Northumbria, el último reino (43 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—Eres libre —me dijo.

—Gracias —le contesté con ardor, pues recordaba los cadáveres ensangrentados en el convento de Werham. Me sujetó por los hombros.

—Tú y yo —me dijo— estamos unidos como hermanos. No lo olvides. Ahora vete.

Chapoteé por entre los pantanales mientras la
Víbora del viento
, de un gris fantasmal con las primeras luces del alba, retrocedía. Brida se despidió con un grito, oí el batir de los remos y el barco se marchó.

La isla era un lugar inhóspito. Antes vivían pescadores y cazadores de pájaros, y un anacoreta, un ermitaño que había ocupado un árbol hueco en el centro de la isla, pero la llegada de los daneses los había echado a todos, y ahora los restos de las casas de los pescadores no eran más que madera quemada sobre suelo negro. Tenía la isla para mí, y desde su orilla observé la vasta flota danesa enfilar hacia la entrada del Poole, aunque se detuvieron allí en lugar de adentrarse en el mar porque el viento, racheado, había refrescado aún más y ahora era casi un vendaval que soplaba del sur, y las olas estaban rompiendo con fuerza por encima de la lengua de arena que protegía su nuevo fondeadero. La flota danesa se desplazó hasta allí, supuse, porque quedarse en el río habría expuesto a sus tripulaciones a los arqueros sajones que se encontrarían ya entre las tropas que reocuparan Werham.

Guthrum había conducido a sus jinetes fuera de Werham, eso era evidente, y los daneses que se habían quedado en la ciudad estaban ahora apelotonados en los barcos, donde esperaban que el temporal amainara para poder zarpar, aunque no tenía la menor idea de hacia adónde.

El viento del sur sopló durante todo el día, empeoró y trajo consigo una lluvia cortante, y acabé aburriéndome de ver a la flota danesa revolverse sobre sus anclas, así que exploré la orilla de la isla y encontré los restos de un pequeño bote medio oculto en un matorral. Lo eché al agua y descubrí que flotaba bastante bien. Seguramente el viento me alejaría de los daneses, así que esperé a que cambiara la marea y entonces, medio empapado en el bote roto, conseguí huir. Usé un pedazo de madera como tosca pala, pero el viento aullaba en ese momento y me empapó durante toda la travesía por aquella extensión de agua hasta que, al caer la noche, llegué a la orilla norte del Poole y allí me convertí de nuevo en
sceadugengan,
buscando el camino entre juncos y pantanos, hasta que hallé terreno firme donde me refugié en unos arbustos para dormir un sueño roto. Por la mañana caminé hacia el este, sacudido todavía por el viento y la lluvia, y así llegué a Hamtun aquella tarde.

Descubrí entonces que Mildrith y mi hijo habían desaparecido.

Se los había llevado Odda el Joven.

El padre Willibald me contó la historia. Odda llegó aquella mañana, mientras Leofric aseguraba los barcos contra el duro viento en la orilla, y dijo que los daneses habían roto la tregua, que habían matado a los rehenes, que podían venir a Hamtun en cualquier momento, y que Mildrith tenía que huir.

—Ella no quería ir, señor —me informó Willibald, y se notaba timidez en su voz. Mi ira lo estaba asustando—. Tenían caballos, señor. —Como si eso lo explicara todo.

—¿No has mandado llamar a Leofric?

—No me dejaron, señor —se detuvo—. Pero estábamos asustados, señor. Los daneses habían roto la tregua y pensábamos que estabais muerto.

Leofric partió en su persecución, y cuando supo que Mildrith se había ido Odda le llevaba por lo menos media mañana de ventaja, y Leofric ni siquiera sabía dónde se había dirigido.

—Al oeste —le dije—, de vuelta a Defnascir.

—¿Y los daneses? —preguntó Leofric—. ¿Dónde van?

—¿De vuelta a Mercia? —supuse.

Leofric se encogió de hombros.

—¿Atravesando Wessex? ¿Con Alfredo al acecho? ¿Y dices que iban a caballo? ¿En qué estado estaban los caballos?

—En mal estado, medio muertos de hambre.

—Entonces no han ido a Mercia —contestó con seguridad.

—Puede que vayan a encontrarse con Ubba —sugirió Willibald.

—¡Ubba! —Hacía tiempo que no oía aquel nombre.

—Se oían rumores, señor —dijo Willibald nervioso—, de que se encontraba con los britanos en Gales. Que tenía la flota en el Saefern.

Eso tenía sentido. Ubba reemplazaba a su hermano muerto, Halfdan, y evidentemente conducía otra fuerza de daneses contra Wessex, ¿pero dónde? Si cruzaba el ancho mar del Saefern llegaría a Defnascir, o puede que marchara rodeando el río, que se dirigiera al centro del país por el norte, pero por el momento no me importaba. Sólo quería encontrar a mi esposa y a mi hijo. Había orgullo en aquel deseo, por supuesto, pero no sólo eso. Mildrith y yo estábamos hechos el uno para el otro, la había echado de menos, quería ver a mi hijo. La ceremonia en la catedral, empapada por la lluvia, había obrado su magia y la quería de vuelta. Y quería castigar a Odda el joven por llevársela.

—Defnascir —repetí—, ahí ha ido el cabrón. Y ahí es donde nos vamos mañana. —Odda, así lo sentía, regresaría a la seguridad de su hogar. No porque temiera mi venganza, porque suponía que estaba muerto, sino porque le preocupaban los daneses, y a mí me preocupaba que se lo hubieran encontrado de camino al oeste.

—¿Tú y yo? —preguntó Leofric.

Sacudí la cabeza.

—Nos llevamos el
Heahengel
y una dotación ofensiva completa.

Leofric parecía escéptico.

—¿Con este tiempo?

—El viento amaina —dije, y era cierto, aunque aún golpeaba los techos y las contras, pero a la mañana siguiente estaba más calmado, aunque no demasiado, pues el agua de Hamtun seguía moteada de blanco cuando las pequeñas olas llegaban furiosas a la playa, lo que sugería que las aguas tras el Solente serían procelosas. Pero había claros, el viento soplaba desde el este y yo no podía esperar. Dos miembros de la tripulación, ambos pescadores toda su vida, intentaron disuadirme del viaje. Ya habían visto ese tiempo antes, decían, y la tormenta regresaría, pero yo me negué a creerlos y ellos, preciso es reconocerlo, embarcaron por su propia voluntad, igual que el padre Willibald, cosa muy valerosa por su parte, pues el pobre odiaba el mar y se enfrentaba al más agitado temporal que hayamos visto nunca.

Remamos hasta salir de las aguas de Hamtun, izamos la vela en el Solente, metimos los remos y corrimos delante del viento del este como si la serpiente
Comecadáveres
nos empujara por la popa. El
Heahengel
martilleaba contra las aguas encrespadas, desplazaba el agua blanca a gran altura, corría, y eso mientras seguimos en aguas resguardadas. Entonces dejamos atrás los blancos riscos al final de la isla de Wiht, las rocas denominadas Naedles, las agujas, y las primeras aguas tumultuosas golpearon el
Heahengel
y la embarcación escoró con ellas. Aun así seguíamos volando, el viento disminuía y el sol brillaba por rendijas entre las nubes oscuras e incidía coruscante sobre el mar bravo. Entonces, de repente, Leofric aulló para avisarme señalando hacia delante.

Me indicaba la flota danesa. Como yo, habían considerado que el tiempo podía mejorar, y debían de tener prisa para unirse a Guthrum, porque la flota entera salía del Poole y se dirigía hacia el sur para rodear la rocosa isla, lo cual significaba que, como nosotros, se dirigían hacia el oeste. Probablemente se dirigían hacia Defnascir o puede que planearan rodear limpiamente Cornwalum para unirse a Ubba en Gales.

—¿Quieres atacarlos? —me preguntó Leofric con aire sombrío.

Orcé para colocarnos rumbo al sur.

—Los rodearemos por fuera —dije, y lo que quería indicar es que nos dirigiríamos mar adentro, dudando de que alguno de sus barcos se molestara en perseguirnos. Tenían prisa por llegar a dondequiera que fuesen y con suerte, pensé, el
Heahengel
los dejaría atrás, pues era un barco rápido y ellos seguían aún muy cerca de la costa.

Navegamos con el viento y había en ello regocijo, la alegría de guiar un barco a través de un mar enfurecido, aunque dudo que los hombres que achicaban el
Heahengel
lo estuvieran pasando muy bien, con toda el agua que tenían que tirar por la borda, y fue uno de aquellos hombres el que miró hacia atrás y me avisó a gritos. Me di la vuelta para ver una negra borrasca gestándose encima del mar revuelto. Era un nubarrón furioso, negro y cargado de lluvia, que llegaba rápido, tan rápido que Willibald, que había estado agarrándose a la borda para vomitar, se hincó de hinojos, se persignó y empezó a rezar.

—¡Arriad la vela! —le grité a Leofric, y él se lanzó hacia ella tambaleándose, pero tarde, demasiado tarde, pues la borrasca nos estalló encima.

Durante un instante brilló el sol, pero al siguiente nos convertimos en un juguete del diablo, pues la tormenta se desencadenó sobre nosotros con la fuerza de un muro de escudos. El barco se tambaleó, agua, viento y oscuridad nos machacaban en un caos repentino, y el
Heahengel
cedió a su fuerza, escorándose por completo. No podía hacer nada por mantenerlo erguido, y vi a Leofric tambalearse en el puente mientras estribor se sumergía bajo el agua.

—¡Achicad! —gritaba desesperado—, ¡achicad! —Y entonces, con un crujido como el de un trueno, la gran vela quedó hecha jirones que azotaban la verga, y el barco se enderezó lentamente, pero estaba demasiado sumergido en el agua, y yo hacía uso de toda mi fuerza para intentar girarlo, darle poco a poco la vuelta para poder cambiar nuestro rumbo y aproar el barco hacia aquella agitación de mar y viento. Los hombres rezaban, se persignaban y achicaban, y los restos de la vela más los cabos sueltos azotaban enloquecidos, eran demonios hechos jirones, y el repentino vendaval aullaba como si las jarcias estuvieran llenas de furias, y pensé entonces que era una lástima morir en el mar tan poco tiempo después de que Ragnar me salvara la vida.

De algún modo conseguimos meter seis remos en el agua y entonces, con dos hombres por remo, bogamos para meternos en aquel pandemónium. Doce hombres empujaban los seis remos, tres intentaban cortar las jarcias rotas para liberarnos de ellas, y los demás echaban agua por la borda. No dábamos órdenes, porque no se oía nada con aquel viento ensordecedor que le erizaba la piel al mar y la azotaba produciendo espuma blanca. El oleaje era imponente, pero no suponía un peligro para el
Heahengel
pues lo surcaba, aunque las crestas blancas sí rompían y amenazaban con empaparnos. Entonces vi oscilar el mástil, los obenques ceder, y grité inútilmente, pues nadie me podía oír. El gran palo de picea se rompió y cayó. Se cayó de lado por una de las bordas, de modo que empezó a entrar agua otra vez, pero Leofric y una docena de hombres consiguieron tirar el mástil al mar, chocó contra nuestra borda y después pegó una sacudida al barco, porque aún estaba sujeto a él por una maraña de cabos de piel de foca. Vi a Leofric sacar un hacha de la sentina sumergida y emprenderla contra la maraña de cuerdas, pero le grité con todas mis fuerzas que dejara estar el hacha.

Porque el mástil, atado a nosotros y flotando aún detrás, parecía equilibrar el barco. Mantuvo al
Heahengel
entre las olas y el viento, permitiendo que el encrespado mar discurriera bajo nosotros dándonos, por fin, un respiro. Los hombres se miraban unos a otros como sorprendidos de estar vivos, y yo hasta pude dejar el timón, pues el mástil, con la enorme verga y los restos de la vela todavía unidos a él, nos mantenía estables. Descubrí que me dolía el cuerpo. Estaba totalmente empapado, debía de tener frío, pero no lo notaba.

Leofric llegó hasta donde estaba la proa del
Heahengel
miraba hacia el este, pero nos desplazábamos hacia el oeste por acción de la marea y el viento, y me di la vuelta para asegurarme de que teníamos agua suficiente, entonces le toqué un hombro a Leofric y señalé hacia la orilla.

Donde vimos una flota perecer.

Los daneses habían tomado rumbo al sur siguiendo la orilla desde la entrada del Poole hacia el prominente cabo, y eso significaba que estaban a sotavento y que con el resurgimiento imprevisto de la tormenta no tenían ninguna posibilidad. Barco tras barco eran conducidos hasta la orilla. Unos cuantos consiguieron superar el cabo, y otro puñado remaba para apartarse de los acantilados, pero en su mayoría estaban condenados. No vimos sus muertes, pero podíamos imaginarlas. El choque de los cascos contra las rocas, el agua revuelta abriéndose paso entre las planchas de madera, la furia del mar, el viento y la madera sobre los hombres que se ahogaban, proas de dragón reducidas a astillas y el salón del dios del mar llenándose con las almas de los guerreros y, aunque eran el enemigo, dudo mucho que alguno sintiera otra cosa que pena. El mar da una muerte fría y solitaria.

Ragnar y Brida. No dejaba de mirar, pero no podía distinguir un barco de otro a través de la lluvia y el mar enfurecido. Sí vimos un barco, que parecía haber escapado, hundirse repentinamente. Por un momento lo vimos encima de la ola, despidiendo espuma desde el casco, liberado por los remos, y al siguiente desapareció por completo. Se esfumó. Otros barcos chocaban unos contra otros, los remos se enredaban y rompían. Algunos intentaban dar la vuelta y regresar al Poole, y la mayoría eran conducidos a la orilla, otros a las playas y los últimos se estrellaban contra los acantilados. Unos barcos, por desgracia muy pocos, consiguieron salir a golpe de pala, los remeros bogaban presos del frenesí, pero todos los barcos daneses iban demasiado cargados con los hombres cuyos caballos habían muerto, transportaban un ejército hacia algún lugar, y aquel ejército perecía inevitablemente.

Nosotros nos hallábamos ahora al sur del cabo, nos dirigíamos al oeste a bastante velocidad, y un barco danés, más pequeño que el nuestro, se nos acercó. El timonel me dirigió una sonrisa triste, como reconociendo que sólo había un enemigo en aquel momento, el mar. El danés nos adelantó, pues a él no le entorpecían los restos de su mástil. La lluvia silbaba, una lluvia maligna que azotaba con el viento, y el mar estaba lleno de planchas, palos rotos, proas de dragón, largos remos, escudos y cadáveres. Vi un perro nadar desesperado, con los ojos en blanco, y por un momento pensé que era
Nihtgenga,
pero comprobé que tenía las orejas negras, y las de
Nihtgenga
eran blancas. Las nubes eran del color del hierro, bajas y a jirones, y el agua se abría en franjas blancas y de verde negruzco. El
Heahengel
retrocedía con cada ola, crujía en las depresiones y se sacudía como un ser vivo con cada arremetida, pero sobrevivió. Estaba bien construido, nos mantuvo vivos, y durante todo el tiempo contemplamos cómo los barcos daneses morían mientras el padre Willibald rezaba.

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