Northumbria, el último reino (46 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Esbocé una sonrisa, aunque no era fácil cuando Ubba amenazaba.

—Puedes intentarlo, Ubba Lothbrokson —dije—, pero fracasarás. Y yo lo sé. Eché las runas, Ubba, eché las runas bajo la luna de anoche, y lo sé.

No le gustó nada, porque creyó mi mentira. Quería parecer desafiante, pero por un instante sólo me pudo mirar con miedo porque sus propias runas, supuse, le habrían dicho lo mismo que yo, que un ataque a Cynuit terminaría en fracaso.

—Eres el chico de Ragnar —dijo, identificándome al fin.

—Y Ragnar el Temerario me habla —dije—, me llama desde el salón de los muertos, quiere venganza, Ubba, venganza sobre los daneses porque Ragnar fue asesinado a traición por su propia gente. Yo soy su mensajero ahora, algo que procede del salón de los muertos, y he venido a por ti.

—¡Yo no lo maté! —rugió Ubba.

—¿Y eso a Ragnar qué le importa? —pregunté—. Sólo quiere venganza y para él una vida danesa es tan buena como cualquier otra, así que vuelve a tirar las runas y después ofrécenos tu espada. Ya eres historia, Ubba.

—Y tú eres mierda de comadreja —contestó, y no dijo nada más, se limitó a darse la vuelta y regresar a toda prisa.

El
ealdorman
Odda seguía mirándome.

—¿Lo conocéis? —me preguntó.

—Conozco a Ubba desde que tenía diez años —contesté mientras observaba alejarse al jefe danés. Pensaba que de haber tenido elección, si hubiese podido seguir mi corazón de guerrero, habría preferido luchar con Ubba que contra él, pero las hilanderas lo habían decidido de otro modo—. Desde que tenía diez años —seguí diciendo—, y si algo sé de Ubba es que teme a los dioses. Ahora está aterrorizado. Podéis atacarle y su corazón lo traicionará porque cree que va a perder.

—Alfredo vendrá —dijo Odda.

—Alfredo vigila a Guthrum —dije. De eso no estaba seguro, por supuesto. Por lo que yo sabía, Alfredo podría estar en ese mismo momento observándonos desde las colinas, pero dudaba de que dejase a Guthrum saquear Wessex a su capricho—. Vigila a Guthrum —dije—, porque el ejército de Guthrum es dos veces el de Ubba. Incluso aunque se le haya hundido media flota, Guthrum tiene más hombres, ¿y por qué iba Alfredo a dejarlos sueltos en Exanceaster? Alfredo no va a venir —concluí—, y nosotros moriremos de sed antes de que Ubba nos ataque.

—Tenemos agua —comentó su hijo enfurruñado—, y cerveza. —Me había estado observando con marcado resentimiento, maravillado de que hablara con tanta familiaridad con Ubba.

—Tenéis agua y cerveza para un día —repliqué con desdén, y vi por la expresión del
ealdorman
que estaba en lo cierto.

Odda se dio la vuelta y miró hacia el sur por el valle del Pedredan. Confiaba en divisar las tropas de Alfredo, anhelaba un destello de luz reflejado en una punta de lanza, pero estaba claro que allí no había más que árboles estremecidos por el viento.

Odda el Joven detectó la incertidumbre en su padre.

—Podemos esperar dos días —insistió.

—La muerte no será mejor dos días más tarde —repuso Odda con gravedad. Entonces lo admiré. Había confiado en no tener que luchar, en que su rey lo rescataría, pero en su corazón sabía que yo tenía razón, y que aquellos daneses eran responsabilidad suya. Los hombres de Defnascir tenían Inglaterra en sus manos, y debían conservarla.

—Al alba —dijo sin mirarme—, atacaremos al alba.

* * *

Dormimos con el equipo puesto. O más bien, los hombres intentaron dormir con el cuero o la malla puestos, tahalíes abrochados, los cascos y las armas cerca. Y no encendimos hogueras porque Odda no quería que el enemigo viera que nos habíamos preparado para la batalla, pero el enemigo sí tenía fuego, y nuestros centinelas podían vigilar las laderas y usar la luz enemiga para detectar filtraciones. Ninguna se produjo. La luna menguante aparecía y desaparecía entre las nubes rotas. Las hogueras danesas nos rodeaban, más brillantes hacia el sur, cerca de Cantucton, donde Ubba tenía el campamento. Al este había más hogueras, tras los barcos daneses, cuyas llamas emitían destellos que reflejaban las molduras doradas de las cabezas de bestias y proas de dragón pintadas. Entre nosotros y el río había un prado, en cuyo extremo más alejado los daneses observaban la colina, y más allá, una franja de tierra firme junto al río sobre la que algunas casuchas servían de refugio a los guardias daneses que vigilaban los barcos. Las cabañas habían sido de pescadores, ahora unidos, y las hogueras estaban encendidas entre ellas. Un puñado de daneses paseaba por la orilla junto a aquellas hogueras, caminaba entre las proas esculpidas y yo me puse en pie sobre la muralla, miré aquellos largos y gráciles barcos y recé porque la
Víbora del viento
siguiera viva.

No podía dormir. Pensaba en escudos y daneses, espadas y miedo. Pensaba en el hijo que nunca había visto, y en Ragnar el Temerario, me preguntaba si me estaría mirando desde el Valhalla. Me preocupaba fracasar al día siguiente cuando, por fin, llegara a la puerta de la vida que es un muro de escudos, y no era el único al que se le negó el sueño pues, en el corazón de la noche, un hombre trepó la muralla cubierta de hierba para ponerse a mi lado. Vi que era el
ealdorman
Odda.

—¿Cómo conocéis a Ubba? —me preguntó.

—Fui capturado por los daneses —dije—, me crié entre ellos. Los daneses me enseñaron a pelear. —Me toqué uno de los brazaletes—. Ubba me dio éste.

—¿Peleasteis para él? —preguntó Odda, no de manera acusadora, sino con curiosidad.

—Peleaba para sobrevivir —contesté evasivo.

Miró de nuevo hacia el río herido por la luna.

—Cuando de pelea se trata —dijo—, los daneses no son idiotas. Estarán esperando un ataque al alba. —No dije nada, me preguntaba si los miedos de Odda le estarían haciendo cambiar de opinión—. Y nos superan en número —prosiguió. Seguí sin decir nada. El miedo desgasta al hombre, y no hay miedo como la perspectiva de enfrentarse a un muro de escudos. Aquella noche el pavor me roía las entrañas, pues no había luchado nunca cuerpo a cuerpo en el choque de ejércitos. Había estado en la colina de Æsc, y en otras batallas durante aquel lejano verano, pero no había luchado en el muro de escudos. Mañana, pensaba, mañana, y como Odda, deseaba ver al ejército de Alfredo al rescate, pero no habría ningún rescate—. Nos superan en número —repitió Odda—, y algunos de mis hombres no tienen más arma que ganchos.

—Un gancho puede matar —dije, aunque eso era una solemne majadería. No querría enfrentarme a un danés si no llevara más que un gancho—. ¿Cuántos tienen armas decentes? —pregunté.

—¿La mitad? —calculó.

—Esos hombres formarán nuestras primeras filas —dije—, y el resto que recojan las armas de los enemigos muertos. —No tenía ni idea de qué estaba diciendo, sólo sabía que debía sonar seguro de mí mismo. El miedo desgasta, pero la confianza vence al miedo.

Odda se detuvo otra vez, mirando los oscuros barcos de abajo.

—Vuestra esposa e hijo se encuentran bien —dijo al cabo de un rato.

—Bien.

—Mi hijo sólo la rescató.

—Y rezó porque yo estuviera muerto —repliqué.

Se encogió de hombros.

—Mildrith vivió con nosotros tras la muerte de su padre, y mi hijo se encariñó con ella. No quería hacer ningún daño, y no lo hizo. —Me tendió una mano y vi, a la débil luz de la luna, que me ofrecía una bolsita de cuero—. Lo que falta del precio de la novia —dijo.

—Guardadlo, señor —dije—, y entregádmelo después de la batalla. Si muero fiádselo a Mildrith.

Una lechuza pasó volando sobre nuestras cabezas, pálida y veloz, y me pregunté qué augurio sería aquél. A lo lejos, hacia el este, mucho más allá del Pedredan, una pequeña hoguera titiló, y también eso fue un augurio, pero yo no supe descifrarlo en ese momento.

—Mis hombres son buenos hombres —comentó Odda—, ¿pero y si los rodean? —El miedo seguía haciendo mella en él—. Sería mejor —prosiguió—, que Ubba nos atacara.

—Sería mejor —coincidí—, pero Ubba no hará nada a menos que las runas se lo indiquen.

El destino lo es todo. Ubba lo sabía, motivo por el que leía las señales de los dioses, y yo sabía que la lechuza había sido una señal, y había volado sobre nuestras cabezas, por encima de los barcos daneses y hacia aquella hoguera distante que ardía junto a la orilla del Saefern, y de repente recordé los cuatro barcos del rey Edmundo que llegaron a la playa de Anglia Oriental y las flechas incendiarias en los barcos daneses, y reparé en que, después de todo, sí sabía leer los augurios.

—Si todos vuestros hombres son rodeados —dije—, morirán. Pero si son rodeados los daneses, morirán ellos. Tenemos que rodearlos.

—¿Cómo? —preguntó Odda con amargura. Sólo era capaz de ver una matanza al alba; un ataque, una lucha y una derrota, pero yo había visto la lechuza. La lechuza había volado desde los barcos al fuego, y aquélla era la señal. Quemad los barcos—. ¿Cómo los rodeamos? —preguntó Odda.

Y seguí en silencio, preguntándome si debería decírselo. Si seguía el augurio, significaría dividir nuestras fuerzas, y ése era el error que habían cometido los daneses en la colina de Æsc, así que vacilé. Pero Odda no me había venido a buscar porque de repente le gustase, sino porque me había mostrado desafiante con Ubba. Yo solo en todo Cynuit estaba seguro de la victoria, o eso parecía, y eso, a pesar de mi edad, me convertía en el líder en aquella colina. El
ealdorman
Odda, con edad suficiente para ser mi padre, necesitaba mi apoyo. Quería que le dijera qué hacer, yo que no había estado nunca en un muro de escudos, pero era joven, arrogante, y los augurios me habían indicado qué hacer, así que se lo conté a Odda.

—¿Habéis oído hablar alguna vez de los
sceadugengan?
—le pregunté.

Su respuesta fue persignarse.

—Cuando era niño —le dije—, soñaba con los
sceadugengan.
Salía por la noche en su busca y aprendí las costumbres de la noche para poder unirme a ellos.

—¿Qué tiene eso que ver con el alba? —preguntó.

—Dadme cincuenta hombres —dije—, y con los míos, al alba atacaremos allí. —Señalé hacia las embarcaciones—. Empezaremos quemándoles los barcos.

Odda miró colina abajo las hogueras más cercanas, que señalaban el lugar en que los centinelas enemigos estaban apostados en el prado que teníamos al este.

—Sabrán que llegáis —comentó—, y os estarán esperando. —Se refería a que cien hombres no pueden atravesar la silueta de Cynuit, bajar la colina, romper la vigilancia y cruzar el pantano en silencio. Tenía razón. Antes de que hubiéramos dado diez pasos, los centinelas nos habrían visto y dado la alarma. El ejército de Ubba, que seguramente estaba tan preparado para la batalla como el nuestro, saldría en manada desde el campamento sur y se enfrentaría a mis hombres en el prado antes de que llegaran al pantano.

—Pero cuando los daneses vean los barcos ardiendo —dije—, se dirigirán hacia la orilla del río, no hacia el prado. Y la orilla del río está envuelta en pantanos. Allí no pueden rodearnos. —Podían, por supuesto, pero el pantano no ofrecía terreno firme, así que no sería tan peligroso que nos rodearan allí.

—Pero jamás llegaréis a la orilla del río —dijo, decepcionado por mi idea.

—Un caminante de las sombras sí puede —contesté.

Se me quedó mirando, sin decir nada.

—Puedo llegar —dije—, y cuando los primeros barcos ardan, no habrá danés que no baje a la orilla, en ese momento será cuando los cien hombres carguen. Los daneses correrán para salvar sus barcos, y eso les dará tiempo a los cien hombres para cruzar el pantano. Vendrán tan rápido como puedan, se unirán a mí, quemaremos más barcos, y los daneses intentarán matarnos. —Señalé la orilla del río, mostrándole por dónde saldrían los daneses de su campamento hasta la franja de tierra firme en la que estaban embarrancados los barcos—. Y cuando los daneses confluyan todos en aquella orilla —proseguí—, entre el río y el pantano, vos traéis al
fyrd
para atacarlos por detrás.

Rumiaba mientras observaba los barcos. De atacar, el lugar más lógico era la ladera sur, directamente al corazón de las fuerzas de Ubba, una batalla de muro de escudos contra muro de escudos, nuestros novecientos hombres contra sus mil doscientos, y al principio gozaríamos de ventaja, pues muchos de los hombres de Ubba estaban apostados alrededor de la colina, y les llevaría un tiempo reagruparse, y en ese tiempo podríamos penetrar bien dentro de su campamento, pero cada vez serían más y nos podrían detener perfectamente, rodear y entonces llegaría la matanza seria. Y en esa escabechina, tendrían las de ganar, porque nos superaban en número, nos rodearían y nuestra retaguardia, aquellos hombres con hoces en lugar de armas, morirían.

Pero si yo bajaba la colina, y empezaba a quemarles barcos, los daneses saldrían a toda prisa hasta la orilla para detenerme, y eso los situaría en la estrecha franja de tierra junto al río, y si los cien hombres bajo el mando de Leofric se unían a mí, podríamos contenerlos lo suficiente para que Odda llegara por detrás. Y entonces serían los daneses los que morirían, atrapados entre Odda, mis hombres, el pantano y el río. Quedarían atrapados como el ejército de Northumbria en Eoferwic.

Aunque en la colina de Æsc, el desastre había llegado al bando que primero dividió sus fuerzas.

—Podría funcionar —comentó Odda vacilante.

—Dadme cincuenta hombres —le insistí—, jóvenes.

—¿Jóvenes?

—Tienen que correr colina abajo —dije—. Tienen que ser rápidos. Han de llegar a los barcos antes que los daneses, y tienen que hacerlo al alba. —Hablaba con una seguridad que no sentía, y esperé a que contestara, pero no lo hizo—. Si ganáis esta batalla, señor —le dije, y no le llamaba señor porque era de más alto rango, sino porque era mayor que yo—, habréis salvado Wessex. Alfredo os recompensará.

Lo pensó durante un rato y puede que fuera la idea de una recompensa lo que lo convenció, porque asintió.

—Os daré cincuenta hombres —dijo.

Ravn me dio muchos consejos y todos fueron buenos, pero entonces, con el viento nocturno, recordé una cosa que me había dicho la noche en que nos conocimos, algo que jamás había olvidado.

Nunca, me había dicho, nunca te enfrentes a Ubba.

* * *

Los cincuenta hombres iban comandados por el alguacil de la comarca, Edor, un hombre de aspecto tan duro como el de Leofric y que, como Leofric, había luchado en los grandes muros de escudos. Portaba como arma favorita una lanza para jabalíes, aunque también lucía una espada al costado. La lanza, decía, tenía el peso y la fuerza suficiente para perforar cota de malla, e incluso escudo.

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