—Sí, señor —contesté, con la intención de que sonara como una pregunta, aunque salió como un apagado consentimiento.
—Aprenderás a leer bien —me prometió Alfredo—, y aprenderás a rezar bien, y a ser un cristiano honesto y bueno, ¡y cuando seas mayor de edad, decidirás lo que quieres ser!
—Querría serviros, señor —mentí, con la convicción de que era un debilucho pálido, aburrido e infestado de curas.
—Eso es muy loable —dijo—, ¿y cómo crees que me servirías?
—Como soldado, señor, luchando contra los daneses.
—Si Dios quiere —respondió él, claramente decepcionado por mi respuesta—, y Dios sabe que necesitamos soldados, aunque rezo cada día para que los daneses conozcan a Cristo y así descubran sus pecados y pongan fin a sus pérfidas costumbres. La oración es la respuesta —dijo con vehemencia—, la oración, el ayuno y la obediencia, y si Dios responde a nuestras plegarias. Uhtred, no necesitaremos soldados y sí, en cambio, buenos sacerdotes, porque un reino siempre los necesita. Yo quería ese cargo para mí mismo, pero Dios lo ha dispuesto de otro modo. No hay vocación más elevada que el servicio religioso. Puede que yo sea un príncipe, ¡pero a los ojos de Dios Beocca es una joya de valor incalculable!
—Sí, señor —dije, porque no tenía otra cosa que decir. Beocca intentó parecer modesto.
Alfredo se inclinó hacia delante, escondió el martillo de Thor tras mi camisa y me puso una mano en la cabeza.
—Que la bendición de Dios todopoderoso sea contigo, niño —dijo—, y que Su rostro brille sobre ti y te libere de tu esclavitud y te traiga a la luz bendita de la libertad.
—Amén —contesté.
Me dejaron ir y volví con Ragnar.
—Pégame —le dije.
—¿Qué?
—Que me pegues una colleja.
Levantó la mirada y vio que Alfredo seguía observándome, así que me atizó más fuerte de lo que esperaba. Yo me caí, sonriendo.
—¿Y por qué acabo de hacer esto? —preguntó Ragnar.
—Porque les he contado que sois crueles conmigo —le conté—, y me pegáis constantemente. —Sabía que eso iba a divertir a Ragnar y lo hizo. Me volvió a sacudir, por si acaso.
—¿Y qué querían esos cabrones? —me preguntó.
—Quieren ofrecer un rescate —dije—, para poderme enseñar a leer y a escribir, y después convertirme en cura.
—¿En cura? ¿Como ese mamón del pelo rojo?
—Como ése.
Ragnar estalló en carcajadas.
—A lo mejor te tendría que canjear. Te serviría de castigo por decir mentiras sobre mí.
—Por favor, no —le supliqué ardorosamente, y en ese momento me pregunté por qué habría querido volver al lado inglés. Cambiar la libertad de Ragnar por la piedad fervorosa de Alfredo me parecía un destino de lo más miserable. Además, estaba aprendiendo a despreciar a los ingleses. No lucharían, rezaban en lugar de afilar las espadas, y no era nada extraño que los daneses se estuvieran quedando con sus tierras.
Alfredo sí ofreció un rescate por mí, pero se plantó ante el precio escandalosamente alto que Ragnar había pedido, aunque no tan elevado como el que Ivar y Ubba le sacaron a Burghred.
Mercia iba a ser engullida. Burghred no tenía fuego en su enorme panza, ningún deseo de seguir luchando contra los daneses, que se fortalecían a medida que él se volvía más débil. A lo mejor se dejó engañar por todos aquellos escudos en las murallas de Snotengaham, pero debió decidir que no podía vencer a los daneses y acabó rindiéndose. No fueron sólo nuestras fuerzas en Snotengaham lo que lo convencieron. Había más daneses asaltando la frontera con Northumbria, asolando las tierras inercias, quemando iglesias, degollando monjes y monjas, y esos jinetes estaban ahora cerca del ejército de Burghred y acosaban sin descanso a sus expediciones de aprovisionamiento, así que Burghred, cansado de la interminable derrota, accedió débilmente a todas las exigencias por escandalosas que fueran, y a cambio se le permitió seguir como rey en Mercia, pero eso fue todo. Los daneses tomarían sus fortalezas y las dotarían de guarnición, eran libres de quedarse con las propiedades mercias que desearan, y el
fyrd
de Burghred tenía que luchar con los daneses si lo requerían. Burghred, además, pagaría una inmensa cantidad en plata por el privilegio de perder su reino y mantener el trono. Etelredo y Alfredo, como no tenían que tomar parte en las discusiones, al ver que su aliado se había derrumbado como una vejiga pinchada, se marcharon al segundo día en dirección al sur con lo que quedaba de su ejército, y así cayó Mercia.
Primero Northumbria, después Mercia. En sólo dos años media Inglaterra había desaparecido y los daneses no habían hecho más que empezar.
* * *
Volvimos a asolar la tierra. Las bandas de daneses se adentraban hasta los últimos rincones de Mercia y aniquilaban a todo el que se resistía, llevándose cuanto apetecían. Después ocuparon las fortalezas principales antes de enviar mensajes a Dinamarca en busca de más barcos. Más barcos, más hombres, más familias y más daneses que ocuparan la excelente tierra que les había caído del cielo.
Empezaba a pensar que nunca lucharía por Inglaterra porque cuando fuese mayor para luchar por mi patria ya no quedaría Inglaterra. Así que decidí ser danés. Evidentemente, me sentía confundido, pero no pasaba demasiado tiempo preocupado en aquella confusión. En cambio, estando a punto de cumplir los doce años, dio comienzo mi auténtica educación. Me hicieron aguantar durante horas con una espada y un escudo extendidos hasta dolerme los brazos, me enseñaron los lances de la espada, me hicieron practicar con las lanzas, y me entregaron un cerdo para que lo matara con una lanza de guerra. Aprendí a parar con un escudo, a dejarlo caer para detener la embestida por debajo del borde, y a estampar los pesados tachones del escudo en la cara de un enemigo para romperle la nariz y cegarlo con las lágrimas. Aprendí a remar. Crecí, gané musculatura, empecé a hablar con voz de hombre y me abofeteó mi primera chica. Tenía aspecto de danés. Los extraños seguían tomándome por hijo de Ragnar pues tenía el mismo pelo claro y lo llevaba largo y recogido con una tira de cuero en la nuca, y a Ragnar le complacía que aquello sucediera, aunque dejaba claro que no reemplazaría a Ragnar el Joven o a Rorik.
—Si Rorik vive —decía con tristeza, pues Rorik seguía siendo un muchacho enfermizo—, tendrás que aprender a luchar por tu herencia —me dijo Ragnar, así que aprendí a luchar y, aquel invierno, a matar.
Regresamos a Northumbria. A Ragnar le gustaba aquello y, aunque habría podido obtener mejores tierras en Mercia, adoraba las montañas del norte, los profundos valles y los oscuros bosques colgantes, y cuando las primeras escarchas tendieron un manto crujiente sobre las mañanas, me llevó de caza. Una veintena de sus hombres y el doble de perros batían los bosques, intentando cazar un jabalí. Yo me quedé con Ragnar, armados ambos con pesadas lanzas para jabalíes.
—Un jabalí te puede matar, Uhtred —me avisó—, te puede rajar desde la ingle al cuello a menos que claves la lanza en el lugar justo.
La lanza, lo sabía, debía clavarse en el pecho del bicho o, con suerte, en su garganta. Sabía que no podía matar un jabalí,, pero si venía uno, tendría que intentarlo. Un jabalí adulto puede suponer dos veces el peso de un hombre, y yo no tenía la fuerza para repelerlo, pero Ragnar estaba decidido a dejarme dar el primer golpe y ayudarme desde detrás. Y así ocurrió. He matado cientos de jabalíes desde entonces, pero siempre me acordaré de aquel primer animal; los ojos pequeños, su terrible furia, la determinación, el hedor, las cerdas cubiertas de barro, y el dulce golpe de la lanza al clavarse profundamente en su pecho, y me empujó hacia atrás como si me hubiera coceado el caballo de ocho patas de Odín, y Ragnar hincó su propia lanza en la gruesa piel, y el animal chilló, rugió y pateó, los perros aullaron, y yo conseguí apuntalar los pies, apreté los clientes, dejé caer todo mi peso sobre la lanza y sentí los últimos latidos de la vida del jabalí en el asta. Ragnar me concedió uno de los colmillos del animal y me lo colgué al lado del martillo de Thor, y en los días que siguieron no quise hacer otra cosa que no fuera cazar, aunque no se me permitía ir tras un jabalí a menos que Ragnar estuviera conmigo; sin embargo, cuando Rorik se encontraba bien, él y yo cogíamos los arcos y salíamos al bosque a buscar ciervos.
Fue en una de esas expediciones, bien arriba, en el límite del bosque, justo debajo de los páramos cubiertos de nieve en deshielo, cuando la flecha casi acabó con mi vida. Rorik y yo reptábamos entre la maleza, y la flecha falló por unos centímetros, pasó silbando por encima de mi cabeza y se clavó en un fresno. Me di la vuelta, con una flecha en mi propia cuerda, pero no vi a nadie, después oí pies corriendo colina abajo a través de los árboles, y los seguimos, pero quienquiera que hubiese disparado corría demasiado para nosotros.
—Un accidente —comentó Ragnar—, vio movimiento, pensó que erais ciervos y disparó. A veces pasa. —Miró la flecha que habíamos recuperado, pero no tenía señales de propiedad. No era más que una flecha de plumas de ganso, astil de carpe y punta de hierro—. Un accidente —aseguró.
Más adelante, aquel invierno, regresamos a Eoferwic y pasamos días reparando las embarcaciones. Aprendí a partir troncos para remos con cuñas y mazos, a extraer las largas y claras planchas que cubrían los cascos podridos. La primavera trajo más barcos, más hombres, y con ellos venía Halfdan, hermano pequeño de Ivar y Ubba. Llegó a tierra aullando de energía, un hombre alto con amplia barba y mirada temible. Abrazó a Ragnar, me dio un golpe en el hombro, le pegó un puñetazo a Rorik, juró que mataría todos los cristianos de Inglaterra y se fue a ver a sus hermanos. Los tres juntos planearon la nueva guerra que, prometieron, despojaría a Anglia Oriental de sus tesoros y, a medida que fue mejorando el clima, nos preparamos para ella.
La mitad del ejército marcharía por tierra, mientras que la otra mitad, que incluía a los hombres de Ragnar, iría por mar, así que esperaba con emoción mi primera travesía auténtica, pero antes de que zarpáramos Kjartan vino a ver a Ragnar, y llevaba detrás a su hijo Sven, el ojo que le faltaba era un agujero rojo en un rostro airado. Kjartan se arrodilló ante Ragnar e inclinó la cabeza.
—Yo iría con vos, señor —le dijo.
Kjartan había cometido un error al permitir que Sven lo siguiera, pues Ragnar, por lo común tan generoso, miró con muy malos ojos al chico. Lo llamo chico, pero en realidad Sven era casi un hombre ya y apuntaba a convertirse en uno de los grandes, de amplios pectorales, alto y fuerte.
—Vendrías conmigo —repitió Ragnar sin entonación alguna.
—Os lo suplico, señor —añadió Kjartan, y debió de costarle mucho decir esas palabras, pues Kjartan era un hombre orgulloso, pero en Eoferwic no había encontrado botín, no había ganado brazaletes y no se había labrado ninguna reputación.
—Tengo los barcos llenos —repuso Ragnar con frialdad, y se dio la vuelta. Vi la mirada de odio en el rostro de Kjartan.
—¿Por qué no embarca con algún otro? —le pregunté a Ravn.
—Porque todos saben que ofendió a Ragnar, y ofrecerle un puesto entre los remeros es arriesgarse a desairar a mi hijo. —Ravn se encogió de hombros—. Kjartan debería volver a Dinamarca. Cuando un hombre pierde la confianza de su señor, lo ha perdido todo.
Pero Kjartan y su hijo tuerto se quedaron en Eoferwic en lugar de regresar a Dinamarca, y nosotros zarpamos, al principio discurrimos con la corriente hasta el Ouse, y después nos adentramos en el Humber, donde pasamos la noche. A la mañana siguiente sacamos los escudos de las bordas de los barcos, y esperamos hasta que la marea levantó los cascos y pudimos remar hasta el este hacia los primeros grandes mares.
Ya había estado en alta mar en Bebbanburg, había ido con los pescadores a echar las redes a las islas Farne, pero aquello era una sensación distinta. La
Víbora del viento
remontaba aquellas olas como un pájaro en lugar de romper contra ellas como un nadador. Remamos hasta salir del río, después aprovechamos un viento del noroeste, izamos la vela mayor y recogimos los remos de sus agujeros, los cubrimos con tapones de madera y la ráfaga se quedó en la cubierta mientras la vela crujía, se hinchaba, atrapaba el viento y nos conducía hacia el sur. Había ochenta y nueve barcos en total, una flota de asesinos con cabeza de dragón, compitiendo unos con otros, insultándose cada vez que iban más rápidos que cualquier otro barco. Ragnar se inclinaba sobre el timón, con el pelo al viento y una sonrisa tan amplia como el océano dibujada en el rostro. Los cabos de piel de foca crujían, el barco parecía saltar los mares, bullir a lo largo de su superficie y deslizarse despidiendo una estela volante que les salpicaba la cara. Al principio me asusté, pues la
Víbora del viento
escoraba con aquel viento, casi hasta sumergir sotavento bajo el inmenso y verde mar, pero no vi miedo en los rostros de los demás hombres y aprendí a disfrutar del desbocado viaje, vitoreando de alegría cuando la proa se estrellaba contra una ola potente y el agua verde volaba como una ducha de flechas sobre el puente.
—¡Qué maravilla! —me gritó Ragnar—. ¡En el Valhalla espero encontrar un barco, un mar y viento!
La orilla siempre permanecía a la vista, una línea verde a nuestra derecha, a veces rota por las dunas, pero jamás por árboles o colinas, y cuando el sol se ponía regresábamos a esa tierra y Ragnar ordenaba que bajáramos la vela y sacáramos los remos.
Remamos hasta un terreno pantanoso, un lugar de marismas y juncos, de chillidos de pájaros y garzas de patas largas, de trampas para anguilas y zanjas, de canales poco profundos y lagos extensos, y recordé que mi padre decía que en Anglia Oriental sólo había ranas. Ya estábamos en la frontera con el país, en la cual terminaba Mercia y empezaba Anglia Oriental a lo largo de una maraña de agua, barro y salinas.
—Lo llaman el Gewaesc —dijo Ragnar.
—¿Has estado aquí?
—Hace dos años —dijo—. Es un buen país para asaltar, Uhtred, pero el agua es traicionera. Muy poco profunda.
El Gewaesc eran aguas bajas y Weland estaba en la proa de la
Víbora del viento,
sondeando la profundidad mediante un pedazo de hierro atado a una cuerda. Los remeros sólo bogaban si Weland decía que había agua suficiente, así que avanzamos como orugas hacia el oeste en la luz moribunda, seguidos por el resto de la flota. Las sombras eran alargadas, el sol rojo se partía entre las fauces abiertas de las cabezas de dragones, serpientes y águilas de las proas de los barcos. Los remos trabajaban lentamente, de las palas chorreaba agua cada vez que avanzaban en una nueva halada, y nuestra estela se esparcía en lentas y largas ondas ribeteadas de rojo por el radiante sol moribundo.