—¿Bebbanburg? —inquirió Ravn—. Estuve allí antes de que nacieras. Hace veinte años.
—¿En Bebbanburg?
—No en la fortaleza —admitió—, era demasiado fuerte. Pero estuve más al norte, en la isla donde rezan los monjes. Allí maté seis hombres. No monjes, hombres. Guerreros. —Sonrió para sí al recordarlo—. Bueno,
ealdorman
Uhtred de Bebbanburg —prosiguió—, ¿qué está pasando?
Y así me convertí en sus ojos y le conté que los hombres bailaban, desnudaban a las mujeres y lo que les hacían, pero Ravn no mostró interés en aquello.
—¿Qué están haciendo —quería saber— Ivar y Ubba?
—¿Ivar y Ubba?
—Deben de estar en la plataforma elevada. Ubba es bajito y parece un tonel con barba, e Ivar está tan seco que le llaman Ivar Saco de Huesos. Es tan delgado que podrías atarle los pies juntos y lanzarlo con un arco.
Más tarde supe que Ivar y Ubba eran los mayores de tres hermanos y cabecillas conjuntos de aquel ejército danés. Ubba estaba dormido, reposaba la cabeza de pelo negro sobre unos brazos que, a su vez, descansaban sobre los restos de su comida, pero Ivar Saco de Huesos permanecía despierto. Tenía los ojos hundidos, la cara como una calavera, el pelo rubio y recogido en una cola en la nuca, y una expresión de resentida malevolencia. Presentaba los brazos cubiertos con los brazaletes de oro que a los daneses les gusta llevar para demostrar su destreza en la batalla, y portaba una cadena de oro al cuello. Dos hombres hablaban con él. Uno, justo de pie detrás de Ivar parecía susurrarle al oído, mientras que el otro, un hombre de aspecto preocupado, estaba sentado entre los dos hermanos. Le describí todo esto a Ravn, que quiso saber qué aspecto tenía el hombre preocupado sentado entre Ivar y Ubba.
—No lleva brazaletes —dije—, pero sí un aro de oro alrededor del cuello. Pelo castaño, barba larga, bastante viejo.
—A los jóvenes todos os parecen viejos —dijo Ravn—. Ése debe de ser el rey Egberto.
—¿El rey Egberto? —Jamás había oído hablar de dicho personaje.
—Era el
ealdorman
Egbert —me aclaró Ravn—, pero hizo la paz con nosotros en invierno y lo hemos recompensado convirtiéndolo en rey de Northumbria. Él es rey, pero nosotros somos los señores de la tierra. —Dejó escapar una risita, y joven como era entendí la traición que suponía. El
ealdorman
Egbert tenía tierras al sur de nuestro reino y era lo que mi padre había sido en el norte, un poder decisivo. Los daneses lo habían sobornado, lo habían mantenido alejado de la contienda y ahora sería nombrado rey; con todo era evidente que sería un rey con la correa muy corta—. Si vas a vivir —me dijo Ravn—, sería inteligente presentar tus respetos a Egberto.
—¿Vivir? —se me escapó la palabra. De algún modo, me había hecho a la idea de que si había sobrevivido a la batalla, estaba claro que seguiría vivo. Era un niño, la responsabilidad de alguien, pero las palabras de Ravn me devolvieron a la realidad de un mazazo. Jamás tendría que haber confesado mi rango, pensé. Mejor ser un siervo vivo que un
ealdorman
muerto.
—Creo que vas a vivir —dijo Ravn—. A Ragnar le gustas y Ragnar siempre obtiene lo que quiere. Dice que le atacaste.
—Sí, lo hice.
—Eso debió de divertirle. ¿Un chico atacando al
jarl
Ragnar? Menudo chico, pues. Un chico demasiado bueno para desperdiciarlo, eso dice; pero, en fin, mi hijo siempre ha tenido un lamentable lado sentimental. Yo te habría rebanado la cabeza, pero aquí estás, vivo, y creo que sería sabio que te inclinaras ante Egberto.
Ahora, al mirar en un pasado tan lejano, creo que es posible que haya cambiado los acontecimientos de aquella noche. Hubo una fiesta, Ivar y Ubba estaban allí, Egberto intentaba parecer un rey, Ravn fue amable conmigo, pero estoy seguro de que estaba más confundido y asustado de lo que he referido. Con todo, en otros aspectos mis recuerdos de la fiesta son muy precisos. Observa y aprende, me había dicho mi padre, y Ravn me hizo observar, y yo aprendí. Aprendí de la traición, especialmente cuando Ragnar, convocado por Ravn, me cogió del cuello y me llevó hasta la tarima elevada donde, tras un gesto agrio de Ivar, se me permitió acercarme a la mesa.
—Mi señor rey —grazné, después me arrodillé de modo que un sorprendido Egberto tuvo que inclinarse hacia delante para verme—. Soy Uhtred de Bebbanburg —Ravn me había indicado qué decir—, y busco vuestra protección como señor.
Estas palabras produjeron un gran silencio, aparte del murmullo del intérprete a Ivar. Después Ubba se despertó, pareció aturdido durante unos instantes, como si no supiera dónde estaba, después me miró y yo sentí un estremecimiento en la carne pues jamás había visto un rostro que reflejase tanta maldad. Tenía los ojos oscuros y llenos de odio y deseé que se me tragara la tierra. No dijo nada, sólo me miró y se tocó el amuleto con forma de martillo colgado del cuello. Ubba tenía el rostro enjuto de su hermano, pero en lugar de pelo rubio recogido en una coleta en la nuca, poseía una abundante melena morena y una densa barba moteada de restos de comida. Entonces bostezó y fue como observar las fauces de una bestia. El intérprete habló con Ivar, que dijo algo, y después, a su vez, habló con Egberto, que hacía lo imposible por parecer severo.
—Tu padre —dijo— decidió luchar contra nosotros.
—Y está muerto —respondí, con lágrimas en los ojos, y quería decir algo más, pero no me salió, y lo que hice, en cambio, fue gimotear como un niño y sentí las burlas de Ubba como si me quemaran. Furioso, me di un cachete en la nariz.
—Decidiremos tu destino —dijo Egberto con altivez, y se me dio permiso para retirarme. Volví con Ravn, que insistió en que le contara lo que había ocurrido, y sonrió cuando le descubrí el perverso silencio de Ubba.
—Es un hombre temible —coincidió Ravn—, sé de cierto que ha matado a dieciséis hombres en un solo combate, y a docenas de ellos en la batalla, aunque sólo cuando los augurios son buenos, de otro modo no pelea.
—¿Los augurios?
—Ubba es un joven muy supersticioso —dijo Ravn—, pero también peligroso. Si algún consejo he de darte, joven Uhtred, es que jamás de los jamases te enfrentes a Ubba. Hasta Ragnar temería hacerlo, y a mi hijo pocas cosas le dan miedo.
—¿E Ivar? —pregunté—, ¿pelearía vuestro hijo contra Ivar?
—¿Saco de Huesos? —Ravn meditó la pregunta—. También él es temible, porque no tiene piedad, pero posee juicio. Además, Ragnar sirve a Ivar si es que sirve a alguien, y son amigos, así que no van a pelear. ¿Pero Ubba? Sólo los dioses le dicen lo que tiene que hacer, y deberías cuidarte de los hombres que reciben sus órdenes de los dioses. Córtame un trozo de corteza, chico. Me gusta especialmente la corteza de cerdo.
No recuerdo cuánto tiempo pasé en Eoferwic. Me pusieron a trabajar, de eso sí me acuerdo. Me arrebataron mis ricas ropas y se las dieron a algún chico danés, y en su lugar me entregaron una túnica de lana llena de chinches que me até con un pedazo de cuerda. Le hice la comida a Ravn durante unos cuantos días, después los demás barcos daneses llegaron y resultaron contener en su mayoría mujeres y niños, las familias del ejército victorioso, y fue entonces cuando comprendí que aquellos daneses habían venido para quedarse en Northumbria. Llegó la esposa de Ravn, una mujer enorme de nombre Gudrun con una risa que habría tumbado a un buey y que me apartó de los fogones que ahora atendía con la mujer de Ragnar, que se llamaba Sigrid y cuya melena le llegaba a la cintura y era del color de la luz del sol al incidir sobre el oro. Ella y Ragnar tenían dos hijos y una hija. Sigrid había dado a luz a ocho hijos, pero sólo aquellos tres habían sobrevivido. Rorik, su segundo hijo, era un año menor que yo y el primer día que nos conocimos empezó una pelea, se me tiró encima y la emprendió a puñetazos y puntapiés, pero yo lo tumbé sobre su espalda y lo estaba dejando sin aliento cuando Ragnar nos cogió a los dos, nos estrelló una cabeza contra otra y nos dijo que fuésemos amigos. El hijo mayor de Ragnar, también llamado Ragnar, tenía dieciocho años, era ya un hombre, y no lo conocí entonces porque estaba en Irlanda, donde aprendía a pelear y matar para poder convertirse en un
jarl
como su padre. Con el tiempo, conocí a Ragnar el Joven, que era muy parecido a su padre; siempre alegre, escandalosamente feliz, entusiasta con cualquier cosa que hubiera que hacer, y amigable con todos los que le demostraban respeto.
Como todos los demás niños, tenía trabajo para mantenerme ocupado. Siempre había que acarrear madera o agua, y pasé dos días ayudando a quemar la porquería verde adherida a un casco sobre la playa, y lo disfruté, aunque acabé metido en una docena de peleas con chicos daneses, todos mayores que yo, y viví con ojos a la funerala, nudillos amoratados, esguinces de muñeca y dientes sueltos. Mi peor enemigo era un chico llamado Sven dos años mayor que yo, muy grande para su edad y con un rostro redondo y vacío, la mandíbula colgando y un temperamento cruel. Era el hijo de uno de los capitanes de Ragnar, un hombre llamado Kjartan. Ragnar poseía tres barcos, él comandaba uno, Kjartan el segundo y un hombre alto, curtido por el tiempo llamado Egil el tercero. Kjartan y Egil también eran guerreros, por supuesto, y como capitanes de barco conducían a su tripulación a la batalla, así que eran considerados hombres importantes, tenían los brazos cargados de brazaletes, y al hijo de Kjartan, Sven, le desagradé desde el mismo instante en que me vio. Me llamaba escoria inglesa, cagarro de cabra y aliento de perro, y como era más grande y mayor que yo me pegaba palizas con relativa facilidad, pero también estaba haciendo amigos y, por suerte para mí, a Sven le gustaba tan poco Rorik como yo, y entre los dos le hacíamos morder el polvo, así que al cabo de poco tiempo Sven empezó a evitarme a menos que estuviera seguro de que andaba solo. De modo que, aparte de Sven, aquél fue un buen verano. Nunca tenía suficiente para comer, nunca estaba limpio, Ragnar nos hacía reír y pocas veces estuve triste.
Ragnar se ausentaba con frecuencia, pues la mayoría del ejército danés pasó aquel verano cabalgando a lo ancho y largo de Northumbria para aplastar los últimos reductos de resistencia, pero oí pocas noticias, y ninguna de Bebbanburg. Parecía que los daneses estaban ganando, porque cada pocos días llegaba otro vasallo inglés a Eoferwic y se arrodillaba ante Egberto, que ahora vivía en el palacio del rey de Northumbria, aunque era un palacio despojado por los vencedores de cualquier cosa útil. El hueco en la muralla de la ciudad fue reparado en un día, el mismo día que una veintena de nosotros excavó un gran agujero en el terreno sobre el que nuestro ejército había huido despavorido. Llenamos el agujero con los cadáveres corruptos de los muertos de Northumbria. Conocía a algunos de ellos. Supongo que mi padre estaba allí, pero no lo vi. Ni, en retrospectiva, lo eché de menos. Siempre había sido un hombre taciturno, que se esperaba lo peor, y al que no le gustaban los niños.
El peor trabajo que me dieron fue pintar escudos. Primero teníamos que hervir unas pieles de ganado para hacer cola, un adhesivo denso, que removíamos para mezclar con un polvo extraído del cobre machacado con enormes morteros de piedra, y el resultado era una pasta azul viscosa que había que extender sobre los escudos recién hechos. Durante días las manos y los brazos se me quedaron azules, pero colgaron nuestros escudos en un barco y presentaban un aspecto espléndido. Todos los barcos daneses tenían un cintón que recorría los costados del barco y del que pendían los escudos, superpuestos como si los sostuvieran en el muro de escudos, y aquellos eran para la embarcación de Ubba, el mismo barco al que yo le había quemado y rascado la suciedad. Ubba, al parecer, planeaba marcharse, y quería que su barco estuviera espléndido. En la proa había una bestia, una proa que se curvaba como el pecho de un cisne desde el agua, y que después sobresalía hacia fuera. La bestia, mitad dragón y mitad gusano, era la parte más alta, y la cabeza de la bestia entera podía levantarse de su mástil y guardarse en la sentina.
—Les quitamos las cabezas de bestias —me explicó Ragnar— para que no asusten a los espíritus. —Para entonces ya había aprendido algo de danés.
—¿Los espíritus?
Ragnar suspiró ante mi ignorancia.
—Todas las tierras tienen sus espíritus —dijo—, sus pequeños dioses, y cuando nos acercamos a nuestras propias tierras quitamos las cabezas para no asustar a los espíritus. ¿Cuántas peleas has tenido hoy?
—Ninguna.
—Empiezan a tenerte miedo. ¿Qué llevas alrededor del cuello?
Se lo enseñé. Era un rudimentario martillo de hierro, un martillo en miniatura del tamaño del pulgar de un hombre, y al verlo estalló en carcajadas y me dio un coscorrón cariñoso.
—Te vamos a convertir en un danés —me dijo, claramente complacido. El martillo era el símbolo de Thor, dios danés casi tan importante como Odín, como llamaban a Woden, y a veces me preguntaba si Thor no sería el dios más importante, pero nadie parecía saberlo ni que le importara. Los daneses no tenían curas, cosa que me gustaba, porque los curas estaban siempre diciéndonos que no hiciéramos cosas o intentando enseñarnos a leer o exigiendo que rezáramos, y la vida sin ellos era mucho más divertida. Los daneses, de hecho, parecían muy superficiales a propósito de sus dioses, aunque casi todos llevaban un martillo de Thor. Yo le había arrancado el mío del cuello a un chico que se peleó conmigo y lo conservo hasta el día de hoy.
La popa del barco de Ubba, que se curvaba y enroscaba tan alta como la proa, estaba decorada con la cabeza de un águila, y en el palo mayor había una veleta en forma de dragón. Los escudos se colgaban en los costados, aunque más tarde supe que sólo se exponían por motivos decorativos, que cuando el barco se hallaba en ruta los escudos se guardaban dentro. Justo debajo de los escudos estaban los agujeros para los remos, todos forrados de cuero, quince agujeros a cada lado. Los agujeros se cubrían con tapones de madera cuando el barco iba a vela de modo que la nave podía escorarse con el viento sin inundarse. Yo ayudé a rascar el barco entero hasta quedar limpio, pero antes de rascarlo, lo sumergieron en el río para ahogar a las ratas y desanimar a las chinches, y entonces los chicos frotamos cada centímetro de madera y golpeamos cada junta con lana empapada en cera, y al final el barco estuvo listo y ese fue el día en que mi tío Ælfric llegó a Eoferwic.
Tuve la primera noticia de la llegada de mi tío cuando Ragnar me trajo mi casco, aquel con el aro de bronce, una túnica bordada con motivos rojos y un par de zapatos. Me pareció raro volver a andar con zapatos.