Cruzamos los llanos campos de la costa y llegamos hasta una playa de arena por la que un camino conducía a Lindisfarena, pero con la marea alta el camino aparecía inundado, y nos vimos obligados a esperar.
—Los cabrones que queden estarán escondiendo sus tesoros —dijo Ragnar.
—Si les queda alguno —contesté.
—Siempre les queda alguno —repuso Ragnar, sombrío.
—La última vez que estuve aquí —intervino Ravn—, ¡nos llevamos un arcón lleno de oro! ¡Oro puro!
—¿Era grande? —preguntó Brida. Iba montada detrás de Ravn, ese día ella era sus ojos. Venía a todas partes con nosotros, ya hablaba bien danés, y los hombres, además de adorarla, la consideraban portadora de buena suerte.
—Tan grande como tú —contestó Ravn.
—Entonces no os llevaríais mucho oro —repuso Brida decepcionada.
—Oro y plata —recordó Ravn—, y algunos colmillos de morsa. ¿De dónde los sacarían?
El mar bajó, las procelosas olas retrocedieron por la larga playa y nos adentramos con los caballos por entre los charcos, dejando atrás las cañas que marcaban el camino, y los monjes huyeron. Los pequeños hilillos de humo señalaban los lugares en los que las granjas punteaban la isla, y yo no albergaba ninguna duda de que aquella gente debía de estar enterrando sus escasas posesiones.
—¿Te puede reconocer alguno de estos monjes? —me preguntó Ragnar.
—Probablemente.
—¿Te preocupa?
Me preocupaba, pero le dije que no, y me toqué el martillo de Thor y de algún lugar de mis pensamientos surgió un zarcillo de preocupación por si Dios, el dios cristiano, me estaba observando. Beocca siempre decía que todo cuanto hacíamos era observado y recogido, y tuve que recordarme que el dios cristiano estaba perdiendo y que Odín, Thor y los dioses daneses iban ganando la guerra en el cielo. La muerte de Edmundo lo demostraba, y con eso me consolaba pensando que estaba a salvo.
El monasterio quedaba al sur de la isla, y desde allí podía divisar Bebbanburg sobre su risco. Los monjes vivían desperdigados en unos pequeños edificios de madera, de techos de paja y musgo, y construidos alrededor de una pequeña iglesia de piedra. El abad, un hombre llamado Egfrith, salió a recibirnos con una cruz de madera. Hablaba danés, algo infrecuente, y no parecía tener miedo.
—Bienvenidos a nuestra pequeña isla —nos saludó con entusiasmo—, y quiero que sepáis que tengo a uno de vuestros paisanos en la enfermería.
Ragnar apoyó las manos en la perilla cubierta de piel de borrego de su silla de montar.
—¿Y a mí qué me importa? —preguntó.
—Es una demostración de nuestras intenciones pacíficas, señor —contestó Egfrith. Era anciano, de pelo cano, delgado y le faltaban la mayoría de los dientes, así que le salían las palabras sibilantes y distorsionadas—. Somos una casa humilde —prosiguió—, atendemos a los enfermos, ayudamos a los pobres y servimos a Dios. —Recorrió con la mirada la fila de daneses, hombres sombríos con cascos y escudos colgados de las rodillas izquierdas, espadas, hachas y lanzas que despuntaban. El cielo estaba bajo aquel día, pesado y plomizo, y el orvallo oscurecía la hierba. Salieron dos monjes de la iglesia transportando una caja de madera que colocaron detrás de Egfrith, y después retrocedieron—. Éste es todo el tesoro que poseemos; si lo queréis es vuestro.
Ragnar me hizo un gesto con la cabeza y desmonté, dejé atrás al abad y abrí la caja para descubrir que estaba medio llena de peniques de plata, en su mayoría cascados, y todos oscuros porque eran de mala calidad. Me encogí de hombros para indicarle a Ragnar que era poca recompensa.
—¡Sois Uhtred! —exclamó Egfrith. Se había fijado en mí.
—¿Y? —respondí beligerante.
—Oí que habíais muerto, señor —respondió—, y alabado sea Dios porque no es así.
—¿Oísteis que había muerto?
—Que un danés os había matado.
Habíamos estado hablando en inglés y Ragnar quería saber qué estábamos diciendo, así que se lo traduje.
—¿Se llamaba Weland el danés? —le preguntó Ragnar a Egfrith.
—Así se llama —respondió Egfrith.
—¿Se llama?
—Weland es el hombre que se recupera de sus heridas, señor. —Egfrith me miraba otra vez como si no pudiera creer que estaba vivo.
—¿Sus heridas? —quiso saber Ragnar.
—Fue atacado, señor, por un hombre de la fortaleza. De Bebbanburg.
Ragnar, evidentemente, quiso saber toda la historia. Al parecer, Weland había vuelto a Bebbanburg y asegurado que me había matado, así que recibió su recompensa en monedas de plata, y fue escoltado fuera de la fortaleza por media docena de hombres entre los que se hallaba Ealdwulf, el herrero que me contaba cuentos en su forja, y Ealdwulf había atacado a Weland, le había asestado un hachazo en el hombro antes de que los demás hombres pudieran apartarlo. Weland había sido depositado allí, mientras que Ealdwulf, si seguía vivo, estaría en Bebbanburg.
Si el abad Egfrith pensó que Weland era su salvaguarda, cometió un error de cálculo. Ragnar le puso mala cara.
—¿Disteis refugio a Weland sabiendo que era el asesino de Uhtred? —quiso saber.
—Ésta es la casa de Dios —respondió Egfrith— damos refugio a todos.
—¿Incluidos los asesinos? —preguntó Ragnar, y se llevó un brazo a la nuca y desató la cinta de cuero que le ataba el pelo—, Y dime, monje, ¿cuántos de tus hombres bajaron al sur a ayudar a sus camaradas a matar daneses?
Egfrith vaciló, y eso fue respuesta suficiente. Cuando Ragnar desenvainó, el abad recuperó la voz.
—Algunos bajaron, señor —admitió—, no pude detenerlos.
—¿No pudiste detenerlos? —preguntó Ragnar mientras se sacudía la cabeza para que el pelo suelto y húmedo le cayera por la cara—. ¿Y eres el que manda aquí?
—Soy el abad, sí.
—Entonces podías detenerlos. —En ese momento Ragnar parecía furioso y yo sospeché que estaba recordando los cuerpos que habíamos desenterrado cerca de Gyruum, las niñas danesas con los muslos aún ensangrentados—. Matadlos —les dijo a sus hombres.
Yo no tomé parte en aquella matanza. Me quedé en la orilla y escuché los chillidos de los pájaros mientras observaba Bebbanburg y oía cómo las espadas hacían su trabajo, y Brida vino a mi lado, me cogió de la mano y miró al sur, el cielo gris moteado de blanco y la gran fortaleza sobre su risco.
—¿Ésa es tu casa?
—Es mi casa.
—Te han llamado señor.
—Soy un señor.
Se recostó sobre mí.
—¿Crees que el dios cristiano nos está vigilando?
—No —respondí, y me pregunté cómo habría sabido que yo me planteaba esa misma pregunta.
—Nunca ha sido nuestro dios —repuso con fiereza—. Nosotros adorábamos a Woden, Thor, Eostre y todos los demás dioses y diosas, y entonces llegaron los cristianos y olvidamos a los dioses. Ahora los daneses han venido para devolvernos a ellos. —De pronto se detuvo.
—¿Eso te lo ha dicho Ravn?
—Él me ha contado sólo una parte —respondió—, pero el resto lo he deducido yo. Hay una guerra entre los dioses, Uhtred, una guerra entre el dios cristiano y nuestros dioses, y cuando hay guerra en Asgard los dioses nos hacen luchar por ellos en la tierra.
—¿Y estamos ganando? —le pregunté.
Respondió señalando a los monjes muertos, desperdigados sobre la hierba húmeda, con los hábitos ensangrentados, y cuando la matanza concluyó Ragnar sacó a Weland de la enfermería. Estaba claro que agonizaba, porque temblaba y su herida apestaba, pero era consciente de su situación. Su recompensa por matarme había sido una pesada bolsa de buenas monedas de plata que pesaba tanto como un bebé recién nacido, y que encontramos junto a su cama y añadimos al pequeño botín del monasterio que dividimos entre nuestros hombres.
El propio Weland yacía en la hierba ensangrentada, miraba primero a Ragnar y después a mí.
—¿Quieres matarlo? —me preguntó Ragnar.
—Sí —contesté, porque no se esperaba otra respuesta de mí. Entonces recordé el comienzo de mi historia, el día en que había visto a Ragnar bailar por encima de los remos justo delante de aquella costa y cómo, a la mañana siguiente, trajo la cabeza de mi hermano a Bebbanburg—. Quiero cortarle la cabeza —dije.
Weland intentó hablar, pero sólo consiguió emitir un gruñido gutural. Tenía los ojos puestos en la espada de Ragnar.
Ragnar me la ofreció a mí.
—Está bien afilada —dijo—, pero te va a sorprender la fuerza que se necesita. Con un hacha lo harías mejor.
Weland me miraba a mí. Le castañeteaban los dientes y le daban espasmos. Lo detestaba. No me había gustado desde el principio, pero ahora lo odiaba. Aun así me ponía extrañamente nervioso matarlo, aunque sabía que ya estaba medio muerto. Había aprendido que una cosa es matar en la batalla, enviar el alma de un hombre valiente al salón de los muertos con los dioses, y otra muy distinta arrebatarle la vida a un hombre indefenso y moribundo, y debió de presentir mi vacilación porque consiguió emitir un lastimero ruego por su vida.
—Os serviré —dijo.
—Que sufra, este hijo de puta —respondió Ragnar por mí—, envíalo a la diosa de los muertos, pero que sepa que llega después de haber sufrido.
No creo que sufriera demasiado. Ya estaba tan débil que incluso mis inexpertos golpes enseguida lo dejaron inconsciente. Aun así me llevó mucho tiempo matarlo. Daba un tajo detrás de otro. Siempre me ha sorprendido lo mucho que cuesta matar a un hombre. Los escaldos lo narran como si se tratara de algo fácil, pero muy pocas veces lo es. Somos criaturas obstinadas, nos aferramos a la vida y costamos mucho de matar, pero el alma de Weland por fin cumplió con su sino cuando tras mucho trinchar, aserrar y clavar conseguí cortarle su endemoniada cabeza. Tenía la boca torcida en un rictus de agonía, y eso me dio algo de consuelo.
Entonces le pedí más favores a Ragnar, sabiendo como sabía que me los iba a conceder. Cogí unas cuantas de las monedas más pobres del botín y me dirigí a uno de los edificios más grandes del monasterio, donde encontré el escritorio en el que los monjes copiaban libros. Pintaban hermosas letras en los libros y, antes de que mi vida cambiara en Eoferwic, solía ir allí con Beocca y a veces los monjes me dejaban pintarrajear pedazos de pergamino con sus preciosos colores.
Y ahora quería esos colores. Se hallaban depositados en cuencos, en su mayoría en forma de polvo, unos cuantos mezclados con goma, y necesitaba un trozo de paño, que encontré en la iglesia; un tejido blanco que servía para tapar los sacramentos. De vuelta en el escritorio, dibujé con carbón la cabeza de un lobo sobre el paño blanco, después encontré tinta y empecé a rellenar el contorno. Brida me ayudó, resultó que dibujaba mucho mejor que yo, proporcionándole al lobo ojos y lengua rojos, y moteó la tinta negra de blanco y azul de manera que pareciera pelo. Hecho el estandarte, lo atamos al mástil de la cruz que había traído el abad muerto. Ragnar curioseaba entre la pequeña colección de libros sagrados del monasterio, arrancaba las tapas de metal engarzadas con piedras que decoraban las portadas, y cuando las tuvo todas y mi estandarte estuvo listo, quemamos todos los edificios de madera.
La lluvia cesó al marcharnos. Salimos por el terreno elevado al trote, después giramos al sur, y Ragnar, porque así se lo pedí, bajó por el camino de la costa hasta llegar al lugar en que la carretera cruzaba la arena en dirección a Bebbanburg.
Allí nos detuvimos y yo me solté el pelo. Le entregué el estandarte a Brida, que montaría el caballo de Ravn mientras el anciano esperaba con su hijo. Y entonces, con una espada prestada sobre mi flanco, cabalgué hacia la casa natal.
Brida vino conmigo como portaestandarte, y ambos subimos a medio galope por el camino. Las olas rompían espumosas a mi derecha y se deslizaban por la arena a mi izquierda. Vi hombres en las murallas y encima de la puerta baja, observando, y espoleé al caballo hasta el galope. Brida siguió mi paso, con el estandarte ondeando sobre ella, y yo detuve al animal donde el camino se desviaba hacia el norte hasta alcanzar la puerta. Entonces vi a mi tío, que allí estaba, Ælfric el Traicionero, de rostro enjuto y pelo oscuro, y que ahora me observaba desde la puerta baja. Yo le devolví la mirada para que supiera quién era, y después lancé la cabeza de Weland al mismo suelo en que fuera lanzada la cabeza de mi hermano. Después tiré las monedas.
Treinta, el precio de Judas. De esa historia me acordaba. Una de las pocas que me habían gustado.
Había arqueros en las murallas, pero ninguno disparó. Sólo observaron. Le hice a mi tío el signo del mal, los cuernos del diablo con los dedos exteriores, y después le escupí, me di la vuelta y me marché al trote. Ahora sabía que estaba vivo, sabía que era su enemigo, y sabía que lo mataría como a un perro si alguna vez tenía la oportunidad.
—¡Uhtred! —gritó Brida. Ella estaba mirando atrás y yo me volví sobre la silla para ver que uno de los guerreros había saltado por encima de la muralla, había caído pesadamente y se dirigía hacia nosotros a todo correr. Era un individuo grande, de espesa barba, y yo pensé que jamás podría enfrentarme a un hombre como aquél, pero en ese momento reparé en que los arqueros disparaban y dejaban un rastro de plumas tras el terreno que pisaba el guerrero, que identifiqué entonces como Ealdwulf, el herrero.
—¡Señor Uhtred! —gritaba—. ¡Señor Uhtred! —Y yo le di la vuelta al caballo y me dirigí hacia él, para cubrirlo de las flechas con mi montura, pero ninguna de las flechas dio cerca y sospecho, mirando retrospectivamente aquel lejano día, que los arqueros fallaban de forma deliberada—. ¡Estáis vivo, señor! —Y el rostro de Ealdwulf brillaba.
—Estoy vivo.
—En ese caso iré con vos —sentenció con firmeza.
—¿Pero y tu mujer, y tu hijo? —pregunté.
—Mi mujer murió, señor, el año pasado, y mi hijo se ahogó pescando.
—Lo siento —le dije. Una flecha se deslizó por el montículo de hierba, pero a bastantes metros.
—Woden da y Woden quita —repuso Ealdwulf—, y me ha devuelto a mi señor. —Vio el martillo de Thor colgado de mi cuello y, siendo como era pagano, sonrió.
Y conseguí mi primer partidario. Ealdwulf el herrero.
* * *
—Vuestro tío es un hombre lúgubre —me contó Ealdwulf mientras viajábamos hacia el sur—, más triste que la mierda, vaya que sí. Ni siquiera su hijo lo alegra.
—¿Tiene un hijo?
—Ælfric el Joven, así lo llaman, y a fe mía que es un niño muy hermoso. Le sobra salud. Aunque Ghyta está enferma. No durará mucho. ¿Y vos, señor? Tenéis buen aspecto.