, y orquídeas carmesíes en los prados. Era la época del año en que los hombres debían recoger el heno o esquilar las ovejas. Yo no tenía que estar allí, me dije para mis adentros. No tenía que ir a aquella colina a que los daneses nos mataran. Miré a mis hombres y me pregunté si pensarían lo mismo, pero cuando cruzábamos las miradas, sonreían o asentían, y de repente reparé en que confiaban en mí. Yo los capitaneaba y no me cuestionaban, aunque Leofric intuía el peligro. Se me acercó.

—Sólo hay una manera de salir de esa colina —me dijo en voz baja.

—Lo sé.

—Si no la encontramos —prosiguió—, nos quedaremos allí. Enterrados.

—Lo sé —repetí, y pensé en las hilanderas y supe que reforzaban los hilos, miré la ladera de Cynuit y vi unas cuantas mujeres en la cumbre, mujeres que eran protegidas por sus hombres, y pensé que Mildrith podía contarse entre ellas, y ése fue el motivo por el que subí a la colina, porque no sabía en qué otro lugar buscarla.

Pero las hilanderas me enviaban a aquella antigua fortificación de tierra por otro motivo. Aún tenía que luchar en el gran muro de escudos, en la fila de guerreros, en el esfuerzo y el horror de una auténtica batalla, donde matar una vez sólo invitaba a otro enemigo a llegar. La colina de Cynuit era el camino hacia la madurez plena y subí hasta ella porque no tenía otra elección: las hilanderas me enviaron.

Entonces a nuestra derecha escuchamos un rugido, por el valle del Pedredan, y vi que junto a uno de los barcos en la playa se estaba irguiendo un estandarte. Era el del cuervo. El estandarte de Ubba. Ubba, el último, el más fuerte y el más temible de los hijos de Lothbrok, había traído sus armas a Cynuit.

—¿Veis ese barco? —le dije a Willibald, señalando el lugar donde ondeaba el estandarte—. Hace diez años —dije—, yo limpié ese barco. Lo rasqué, lo restregué, lo limpié. —Los daneses estaban sacando los escudos de sus rieles y el sol incidió en la miríada de armas—. Tenía diez años.

—¿El mismo barco? —preguntó el cura.

—Tal vez. Pero puede que no. —A lo mejor era un nuevo barco, no importaba, en realidad; lo único que importaba es que había traído a Ubba.

A Cynuit.

* * *

Los hombres de Defnascir formaron una fila en el lugar en que se había erosionado la muralla de la vieja fortaleza. Algunos, apenas unos cuantos, tenían palas y trataban de rehacer la barrera de tierra, pero no les daría tiempo a terminar, no si Ubba asaltaba la colina. Pasé como pude usando mi escudo para apartar a los que se cruzaban en mi camino, ignorando a cualquiera que me preguntase quiénes éramos, y así nos abrimos paso hasta la cumbre de la colina donde ondeaba el estandarte del venado negro de Odda.

Me quité el casco cuando me acerqué a él. Le lancé el casco al padre Willibald, después desenvainé
Hálito-de-serpiente
porque vi a Odda el Joven junto a su padre; me miraba como si fuera un fantasma, y a él debí parecérselo.

—¿Dónde está? —grité y lo señalé con la espada—. ¿Dónde está?

Los vasallos de Odda desenvainaron y levantaron las lanzas, y Leofric sacó su acero disminuido por la batalla,
Matadaneses.

—¡No! —gritó el padre Willibald y corrió hacia delante, con la vara levantada en una mano y mi casco en la otra—. ¡No! —intentó cortarme el paso, pero lo aparté, sólo para encontrarme a tres de los curas de Odda delante. Esa era una de las cosas que tenía Wessex, siempre había curas por todas partes. Aparecían como ratones huyendo de un incendio, pero aparté a los curas a un lado y me enfrenté a Odda el Joven.

—¿Dónde está? —exigí saber.

Odda el Joven llevaba cota de malla. Una malla tan bruñida que hacía daño a los ojos. Su casco tenía incrustaciones de plata, y sus botas placas del mismo metal. Vestía una capa azul sujeta alrededor del cuello con un gran broche de oro y ámbar.

—¿Dónde está? —pregunté por cuarta vez, y esta vez
Hálito-de-serpiente
quedaba a un brazo de distancia de su garganta.

—Vuestra esposa está en Cridianton —respondió el
ealdorman
Odda. Su hijo estaba demasiado asustado para abrir la boca.

Yo no tenía ni idea de dónde estaba Cridianton.

—¿Y mi hijo? —miré al aterrorizado Odda el Joven a los ojos—. ¿Dónde está mi hijo?

—¡Ambos se encuentran con mi esposa en Cridianton! —respondió el
ealdorman
Odda—, y están a salvo.

—¿Lo juráis? —pregunté.

—¿Jurar? —Había conseguido enfadar al
ealdorman
, su rostro feo y bulboso se puso colorado—. ¿Os atrevéis a pedirme que jure? —Desenvainó su propia espada—. Podemos destrozaros como a un perro —dijo, y las espadas de sus hombres se revolvieron.

Yo hice un molinete con mi espada de modo que quedó apuntando al río.

—¿Conocéis ese estandarte? —pregunté, alzando mi voz para que una buena parte de los hombres en la colina de Cynuit me oyera—. Es el estandarte del cuervo de Ubba Lothbrokson. Yo he visto a Ubba Lothbrokson matar. Lo he visto pisotear hombres en el mar, abrirles las tripas, cortar cabezas, caminar entre su sangre y hacer su espada chirriar con su canción de muerte, ¿y vais a matar a quien está dispuesto a luchar contra él a vuestro lado? Pues hacedlo. —Abrí los brazos, desnudando mi cuerpo ante la espada del
ealdorman
—.
Hacedlo —le escupí—, pero primero jurad que mi esposa y mi hijo están bien.

Se detuvo durante un buen rato, después bajó la espada.

—Están bien —dijo—, lo juro.

—¿Y esa cosa —señalé con
Hálito-de-serpiente
a su hijo— la ha tocado?

El
ealdorman
miró a su hijo, que sacudió la cabeza.

—Juro que no —dijo Odda el Joven encontrando al fin su voz—. Sólo quería ponerla a salvo. Os creíamos muerto y quería que estuviera segura. Eso es todo, lo juro.

Envainé a
Hálito-de-serpiente.

—Le debéis a mi esposa dieciocho chelines —le dije al
ealdorman,
después me di la vuelta.

Había venido a Cynuit. No tenía ninguna necesidad de estar en aquella colina. Pero estaba. Porque el destino lo es todo.

C
APÍTULO
XI

El
ealdorman
Odda no tenía ganas de matar daneses. Deseaba quedarse donde estaba y dejar que las fuerzas de Ubba lo sitiaran. Con eso, calculaba, bastaría.

—Si contenemos aquí a su ejército —dijo con contundencia— Alfredo podrá marchar para atacarlo.

—Alfredo —señalé— está sitiando Exanceaster.

—Dejará hombres allí para vigilar a Guthrum —comentó con altivez Odda—, y vendrá hasta aquí. —No le gustaba hablar conmigo, pero era
ealdorman
y no podía impedirme la asistencia a aquel consejo de guerra en el que se reunió con su hijo, los curas y los
thane,
irritados todos ellos por mis comentarios. Insistí en que Alfredo no vendría a rescatarnos, y el
ealdorman
Odda se negaba a moverse de la colina porque estaba seguro de que Alfredo vendría. Sus
thane,
todos ellos hombres grandes con pesadas cotas de malla y rostros sombríos y curtidos al aire libre, coincidieron con él. Uno murmuró que había que proteger a las mujeres.

—No tendría que haber ninguna mujer —dije.

—Pero las hay —repuso el hombre sin más. Por lo menos un centenar de mujeres habían seguido a sus hombres y estaban ahora en la cima de la colina, donde no había ningún refugio para ellas ni para los niños.

—Y aunque Alfredo venga —pregunté—, ¿cuánto tardaría?

—¿Dos días? —sugirió Odda—. ¿Tres?

—¿Y qué beberemos mientras llega? —pregunté—. ¿Meos de pájaro?

Y todos se me quedaron mirando, con expresión de odio, pero tenía razón porque no había primavera en Cynuit. El agua más cercana era el río, y entre nosotros y el río estaban los daneses, así que Odda entendía perfectamente que nos acosaría la sed, pero insistía en que nos quedáramos. Puede que sus curas estuvieran invocando un milagro.

Los daneses se mostraban igual de cautelosos. Nos superaban en número, aunque no demasiado, y el terreno elevado era nuestro, lo cual significaba que tendrían que pelear cuesta arriba, en la empinada ladera de Cynuit, así que Ubba decidió rodear la colina en lugar de asaltarla. Los daneses detestaban perder hombres, y yo recordé la cautela de Ubba en el Gewsesc, donde vaciló en atacar las fuerzas de Edmundo por los dos caminos que ascendían del pantano, y a lo mejor aquella cautela se veía reforzada por Storri, su hechicero, si Storri seguía vivo. Cualquiera que fuese la razón, en lugar de formar a sus hombres en el muro de escudos para asaltar la antigua fortificación, Ubba los colocó formando un círculo alrededor de Cynuit, y entonces, con cinco de sus capitanes, subió la colina. No llevaba ni espada ni escudo, lo que indicaba que quería hablar.

El
ealdorman
Odda, su hijo, dos
thane
y tres curas salieron a recibir a Ubba y, como yo era
ealdorman
, los seguí. Odda me dirigió una mirada malévola, pero tampoco ahora tenía modo de impedirme que lo acompañara, así que nos encontramos con Ubba a mitad de colina, y el danés ni saludó ni se molestó en perder el tiempo con los habituales insultos rituales, y señaló que estábamos atrapados y que lo más sensato sería rendirnos.

—Entregaréis vuestras armas —dijo—, yo haré rehenes y vosotros viviréis.

Uno de los curas de Odda tradujo las exigencias al
ealdorman.
Observé a Ubba. Parecía más viejo, tenía canas en la maraña negra de su barba, pero seguía provocando pavor; ofrecía un pectoral enorme, mostrándose seguro de sí mismo y duro.

El
ealdorman
Odda estaba visiblemente asustado. Ubba, después de todo, era un conocido jefe danés, un hombre que había surcado grandes mares para repartir muerte, y Odda se veía obligado a enfrentarse a él. Hizo todo cuanto estuvo en su mano para parecer desafiante, replicó que se quedaría donde estaba y puso su fe en el único y auténtico Dios.

—Entonces os mataremos —repuso Ubba.

—Podéis intentarlo —respondió Odda.

Era una respuesta débil, y Ubba escupió para burlarse de ella. Ya estaba a punto de darse la vuelta cuando hablé yo, y no necesitaba intérprete.

—La flota de Guthrum ha desaparecido —dije—. Njord se alzó de las profundidades, Ubba Lothbrokson, y se llevó la flota de Guthrum al fondo. Esos hombres valerosos, todos, están ahora con Ran y Ægir. —Ran era la esposa de Njoro, y Ægir el gigante que vigilaba las almas de los ahogados. Saqué mi amuleto del martillo y lo sostuve en alto—. Lo que digo es la pura verdad, señor Ubba —proseguí—. Yo vi aquella flota morir y a sus hombres perecer bajo las olas.

Se me quedó mirando con aquellos ojos duros y mates, y la violencia en su corazón era como el calor de una forja. La sentía, pero también detectaba su miedo, no de nosotros, sino de los dioses. Era un hombre que nada hacía sin una señal de los dioses, y ése era el motivo por el que yo los había mencionado al hablar del naufragio.

—Te conozco —gruñó, señalándome con dos dedos para alejar el mal de mis palabras.

—Y yo te conozco a ti. Ubba Lothbrokson —dije, y solté el amuleto y levanté tres dedos—. Ivar muerto —plegué un dedo—, Halfdan muerto —plegué el segundo—, y sólo quedas tú. ¿Qué dicen las runas? ¿Que con la luna nueva no quedarán hermanos Lothbrok sobre Midgard?

Le había tocado un punto débil, como era mi intención, pues Ubba asió instintivamente el amuleto de martillo. El cura de Odda traducía, su voz apenas un murmullo, y el
ealdorman
me miraba con ojos alucinados.

—¿Por eso quieres que nos rindamos? —pregunté a Ubba—. ¿Porque las runas dicen que no moriremos en la batalla?

—Voy a matarte —contestó Ubba—. Te voy a rajar desde la entrepierna al gaznate. Te voy a arrancar las asaduras.

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