Northumbria, el último reino (41 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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No vinieron. La flota se unió a Guthrum en Werham, de modo que ahora un colosal ejército danés tenía su guarida en el sur de Wessex, y yo recordaba el consejo de Ragnar a Guthrum. Divide sus fuerzas, dijo entonces Ragnar, lo cual implicaba tal vez la existencia de otro ejército danés en algún lugar del norte, esperando el momento de atacar, y cuando Alfredo se dirigiera contra aquel segundo ejército, Guthrum saldría de las murallas de Werham para embestir su retaguardia.

—Es el fin de Inglaterra —comentó Leofric sombrío. No era dado a la melancolía, pero aquel día se sentía abatido. Mildrith y yo teníamos una casa en Hamtun, cerca del agua, y cenaba con nosotros casi todas las noches que dormíamos en la ciudad. Aún sacábamos los barcos, siempre en flotilla de doce, con la esperanza de sorprender a algún barco danés despistado, pero los asaltantes sólo salían del Poole en formaciones grandes, nunca menos de treinta embarcaciones, razón por la cual no me atrevía a perder la marina de Alfredo en un ataque suicida contra alguna de aquellas grandes expediciones. Durante la canícula llegó una fuerza danesa a las aguas de Hamtun, remaron casi hasta nuestro embarcadero, y nosotros atamos nuestros barcos entre sí, nos encasquetamos las armaduras, afilamos las armas y esperamos su ataque. Pero no tenían más ganas de batalla de las que teníamos nosotros. Para alcanzarnos habrían tenido que salvar un canal lleno de barro y por allí sólo cabían dos barcos desplegados, así que se contentaron con burlarse de nosotros desde mar abierto para después marcharse.

Guthrum aguardó en Werham, y más tarde supimos que a quien esperaba era a Halfdan, que conducía una fuerza mixta de hombres del norte y britanos de Gales. Halfdan había estado en Irlanda, vengando la muerte de Ivar, y tenía que traer a Gales su flota y su ejército, reunir allí una gran fuerza y cruzar después el mar del Saefern para atacar Wessex. Pero, según Beocca, Dios intervino. Dios o las tres hilanderas. El destino lo es todo, pues llegaron noticias de que Halfdan había muerto en Irlanda, y de los tres hermanos sólo Ubba quedaba vivo, pero seguía en el ignoto y salvaje norte. Los irlandeses habían matado a Halfdan, junto a muchos de sus hombres en una batalla despiadada, así que aquel año los irlandeses salvaron Wessex.

En Hamtun no sabíamos nada de aquello. Emprendíamos nuestras tímidas incursiones y aguardábamos las noticias del segundo golpe que recibiría Wessex, pero siguieron sin llegar, y entonces, cuando las primeras galernas otoñales azotaron la costa, Alfredo, cuyo ejército estaba acampado al oeste de Werham, envió un mensajero que exigía presentarme ante el rey. El mensajero era Beocca, y para mi sorpresa, me alegró verlo, aunque me molestara que me entregara la orden verbalmente.

—¿Para qué aprendí a leer —le pregunté—, si no me traéis órdenes escritas?

—Uhtred, aprendiste a leer —me contestó de forma desenfadada— para mejorar tu mente, claro está. —Entonces vio a Mildrith y empezó a boquear como un pez fuera del agua—. ¿Ésta es…? —empezó a decir, y se quedó tieso como un palo.

—La dama Mildrith —le informé.

—Querida dama —dijo Beocca, después tomó aire y empezó a revolverse como un cachorro en busca de una caricia—. Conozco a Uhtred —consiguió decir finalmente— ¡desde que era un niño pequeño! Desde que no era más que un niño pequeñín.

—Ha crecido lo suyo desde entonces —contestó Mildrith, y a Beocca le pareció una bromita encantadora, pues se echó a reír descontroladamente.

—¿Por qué —pregunté cuando conseguí contener su alborozo— he de ir a ver a Alfredo?

—Porque Halfdan ha muerto, alabado sea Dios, y no va a llegar ningún ejército del norte, alabado sea de nuevo, ¡así que Guthrum busca un acuerdo! Las negociaciones ya han empezado y alabado sea Dios también por eso. —Se mostraba radiante, como si él fuera el responsable de esta oleada de buenas noticias, y puede que lo fuera porque siguió diciendo que la muerte de Halfdan era el resultado de muchas oraciones—. Hemos rezado tanto, Uhtred. ¿Comprendes ahora el poder de la oración?

—Alabado sea Dios, desde luego que sí —respondió Mildrith en mi lugar. Era realmente muy piadosa, pero nadie es perfecto. También estaba embarazada, pero Beocca no reparó en ello y yo no se lo dije.

Dejé a Mildrith en Hamtun para cabalgar con Beocca hasta el campamento sajón. Doce soldados de las tropas reales nos servían de escolta, pues la ruta nos llevaba cerca de la orilla norte del Poole y antes de que empezaran las conversaciones para la tregua los barcos daneses habían asaltado aquella costa.

—¿Qué quiere Alfredo de mí? —le pregunté a Beocca constantemente; insistía en que, a pesar de sus negativas, alguna idea debía de tener, pero aseguraba ignorarlo y al final dejé de preguntar.

Llegamos a las puertas de Werham una fría tarde de otoño. Alfredo se hallaba recogido en una tienda que hacía las veces de capilla real, y el
ealdorman
Odda y su hijo esperaban fuera. El
ealdorman
asintió a modo de saludo comedido y su hijo me ignoró. Beocca se introdujo en la tienda para unirse a las oraciones, y mientras tanto yo me puse en cuclillas, desenvainé
Hálito-de-serpiente
y la afilé con la piedra que guardaba en mi bolsa.

—¿Esperáis entrar en combate? —me preguntó el
ealdorman
Odda con amargura.

Miré a su hijo.

—Puede —respondí, después volví a mirar al padre—. Le debéis dinero a mi esposa —le dije—, dieciocho chelines. —Él se sonrojó, no dijo nada, pero su hijo se llevó la mano a la empuñadura de la espada y eso me provocó una sonrisa, y me puse en pie blandiendo va la hoja desnuda de
Hálito-de-serpiente.
El
ealdorman
Odda apartó a su hijo con gesto enfadado—. ¡Dieciocho chelines! —les grité, después volví a acuclillarme y seguí afilando el acero.

Mujeres. Los hombres pelean por ellas, y ésa era otra lección que debía aprender. De niño pensaba que los hombres sólo forcejeaban por tierras o poder, pero luchaban por las mujeres en la misma medida. Mildrith y yo estábamos inesperadamente satisfechos uno del otro, pero era evidente que Odda el Joven me detestaba porque me había casado con ella, y me preguntaba si se atrevería a hacer algo al respecto. Beocca me contó una vez la historia de un príncipe de tierras lejanas que secuestró a la hija del rey, y éste condujo su ejército a la tierra del príncipe y en ella murieron miles de bravos guerreros intentando recuperarla. ¡Miles! Y todo por una mujer. De hecho, la discusión que empezaba esta historia, la rivalidad entre el rey Osbert de Northumbria y Ælla, el hombre que quería ser rey, comenzó porque Ælla le había robado la mujer a Osbert. He oído que algunas mujeres se quejan de no tener poder y de que los hombres controlan el mundo, y es verdad, pero las mujeres aún conservan el poder de conducir a los hombres a la batalla y a la tumba que aguarda.

Estaba un tanto absorto pensando en estas cosas cuando Alfredo salió de la tienda. Tenía la expresión de beatífica complacencia que adoptaba siempre que acababa de rezar sus oraciones, pero también caminaba un poco tieso, probable indicación de que el
ficus
volvía a molestarle, y aquella noche, durante la cena, se mostró claramente incómodo. Esta consistió en una pasta indescriptible que yo no habría vacilado en arrojar a los cerdos, pero había pan y queso suficiente, así que no me morí de hambre. Sí noté que Alfredo se mostraba distante conmigo, sin apenas demostrar interés alguno por mí, y lo achaqué al fracaso de la flota en obtener una victoria real durante aquel verano; aun así, era él quien me había convocado, y yo me preguntaba por qué me ignoraba de ese modo.

Con todo, a la mañana siguiente, me hizo llamar después de las oraciones y caminamos arriba y abajo fuera de la tienda real, sobre la cual ondeaba el estandarte del dragón al sol de otoño.

—¿La flota no puede evitar que los daneses abandonen el Poole? —me preguntó molesto.

—No, señor.

—¿No? —El tono era cortante—. ¿Por qué no?

—Porque, señor —contesté—, nosotros sólo tenemos doce barcos y ellos doscientos. Podríamos matar unos cuantos, pero al final nos aplastarían, os quedaríais sin flota y ellos seguirían teniendo más de doscientos barcos.

Creo que Alfredo lo sabía, pero aun así no le gustó mi respuesta. Hizo una mueca, después dio unos cuantos pasos más en silencio.

—Me alegro de que te hayas casado —comentó de repente.

—Con una deuda que pagar —repliqué yo.

No le gustó mi tono, pero lo permitió.

—La deuda, Uhtred —me reprochó—, es con la iglesia, así que debes aceptarla gustoso. Además, eres joven, tienes tiempo para pagar. El Señor, recuérdalo, ama a los dadivosos. —Ésa era una de sus sentencias preferidas, y si no la he oído mil veces no la he oído ninguna. Se dio la vuelta y miró hacia atrás—. Espero tu presencia en las negociaciones —me dijo, pero no me explicó por qué, ni aguardó mi respuesta; se marchó sin más.

Él y Guthrum estaban hablando. Se había levantado una carpa entre el campamento de Alfredo y la muralla oeste de Werham, y fue debajo de aquel refugio donde tras muchas fatigas se firmó la tregua. Alfredo hubiese preferido asaltar Werham, pero el acceso era estrecho, la muralla elevada y en buen estado de conservación, y los daneses más que numerosos. Habría sido una batalla arriesgada en la que los daneses tenían las de ganar, así que Alfredo desechó la idea. En cuanto a los daneses, se hallaban atrapados. Habían confiado en la llegada de Halfdan para atacar a Alfredo por la retaguardia, pero aquél había muerto en Irlanda, así que los hombres de Guthrum eran demasiados para marcharse en los barcos, por grande que fuera la flota, y si intentaban hacerlo por tierra tendrían que enfrentarse a Alfredo en la estrecha franja abierta entre los dos ríos, lo cual provocaría una gran matanza. Yo recordaba que Ravn me contaba lo mucho que los daneses temían perder demasiados hombres porque no podían reemplazarlos con rapidez. Guthrum podía quedarse donde estaba, por supuesto, pero Alfredo lo sitiaría, y ya había ordenado que se vaciaran todos los silos, graneros y almacenes a un día de distancia del Poole. Los daneses se morirían de hambre en invierno.

Lo que significaba que ambas partes no tenían más alternativa que la paz, así que Alfredo y Guthrum habían estado discutiendo los términos y yo llegué justo cuando terminaban las negociaciones. Ya era demasiado tarde para que la flota danesa se arriesgara a emprender el largo viaje para rodear la costa sur de Wessex, así que Alfredo accedió a que Guthrum se quedara en Werham durante el invierno. También accedió a abastecerlos de comida a condición de que no asaltaran, y accedió también a entregarles plata porque sabía que los daneses siempre querían plata, y a cambio ellos prometieron permanecer en Werham pacíficamente y en primavera se marcharían del mismo modo, momento en que su flota regresaría a Anglia Oriental y el resto del ejército marcharía hacia el norte a través de Wessex, vigilados por nuestros hombres hasta que llegaran a Mercia.

Nadie, en ninguno de los dos bandos, creyó tales promesas, así que tuvieron que asegurarse mediante rehenes de cada una de las partes. Los prisioneros debían ser nobles, o sus vidas no serían garantía de nada. Una docena de
jarls
daneses, de los que no conocía a ninguno, tenían que ser entregados a Alfredo, y un número equivalente de nobles ingleses irían a parar a Guthrum.

Motivo por el cual yo había sido convocado. He aquí la razón por la que Alfredo se había mostrado tan distante conmigo, pues supo en todo momento que yo sería uno de los rehenes. Mi utilidad había disminuido aquel año por la impotencia de la flota, pero mi rango seguía sirviendo para negociar, así que me hallé entre los elegidos. Era el
ealdorman
Uhtred, y útil porque era noble. Observé la inmensa sonrisa de Odda el Joven cuando mi nombre fue aceptado por los daneses.

Guthrum y Alfredo intercambiaron juramentos entonces. Alfredo insistió en que el cabecilla danés jurara con una mano sobre las reliquias que Alfredo siempre llevaba consigo. Entre ellas se contaban una pluma de la paloma que Noé había soltado en el arca, un guante que había pertenecido a san Cedd y, lo más sagrado de todo, un anillo para los dedos de los pies de María Magdalena. El santo anillo, lo llamaba Alfredo, y un divertido Guthrum puso la mano sobre el pedacito de oro y juró que mantendría sus promesas. Después insistió en que Alfredo pusiera una mano sobre el hueso que le colgaba del pelo e hizo al rey de Wessex jurar por una madre muerta que los sajones del oeste mantendrían el tratado. Sólo cuando se efectuaron aquellos juramentos, santificados por el oro de una santa y el hueso de una madre, se intercambiaron los rehenes, y cuando recorrí el espacio entre ambas partes, Guthrum debió de reconocerme porque me observó largo y tendido, y después fuimos escoltados, con ceremonia, hasta Werham.

Donde el
jarl
Ragnar, hijo de Ragnar, me dio la bienvenida.

* * *

Hubo alegría en aquel encuentro. Ragnar y yo nos abrazamos como hermanos, pues yo lo consideraba un hermano. Él me palmeó la espalda, me sirvió cerveza y me dio noticias. Kjartan y Sven seguían vivos y aún en Dunholm. Ragnar se enfrentó a ellos en un encuentro formal al que ambas partes debían asistir sin armas, y Kjartan juró su inocencia declarando asimismo que nada sabía de Thyra.

—El muy cabrón mintió —me dijo Ragnar—, y sé que mintió. Y sabe que va a morir.

—¿Pero todavía no?

—¿Cómo voy a tomar Dunholm?

Brida estaba allí, compartía la cama de Ragnar, y me saludó con calidez, pero no con tanto entusiasmo como
Nihtgenga,
que me salió encima y me lavó la cara a lametones. A Brida le divirtió que fuera a ser padre.

—Pero te hará bien —me dijo.

—¿Me hará bien? ¿Por qué?

—Porque te convertirás en un hombre como es debido.

Creía que ya lo era, aun así me faltaba algo, algo que jamás había confesado a nadie, ni a Mildrith, ni a Leofric, ni tampoco entonces a Ragnar o a Brida. Había luchado contra los daneses, había visto barcos arder y hombres ahogarse, pero no había peleado nunca en un gran muro de escudos. Había peleado en pequeños, tripulación contra tripulación, pero nunca me había enfrentado en un extenso campo de batalla y observado los estandartes enemigos ocultar el sol, y conocido el miedo que sobrecoge cuando cientos de miles de hombres llegan a la matanza. Estuve en Eoferwic, y en la batalla de la colina de Æsc, y vi el choque de los muros, pero no participé en primera fila. Tomé parte en peleas, pero habían sido pequeñas, y las pequeñas peleas terminan rápido. Nunca había soportado el prolongado derramamiento de sangre, las horribles luchas cuando la sed y el cansancio debilitan a los hombres y sus enemigos, y no importa cuántos mates, porque siguen viniendo. Sólo cuando hubiera hecho aquello, pensé, podría llamarme a mí mismo un hombre como es debido.

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