—Dios me matará —repuso Alfredo con amargura—. Juré que no lo volvería a hacer. No después de Osferth. —¿Osferth? El nombre no significaba nada para mí. Más tarde, mucho más tarde, descubrí que Osferth era el hijo bastardo de Alfredo, traído al mundo por otra joven sirvienta—. Recé para que se me evitara la tentación —prosiguió Alfredo—, que me afligiera un dolor físico como recordatorio, y como distracción, y Dios en su misericordia me hizo vomitar, pero yo persistí. Soy el más miserable de los pecadores.
—Todos somos pecadores —repuso Beocca, su buena mano aún encima del hombro de Alfredo—, y todos caemos frente a la gloria de Dios.
—Nadie ha caído tanto como yo —gimió Alfredo.
—Dios ve vuestro remordimiento —contestó Beocca—, y os ayudará a levantaros. Dad la bienvenida a la tentación, señor —prosiguió con rapidez—, dadle la bienvenida, resistidla, y dad gracias a Dios cuando lo logréis. Y Dios os recompensará, señor, os lo aseguro.
—¿Llevándose a los daneses? —preguntó Alfredo lleno de amargura.
—Lo hará, mi señor, lo hará.
—Pero no lo hará si esperamos —repuso Alfredo, y en su voz había una dureza repentina que hizo que Beocca se apartara de él. Alfredo se puso en pie, era mucho más alto que el cura—. ¡Hemos de atacar!
—Burghred sabe lo que se hace —comentó Beocca con tono tranquilizador—, como vuestro hermano. Los paganos morirán de hambre, mi señor, si ésa es la voluntad de Dios.
Así que ya tenía mi respuesta, y era que los ingleses no planeaban ningún asalto, sino que más bien confiaban en matar de hambre a Snotengaham hasta que se rindiera. No me atreví a llevar la respuesta directamente a la ciudad, no mientras Beocca y Alfredo siguieran tan cerca de mí, así que me quedé y escuché a Beocca rezar con el príncipe, y después, cuando Alfredo logró calmarse, los dos volvieron a la tienda y se metieron dentro.
Y yo regresé. Me llevó un tiempo, pero no me vio nadie. Aquella noche era un auténtico
sceadugengan,
me movía entre las sombras como un espectro, trepé por la colina hasta la ciudad, corrí los últimos cien pasos y grité el nombre de Ragnar. La puerta se abrió con un crujido y yo estaba de vuelta en Snotengaham.
Ragnar me llevó a ver a Ubba cuando se levantó el sol y, para mi sorpresa, Weland estaba allí, Weland la serpiente, y me miraba con amargura, aunque no con tanta como presentaba el ceño en el rostro oscuro de Ubba.
—Así pues, ¿qué has hecho? —gruñó.
—No he visto escaleras… —empecé a decir.
—¿Qué has hecho? —rugió Ubba, así que les relaté mi historia desde el principio, cómo crucé los campos y tuve la sensación de que me seguían, me eché a un lado como una liebre, crucé la barricada y hablé con un centinela. Ubba me detuvo entonces y miró a Weland— ¿Y bien?
Weland asintió.
—Lo vi pasar por la barricada, señor, lo oí hablar con un hombre.
¿Así que Weland me había seguido? Miré a Ragnar, que se encogió de hombros.
—Mi señor Ubba quería que fuera un segundo hombre —me aclaró—. Y Weland se ofreció.
Weland me sonrió, el tipo de sonrisa que dedicaría el diablo a un obispo al verlo entrar en el infierno.
—No pude pasar la barrera, señor —le dijo a Ubba.
—¿Pero viste pasar al chico?
—Y lo oí hablar con el centinela, señor, aunque no sé lo que le dijo.
—¿Has visto escaleras? —le preguntó Ubba a Weland.
—No, señor, pero sólo rodeé la valla.
Ubba miró a Weland, lo hizo sentir incómodo, después fijó sus oscuros ojos en mí, y me hizo sentir incómodo.
—Así que tú pasaste la barrera —dijo—, ¿y qué viste? —Le conté cómo había encontrado la gran tienda, y la conversación que había escuchado, cómo Alfredo lloraba por haber pecado, y cómo él quería atacar la ciudad y el cura le decía que Dios haría morir de hambre a los daneses si ésa era su voluntad, y Ubba me creyó porque pensaba que un jovenzuelo no podía inventarse la historia de la sirvienta y el príncipe.
Además, a mí me divertía, y se notaba. Alfredo, pensaba, era un debilucho meapilas, un penitente llorón, un insignificante patético, y hasta Ubba sonrió mientras describía al príncipe llorica y al sincero cura.
—Bueno —me preguntó Ubba—, ¿nada de escaleras?
—No vi ninguna, señor.
Él me observó con su tremendo rostro barbudo y entonces, para mi asombro, se quitó uno de los brazaletes y me lo lanzó.
—Tienes razón —le dijo a Ragnar—, es danés.
—Es un buen chico —repuso Ragnar.
—A veces, los mil leches que te encuentras por el campo resultan útiles —contestó Ubba, después le hizo una seña a un anciano que estaba sentado sobre un taburete en una esquina de la sala.
El viejo se llamaba Storri y, como Ravn, era un escaldo, pero también un hechicero, y Ubba no hacía nada sin su consejo, y entonces, sin decir una palabra, Storri cogió un haz de finas varillas blancas, todas del tamaño de la mano de un hombre, y las sostuvo justo encima del suelo, murmuró una oración a Odín y las soltó. Repiquetearon en el suelo al caer, y entonces Storri se inclinó hacia delante para ver el dibujo que habían conformado.
Eran palillos de runas. Muchos daneses consultaban las runas, pero la habilidad de Storri para leer los signos era legendaria, y Ubba era un hombre tan atrapado por la superstición que no hacía nada a menos que creyera que los dioses estaban de su lado.
—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.
Storri hizo caso omiso de Ubba, se dedicó en cambio a examinar la veintena de palillos, intentando detectar una letra rúnica o un dibujo significativo en su disposición al azar. Dio la vuelta a la pequeña pila, mirando aún, después asintió lentamente.
—No podía ser mejor —dijo.
—¿Ha dicho el chico la verdad?
—El chico ha dicho la verdad —repuso Storri—, pero las runas hablan de hoy, no de anoche, y dicen que todo está en orden.
—Bien. —Ubba se puso en pie y cogió su espada de un gancho en la pared—. No hay escalas —le dijo a Ragnar—, así que no hay asalto. Vamos.
Les preocupaba que los mercios y los sajones del oeste pudieran lanzar un ataque a las murallas mientras ellos dirigían una expedición al otro lado del río. La orilla sur estaba custodiada por los sitiadores con pocos efectivos, no era mucho más que un cordón de hombres para detener las partidas de aprovisionamiento al otro lado del Trente, pero esa tarde Ubba cruzó el río con seis barcos y atacó a los mercios, y las runas no habían mentido, porque no murió ni un danés y trajeron caballos, armas, armaduras y prisioneros.
Veinte prisioneros.
Los mercios habían decapitado a dos de nuestros hombres, así que Ubba mató a veinte de los suyos, y lo hizo frente a ellos, para que pudieran ver su venganza. Los cuerpos sin cabeza fueron arrojados al foso frente a la muralla, y las veinte cabezas ensartadas en lanzas y colocadas encima de la puerta norte.
—En la guerra —me dijo Ragnar—, tienes que ser implacable.
—¿Por qué enviasteis a Weland a que me siguiera? —le pregunté, dolido.
—Porque Ubba insistió en ello —repuso.
—¿Porque no confiáis en mí?
—Porque Ubba no confía en nadie salvo Storri —dijo—. Y yo confío en ti, Uhtred.
Las cabezas encima de la puerta de Snotengaham fueron picoteadas por los pájaros hasta que no quedó nada de ellas salvo cráneos con mechones de pelo que ondeaban por efecto de la brisa estival. Aun así, los mercios y los sajones del oeste siguieron sin atacar. El sol brillaba. El río discurría lento y majestuoso junto a la orilla de la ciudad donde los barcos estaban varados.
A Ravn, aunque ciego, le gustaba subir a las almenas donde me pedía que le describiera todo cuanto veía. No hay cambios, le decía, el enemigo sigue detrás de su seto de árboles talados, se divisan nubes por encima de las colinas lejanas, un halcón caza, el viento hace ondear la hierba, los vencejos se agrupan, no hay cambios, y háblame de las runas, le supliqué.
—¡Las runas! —estalló en carcajadas.
—¿Funcionan?
Meditó un instante al respecto.
—Si sabes leerlas, sí. Yo era bueno leyendo runas antes de perder la vista.
—Así que funcionan —insistí ansioso.
Ravn señaló hacia el paisaje que no podía ver.
—Ahí fuera, Uhtred —dijo—, hay por lo menos una docena de señales de los dioses, y si sabes leer las señales sabes qué quieren los dioses. Las runas proporcionan el mismo mensaje, pero yo he reparado en una cosa. —Se detuvo y tuve que atosigarle, y suspiró como si supiera que no debía decir más. Pero lo hizo—. Un hombre inteligente lee mejor las señales —prosiguió—, y Storri es listo. Me atrevería a decir que tampoco yo soy ningún tonto.
No comprendí muy bien lo que estaba diciendo.
—¿Pero Storri no tiene siempre razón?
—Storri es cauteloso. No se arriesga, y a Ubba, aunque no lo sabe, eso le gusta.
—¿Pero las runas no son mensajes de los dioses?
—El viento es un mensaje de los dioses —repuso Ravn—, como lo es el vuelo de un pájaro, la caída de una pluma, el ascenso de un pez, la forma de una nube, el grito de una zorra; todo son mensajes, pero al final, Uhtred, los dioses sólo hablan en un lugar. —Me dio unos golpecitos en la cabeza—. Aquí.
Seguía sin entenderlo y me sentía oscuramente decepcionado.
—¿Podría yo leer las runas?
—Por supuesto —contestó—, pero sería sensato que esperaras a crecer un poco. ¿Cuántos años tienes ahora?
—Once —contesté, con la tentación de decir doce.
—Quizá sea mejor que esperes un año o dos antes de empezar a leer las runas. Cuando tengas edad de casarte. ¿Qué te quedan, cuatro, cinco años?
Eso me pareció una proposición improbable, pues no tenía ningún interés en el matrimonio por aquel entonces. Ni siquiera me interesaban las chicas, aunque aquello no iba a tardar en cambiar.
—¿Thyra, a lo mejor? —sugirió Ravn.
—¡Thyra! —Pensaba en la hija de Ragnar como compañera de juegos, no como esposa. De hecho, la sola idea me daba risa.
Ravn sonrió ante mi regocijo.
—Dime, Uhtred, por qué te hemos dejado vivir.
—No lo sé.
—Cuando Ragnar te capturó —dijo—, pensaba que podía pedir un buen rescate por ti; pero decidió quedarse contigo. Decidí que era un insensato, pero él tenía razón.
—Me alegro —respondí, y lo decía de corazón.
—Porque necesitamos a los ingleses —prosiguió Ravn—. Somos pocos, los ingleses son muchos, a pesar de haberles arrebatado la tierra sólo podremos mantenerla con su ayuda. Un hombre no puede vivir en un hogar que siempre está sitiado. Necesita paz para cosechar y criar ganado, y te necesitamos. Cuando los hombres vean que el
jarl
Uhtred está de nuestro lado, no se enfrentarán a nosotros. Y tienes que casarte con una chica danesa para que cuando vuestros hijos crezcan sean tanto daneses como ingleses y no vean la diferencia. —Se detuvo, mientras contemplaba el futuro lejano, y dejó escapar una risita—. Tú sólo asegúrate de que no se vuelvan cristianos, Uhtred.
—Adorarán a Odín —repuse, y lo decía en serio.
—El cristianismo es una religión blanda —comentó Ravn con brutalidad—, el credo de una mujer. No ennoblece a los hombres, los convierte en gusanos. Oigo pájaros.
—Dos cuervos —le aclaré—, volando hacia el norte.
—¡Eso sí es un mensaje! —repuso encantado—, Huginn y Muminn vuelven a Odín.
Huginn y Muminn eran los cuervos gemelos que se posaban sobre el hombro del dios para susurrarle al oído. Hacían por Odín lo que yo hacía por Ravn, observaban y le contaban todo cuanto veían. Él los enviaba a volar por todo el mundo para luego traerles noticias, y las noticias que transportaron aquel día fueron que el humo del campamento mercio era menos denso. Había menos hogueras por la noche. Los hombres abandonaban aquel ejército.
—Tiempo de cosecha —comentó Ravn disgustado.
—¿Importa algo?
—Llaman a su ejército el
fyrd
—me aclaró, olvidando por un instante que yo era inglés—, y se supone que todos los hombres capaces han de servir en él, pero cuando la cosecha madura temen el hambre del invierno y vuelven a casa para recoger la cebada y el centeno.
—¿Que después nosotros les quitamos?
Lanzó una carcajada.
—Estás aprendiendo, Uhtred.
A pesar de todo los mercios y los sajones del oeste aún confiaban en poder matarnos de hambre y, aunque perdían hombres cada día, no desistieron hasta que Ivar cargó un carro de comida con quesos, pescado ahumado, pan recién hecho, cerdo salado y una cuba de cerveza y, al alba, una docena de hombres lo arrastraron hasta el campamento inglés. Se detuvieron justo en el límite de los arcos y gritaron a los centinelas enemigos que la comida era un regalo de Ivar Saco de Huesos al rey Burghred.
Al día siguiente llegó un jinete mercio hasta la ciudad con una rama con hojas como símbolo de tregua. Los ingleses querían hablar.
—Lo que significa —me contó Ravn—, que hemos ganado.
—¿En serio?
—Cuando un enemigo quiere hablar —repuso—, significa que no quiere luchar. Así que hemos ganado.
Y tenía razón.
Al día siguiente construimos un pabellón en el valle entre la ciudad y el campamento inglés, extendimos dos velas y las amarramos a estacas de madera. El tinglado se sostenía con sogas de piel de foca amarradas a piquetas, y allí los ingleses colocaron tres sillas de respaldo alto para el rey Burghred, el rey Etelredo y el príncipe Alfredo, y cubrieron las sillas con paños rojos. Ivar y Ubba se sentaron en taburetes de ordeñar.
Ambas partes trajeron treinta o cuarenta hombres para presenciar las discusiones, que empezaron con un acuerdo mediante el cual todas las armas debían ser depositadas a veinte pasos detrás de las dos delegaciones. Yo ayudé a transportar espadas, hachas, escudos y lanzas, y regresé para seguir el transcurso de las negociaciones.
Beocca estaba allí y me vio. Sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Estaba de pie justo detrás del joven que yo tomé por Alfredo, pues aunque lo había oído durante la noche, no lo había visto bien. Era el único de los tres cabecillas ingleses no coronado con un aro de oro, aunque llevaba un enorme broche enjoyado en la capa que Ivar sopesó con ojos rapaces. Vi, cuando Alfredo tomó asiento, que el príncipe era delgado, de largas piernas, inquieto, pálido y alto. Su rostro era alargado, la nariz pronunciada, la barba corta, las mejillas hundidas y los labios apretados. Tenía el pelo de un castaño incierto, los ojos preocupados, la frente surcada, manos nerviosas y ceño puesto. Sólo contaba diecinueve años, supe después, pero aparentaba veintinueve. Su hermano, el rey Etelredo, era mucho mayor, tenía más de treinta, y también el rostro alargado, pero era más fornido y tenía un aspecto aún más nervioso, mientras que Burghred, rey de Mercia, era un retaco, de espesa barba, estómago prominente y calvo.