Northumbria, el último reino (48 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Yo di la vuelta por el agua. Los hombres de Leofric llegaban desde el pantano y las primeras espadas y lanzas se estrellaron, pero Leofric contaba con la ventaja de la superioridad numérica, y la tripulación del
Heahengel
arrasó al puñado de daneses, rebanándolos a golpe de hacha y espada. Uno de los miembros de la tripulación se dio la vuelta rápidamente, me vio llegar y fue presa del pánico, y yo le grité mi nombre, me incliné para coger un escudo danés, y los hombres de Edor estaban ya detrás de nosotros. Les grité que alimentaran las hogueras de los barcos mientras la tripulación del
Heahengel
formaba un muro de escudos en la franja de tierra firme. Entonces avanzamos. Avanzamos hacia el ejército de Ubba, que empezaba a darse cuenta de que estaba siendo atacado.

Marchamos hacia delante. Una mujer que salió de una cabaña gritó al vernos y salió huyendo de la orilla hacia los daneses, donde otro danés rugía a los demás que formaran un muro de escudos.

—¡Edor! —grité, pues sabía que necesitaríamos a sus hombres, y él los trajo para engrosar nuestra fila, de modo que formamos un muro de escudos sólido en la franja de tierra firme, nosotros éramos cien y delante teníamos a todo el ejército danés, aunque era un ejército desordenado y presa del pánico. Miré hacia Cynuit y no vi señal de los hombres de Odda. Vendrían, pensé, vendrían seguro; entonces Leofric aulló que solapáramos los escudos, y la madera de tilo castañeteó, yo envainé
Hálito-de-serpiente
y saqué a
Aguijón-de-avispa.

El muro de escudos. Es un lugar horrible, así me lo dijo mi padre, y había luchado en siete muros y perecido en el último. Nunca te enfrentes a Ubba, me dijo Ravn.

Detrás de nosotros ardían los barcos situados más al norte, y enfrente teníamos la oleada de daneses enloquecidos que venían buscando venganza, y ésa fue su desgracia, pues no formaron un muro de escudos como es debido, sino que llegaron como perros rabiosos, en tropel, sólo empeñados en matarnos, seguros de que podían machacarnos porque ellos eran daneses y nosotros sajones, así que nos apuntalamos y yo vi a un hombre con la cara cubierta de cicatrices soltar esputos mientras gritaba al cargar contra mí, y fue entonces cuando llegó la calma de la batalla. De repente ya no sentía las tripas irritadas, ni la boca seca, ni me temblaban los músculos, sólo la mágica calma de la batalla. Era feliz.

También estaba cansado. No había dormido. Estaba empapado. Tenía frío, pero aun así de repente me sentí invencible. La calma de la batalla es algo maravilloso. Los nervios desaparecen, el miedo sale volando para desvanecerse, y aparece claro como el cristal que el enemigo no tiene ninguna posibilidad porque es demasiado lento, así que embestí con el escudo hacia la izquierda, paré el golpe de la lanza del de las cicatrices, lancé hacia delante la estocada con
Aguijón
y el danés se ensartó en su punta. Sentí el impacto en la mano al perforar los músculos de su estómago, y ya estaba retorciéndolo, rajándole la tripa al hombre para liberar el arma, cortando cuero, piel, músculos y tripas, y sentí su sangre caliente sobre mi mano fría. Gritó, dándome el aliento a cerveza sobre mi rostro, y yo lo hice caer de un topetazo con los remaches del escudo, le pegué una patada en la ingle y lo rematé con un tajo en la garganta, y ya tenía a un segundo hombre a la derecha, que la había emprendido a hachazos con el escudo de mi vecino, y aquél no costó de matar, la punta del
sax
en la garganta, y entonces avanzamos. Una mujer, con el pelo suelto, se me abalanzó con una lanza, y yo le pegué una patada brutal y le estampé el brocal del escudo en la cara de modo que se cayó gritando sobre una hoguera y la melena le prendió fuego como si se tratara de yesca. La tripulación del
Heahengel
estaba conmigo, y Leofric les gritaba que mataran y mataran rápido. Ésta era nuestra oportunidad de acabar con los daneses que nos habían atacado de manera tan insensata, que no habían formado muro de escudos, y era trabajo de hacha y espada, trabajo de carniceros con buen hierro, y ya había más de treinta daneses muertos y siete barcos ardiendo cuyas llamas se extendían con la velocidad del rayo.

—¡Muro de escudos! —oí el grito de los daneses. El mundo estaba iluminado, el sol acababa de salir por el horizonte. Los barcos más al norte se habían convertido en un horno. La cabeza de un dragón sobresalía entre el humo y sus ojos dorados refulgían. Las gaviotas gritaban por encima de la playa. Un perro corría por entre los barcos, gimoteando. Cayó un mástil y escupió chispas al aire argentado, y entonces vi a los daneses formar en un muro de escudos, organizarse para nuestra muerte, y vi también el estandarte del cuervo, el triángulo de tela que proclamaba que Ubba estaba allí y venía a darnos muerte.

—¡Muro de escudos! —grité yo, y fue la primera vez que di aquella orden—. ¡Muro de escudos! —Nos habíamos desperdigado, pero llegaba el momento de formar bien y aguantar. Escudo contra escudo. Teníamos delante cientos de daneses y habían venido para aplastarnos. Yo hice sonar
Aguijón-de-avispa
contra el brocal metálico de mi escudo—. ¡Vienen a morir! —grité—, ¡vienen a sangrar! ¡Vienen a nuestras armas!

Mis hombres vitorearon. Habíamos empezado cien, pero habíamos perdido media docena de hombres. Aun así los que quedaban vitorearon como si no tuvieran delante seis o siete veces más enemigos dispuestos a matarlos, y Leofric empezó el canto de batalla de Hegga, una canción de los remeros ingleses, rítmica y dura, que hablaba de una batalla librada por nuestros ancestros contra los hombres que vivían en Britania antes de que llegáramos, y ahora volvíamos a luchar por nuestra tierra. Detrás de mí una voz solitaria pronunció una oración y yo me di la vuelta para ver al padre Willibald sosteniendo una lanza. Recibí con una carcajada su desobediencia.

La risa en la batalla. Eso era lo que me había enseñado Ragnar, a extraer alegría de la batalla. Alegría matutina, pues el sol empezaba a aparecer por el este, inundando el cielo de luz, empujando la oscuridad hacia el extremo oeste del mundo, y yo golpeé mi escudo con
Aguijón,
para ahogar los gritos daneses con el ruido, y supe que nos atacarían con todas sus fuerzas y que teníamos que aguantar hasta que llegara Odda, pero confiaba en que Leofric fuera nuestro bastión en el flanco derecho, por donde los daneses intentarían rodearnos sin lugar a dudas, por el pantano. El izquierdo estaba seguro, pues se encontraba junto a los barcos, y la derecha sería el lugar por donde nos romperíamos si no éramos capaces de resistir.

—¡Escudos! —aullé, y cerramos de nuevo los escudos, pues los daneses llegaban y sabía que no vacilarían. Éramos muy pocos para asustarlos, no les hacía falta recabar valor para aquella batalla, vendrían sin más.

Y vaya si vinieron. Una gruesa fila de hombres, escudo contra escudo, mientras la nueva luz del alba rozaba puntas de lanza, filos de hacha y espadas.

Las lanzas y hachas arrojadizas llegaron antes, pero en la primera fila nos agachamos y la segunda levantó los escudos por encima de nosotros, así que los proyectiles llegaron con fuerza pero no causaron heridos, y entonces oí el salvaje grito de guerra de los daneses, sentí un último estremecimiento y allí estaban.

El atronador choque de los escudos, el golpe del mío contra mi pecho, gritos de rabia, una lanza entre mis tobillos,
Aguijón
bloqueado por un escudo al atacar, un grito a mi izquierda, un hacha volando por encima de mi cabeza. Me agaché, volví a atacar, di de nuevo contra escudo, retrocedí con el mío, liberé el
sax
, pisoteé la lanza, clavé
Aguijón
por encima en una cara peluda, y la cara se retorció, se le llenó la boca de sangre por la mejilla rajada, y yo avancé medio paso, volví a atacar y una espada me rebotó en el casco y me dio un golpe contra el hombro. Un hombre tiró de mí hacia atrás con fuerza porque había roto nuestra fila, y los daneses gritaban, empujaban, iban a tajo limpio, y el primer muro de escudos que se rompiera sería el escudo que moriría. Yo sabía que Leofric estaba pasándolo mal a la derecha, pero no tenía tiempo para mirar ni para ayudar, porque el hombre de la mejilla rajada me estaba machacando el escudo con un hacha corta, intentando convertirlo en astillas. Bajé el escudo repentinamente, le estropeé el golpe, y le rajé la cara una segunda vez, y ésta rozó con hueso, manó sangre y yo embestí con mi escudo contra el suyo, él retrocedió, fue empujado por los hombres detrás de él y esta vez
Aguijón
alcanzó su garganta y empezó a manar sangre y aire del gaznate abierto. Cayó de rodillas, y el hombre que tenía detrás me estampó una lanza contra el escudo y lo perforó, pero se quedó allí clavada, y los daneses seguían empujando, pero el muerto les obstruía el paso y el lancero le pasó por encima, el hombre de mi derecha le atizó en la cabeza con el borde de su escudo, yo le pegué una patada y después le lancé un hendiente. Un danés sacó la lanza de mi escudo, la volvió a clavar, y acabó en el suelo con un tajo del hombre a mi izquierda. Llegaron más daneses, y estábamos retrocediendo, doblándonos hacia atrás porque había daneses en los pantanos y nos estaban rodeando por la derecha, pero Leofric hizo que los hombres giraran poco a poco de modo que quedaran a nuestra espalda los barcos ardiendo, y sentí el calor del fuego y pensé que íbamos a sucumbir allí. Moriríamos con espadas en la mano y llamas a nuestras espaldas, y yo arremetía desesperado contra un danés pelirrojo, intentando romperle el escudo. Ida, el hombre a mi derecha, estaba en tierra, con las tripas fuera del cuero, por ese lado llegó un danés a atacarme, y yo le hinqué
Aguijón
en la cara, me agaché, paré el golpe de su hacha con los pedazos de mi escudo, les grité a los hombres que tenía detrás que rellenaran el hueco, y le rajé al del hacha los pies; le corté un tobillo y una lanza le reventó un costado de la cabeza. Grité con todas mis fuerzas y embestí contra los daneses, pero no había espacio para pelear ni para ver, sólo un amasijo de hombres que entre gruñidos se liaban a tajos, morían y sangraban. Y entonces llegó Odda.

El
ealdorman
esperó hasta que los daneses estuvieron apiñados en la orilla del río, esperó hasta que empezaron a empujarse entre sí en su afán por llegar hasta nosotros y matarnos, y entonces lanzó a sus hombres por el frente de Cynuit y llegaron como el trueno, con espadas, hachas, hoces y lanzas. Los daneses los vieron, en ese momento empezaron los gritos de aviso, y casi inmediatamente sentí la presión disminuir en mi frente cuando los daneses de la retaguardia se dieron la vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza, y yo clavé
Aguijón
con todas mis fuerzas para perforarle el hombro a un enemigo, y vaya si entró, hasta rascar el hueso, pero el hombre se retorció y se liberó llevándose a
Aguijón,
así que desenvainé a
Hálito-de-serpiente y
les grité a mis hombres que mataran a esos cabrones. Aquél era nuestro día, grité, y Odín nos daba la victoria.

Adelante entonces. Adelante hacia la matanza. Cuidaos del hombre que ama la batalla. Ravn me dijo que sólo uno de cada tres hombres, o puede que sólo uno de cada cuatro, es un auténtico guerrero, y los demás luchan a regañadientes, pero yo iba a aprender que sólo uno de cada veinte hombres ama la batalla. Dichos hombres eran los más peligrosos, los más hábiles, los que cosechaban almas, y aquellos a los que había que temer. Yo era uno de ellos, y aquel día, junto al río en el que la sangre subía con la marea, junto a los barcos ardiendo, dejé que
Hálito-de-serpiente
entonara su canto de muerte. Recuerdo poco salvo la rabia, la exaltación, la masacre. Aquél fue el momento que los escaldos celebran, el corazón de la batalla que conduce a la victoria, y el valor abandonó a los daneses en un instante. Creían que estaban ganando, que nos habían atrapado junto a los barcos en llamas, y que mandarían nuestras miserables almas al otro mundo, y en cambio el
fyrd
de Defnascir se desencadenó sobre ellos como una tormenta.

—¡Adelante! —grité.

—¡Wessex! —aulló Leofric—. ¡Wessex! —Repartía hachazos, quitándose daneses de encima, conducía a la tripulación del
Heahengel
lejos de los abrasadores barcos.

Los daneses retrocedían, intentaban escapar de nosotros. Pudimos escoger nuestras víctimas, y
Hálito-de-serpiente
aquel día estuvo letal. Embestir con el escudo hacia delante, desequilibrar a un enemigo, clavar la espada, tumbarlo, degollarlo, encontrar al siguiente. Tiré a un danés encima de las ascuas de una de las hogueras, lo maté mientras gritaba, y algunos de los daneses empezaron a huir hacia los barcos que aún no habían ardido, los empujaban hasta la pleamar, pero Ubba seguía peleando. Ubba gritaba a sus hombres que formaran un nuevo muro de escudos, para proteger los barcos, y tal era la voluntad de Ubba, tal su virulenta ira, que el nuevo muro de escudos aguantó. Atacamos con todas nuestras fuerzas, lo golpeamos con espada, hacha y lanza, pero volvíamos a estar sin espacio, sólo el forcejeo, los tirones, los gruñidos, el aliento fétido, aunque esta vez eran los daneses los que retrocedían, paso a paso, a medida que los hombres de Odda se unían a los míos para envolver a los daneses y machacarlos a hierro.

Aun así, Ubba aguantaba. Aguantó firme su retaguardia, bajo el estandarte del cuervo, y cada momento que él ganaba al contenernos, salía otro barco por la orillas. Lo único que pretendía ahora era salvar hombres y barcos, permitir que una parte de su ejército escapara, permitir que huyera de aquella presión de escudos y armas. Seis barcos daneses ya remaban hasta el mar del Saefern, y se estaban llenando más con hombres, así que grité a mis tropas que penetraran el muro, que los mataran, pero no había espacio para matar, sólo suelo pringoso de sangre y acero que apuñalaba por debajo de los escudos, y los hombres que empujaban desde el muro contrario, y los heridos que reptaban por la parte de atrás de nuestra fila.

Y entonces, con un rugido de furia, Ubba se abrió paso en nuestra línea con su enorme hacha de guerra. Recordé que ya lo había hecho en la pelea junto al Gewsesc, cómo simulaba desaparecer entre las filas enemigas sólo para repartir muerte, y su enorme hacha volvía a girar enloquecida, abría espacio, nuestra fila retrocedió y los daneses siguieron a Ubba, que parecía decidido a ganar aquella batalla él solo y a forjarse un nombre de leyenda. Había sido poseído por la locura de la batalla, había olvidado las runas, y Ubba Lothbrokson construía su leyenda mientras otro hombre caía, aplastado por el hacha. Ubba aulló, los daneses le siguieron hacia delante, y de repente amenazaron con perforar limpiamente nuestra fila, entonces yo me retiré entre mis hombres y me acerqué hasta donde Ubba peleaba, y allí grité su nombre, le llamé hijo de una cabra, cagarro, y él se dio la vuelta, con los ojos encendidos y me vio.

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