—Le escribís, y ¿luego qué pasará? —comentó Leofric con amargura.
—¡Nos enviará arqueros, por supuesto! —repuso el padre Willibald animoso.
—La carta —dijo Leofric—, llega a sus putos secretarios, que son todos curas, y la ponen en una pila, y la pila se lee lentamente, y cuando al final Alfredo la ve, quiere consejo, y acuden dos putos obispos a opinar, y Alfredo escribe la respuesta y dice que quiere saber más, y para entonces nos plantamos en la Candelaria y estamos todos muertos con la espalda llena de flechas danesas. —Miró con odio a Willibald, y a mí Leofric empezó a gustarme aún más. Me vio sonreír—. ¿Qué resulta tan gracioso,
endwerc?
—me preguntó.
—Yo te puedo conseguir arqueros —dije.
—¿Cómo?
Empleando una de las monedas de oro de Ragnar, que mostramos en la plaza del mercado y aseguramos ser de oro, con su extraña escritura, y que iría a parar al mejor arquero que ganara una competición que tendría lugar de allí a una semana. Aquella moneda valía más de lo que la mayoría de los hombres podía ganar en un año, y Leofric quería saber cómo la había conseguido, pero me negué a decírselo. Lo que hice fue plantar dianas, y corrió la voz de que se podía conseguir rico oro con flechas baratas, y se presentaron más de cuarenta hombres para probar su habilidad. Nos limitamos a embarcar a los doce mejores en el
Heahengel
y otros diez en el
Ceruphin
y el
Cristenlic,
después zarpamos. Nuestros doce protestaron, claro, pero Leofric les pegó cuatro gritos y todos decidieron al punto que nada deseaban más que navegar por la costa de Wessex con él.
—Para algo que ha salido chorreando del culo de una cabra —me dijo Leofric—, no eres del todo inútil.
—Habrá problemas cuando volvamos —le avisé.
—Pues claro que habrá problemas —coincidió—, problemas con la comarca, con el
ealdorman,
con el obispo y con toda la puta población. —De repente estalló en carcajadas, algo muy poco frecuente—. Así que primero vamos a matar unos cuantos daneses.
Eso hicimos. Y por casualidad topamos con el mismo barco que nos había puesto en ridículo. Intentó la misma maniobra que la vez anterior, pero en esta ocasión yo le lancé el
Heahengel
encima, nuestra proa se estampó contra su aleta y los doce arqueros ya estaban disparando flechas sobre la tripulación.
El Heahengel
había asaltado al otro barco, casi lo había hundido dejándolo inmóvil, y Leofric capitaneó una carga por la proa. La sentina vikinga empezó a teñir el agua de sangre. Dos de nuestros hombres consiguieron atar los dos barcos juntos, lo cual significaba que podía abandonar el timón, y sin molestarme en ponerme la cota o el casco, abordé al vikingo con
Hálito-de-serpiente
y me uní a la lucha. Los escudos entrechocaban en el ancho puente, las lanzas rasgaban, las espadas y las hachas giraban en molinetes, las flechas volaban por encima, los hombres gritaban, morían, la furia de la batalla, la alegría de la canción de la espada, y todo terminó antes de que el
Ceruphin
o el
Cristenlic
tuvieran tiempo de llegar.
Me encantaba. Ser joven, fuerte, poseer una buena espada y sobrevivir. La tripulación danesa estaba compuesta de cuarenta y seis hombres, y todos murieron menos uno, que se salvó porque Leofric aulló para que hiciéramos un prisionero. Tres de nuestros hombres perecieron, y seis recibieron heridas muy feas y fallecieron antes de que los lleváramos a tierra, pero achicamos el barco vikingo y lo remolcamos hasta Hamtun, y en su panza empapada de sangre encontramos un arcón de plata que habían robado del monasterio de Wiht. Leofric entregó una buena cantidad a los arqueros, de modo que, cuando llegamos a la orilla y nos enfrentamos con el alguacil, que exigía prescindir de los arqueros, sólo dos de ellos quisieron marcharse. El resto veía un modo de hacerse rico, así que se quedaron.
El prisionero se llamaba Hroi. Su señor, a quien habíamos matado en la batalla, se llamaba Thurkil y servía a Guthrum, que estaba en Anglia Oriental y se hacía llamar rey de aquel país.
—¿Sigue llevando el hueso en el pelo? —pregunté.
—Sí, señor —repuso Hroi. No me llamaba señor porque fuera
ealdorman
, pues eso no lo sabía. Me llamaba señor porque no quería que lo matara cuando terminara de interrogarlo.
Hroi no pensaba que Guthrum fuera a atacar aquel año.
—Espera a Halfdan —me dijo.
—¿Y dónde está Halfdan?
—En Irlanda, señor.
—¿Vengando a Ivar?
—Sí, señor.
—¿Conoces a Kjartan?
—Conozco a tres hombres con ese nombre, señor.
—Kjartan de Northumbria —dije—, padre de Sven.
—¿Os referís al
jarl
Kjartan?
—¿Ahora se hace llamar
jarl?
—pregunté.
—Sí, señor, sigue en Northumbria.
—¿Y Ragnar? ¿El hijo de Ragnar el Temerario?
—El
jarl
Ragnar está con Guthrum, señor, en Anglia Oriental. Tiene cuatro barcos.
Encadenamos a Hroi y lo enviamos custodiado a Wintanceaster, pues a Alfredo le gustaba hablar con los prisioneros daneses. No sé qué le pasó. Probablemente lo colgarían o le cortarían la cabeza, pues Alfredo no extendía la misericordia cristiana a los piratas paganos.
Y pensé en Ragnar el Joven, ahora el
jarl
Ragnar, y me pregunté si me encontraría con sus barcos en la costa de Wessex, y me pregunté también si Hroi no habría mentido y Guthrum sí invadiría aquel verano. Pensé que lo haría, pues había muchos enfrentamientos en la isla de Gran Bretaña. Los daneses de Mercia habían atacado a los britanos del norte de Gales, nunca descubrí por qué, y había bandas de daneses asaltando la frontera de Wessex. Sospecho que aquellas expediciones estaban destinadas a descubrir las debilidades sajonas antes de que Guthrum lanzara el ataque de su Gran Ejército, pero no vino ningún ejército y, cuando llegó la canícula, Alfredo se sintió lo bastante seguro como para dejar sus fuerzas en el norte de Wessex y venir a visitar la flota.
Su llegada coincidió con las noticias de que siete barcos daneses habían sido avistados cerca de Heilincigae, una isla que quedaba en aguas poco profundas no lejos del este de Hamtun, y las noticias se vieron confirmadas cuando vimos el humo de un poblado saqueado. Sólo teníamos la mitad de los barcos en Hamtun, el resto se había hecho a la mar, y uno de los seis en el puerto, el
Evangelista,
estaba en dique seco porque le estaban limpiando el casco. Hacca no estaba cerca de Hamtun, había ido probablemente a casa de su hermano, y seguro que le dio rabia perderse la visita del rey, pero Alfredo no nos avisó de su llegada, quizá porque quería vernos tal como éramos en lugar de aparecer de la forma más conveniente ante el anuncio de su inspección. En cuanto supo que los daneses estaban cerca de Heilincigae ordenó que nos hiciéramos todos a la mar y subió en el
Heahengel
con dos de sus guardias y tres curas, uno de ellos Beocca, que se quedó conmigo junto al timón.
—Te has hecho más grande, Uhtred —me dijo, casi como un reproche. Ahora era por lo menos una cabeza más alto que él, y mucho más ancho de pecho.
—Si remarais, padre —le dije tras un breve silencio—, también os haríais más grande.
Dejó escapar una risita.
—No me imagino remando —contestó, después señaló el timón— ¿Es difícil de llevar? —preguntó.
Le dejé gobernar y le sugerí que virara el barco ligeramente a estribor, y sus ojos bizcos se abrieron de sorpresa cuando intentó empujar el timón y se le resistió el agua.
—Hace falta fuerza —le dije volviendo a coger el timón.
—Eres feliz, ¿no? —parecía una acusación.
—Sí, lo soy.
—No tendrías que serlo —me dijo.
—¿No?
—Alfredo pensaba que esta experiencia te haría más humilde.
Miré al rey, situado en la proa con Leofric, y recordé sus dulces palabras cuando me dijo que tenía algo que enseñar a aquellas tripulaciones, y me di cuenta de que durante todo el tiempo supo que no tenía nada que aportar, y aun así me había dado el casco y la armadura. Supuse que aquello había sido así para que le entregara un año de mi vida y de ese modo Leofric pudiera extirparme a golpes la arrogancia de mi presuntuosa juventud.
—No ha funcionado, ¿eh? —le dije sonriendo.
—Dijo que había que domarte como a un caballo.
—Pero yo no soy un caballo, padre, soy señor de Northumbria. ¿Qué pensaba? ¿Que un año más tarde sería un cristiano manso dispuesto a hacer su voluntad?
—¿Es eso tan malo?
—Muy malo —contesté—. Necesita hombres como Dios manda para luchar contra los daneses, no parásitos que vencen.
Beocca suspiró, y después se persignó porque el pobre padre Willibald estaba alimentando a las gaviotas con su vómito.
—Ya es hora de que te cases, Uhtred —comentó Beocca con severidad.
Me lo quedé mirando perplejo.
—¡De que me case! ¿Por qué decís eso?
—Ya tienes edad —dijo Beocca.
—Y vos —repliqué—, y no estáis casado aún, ¿por qué tendría yo que hacerlo?
—No pierdo la esperanza —respondió Beocca. Pobre hombre, era bizco, estaba paralizado y tenía cara de comadreja enferma, cosa que no lo convertía en ningún favorito de las mujeres—. Pero hay una joven en Defnascir que tendrías que ver —me dijo entusiasmado—. ¡Una dama de muy buena cuna! Una criatura encantadora y —se detuvo, evidentemente a falta de más cualidades de la chica, o porque no podía inventar ninguna nueva— su padre era el alguacil de la comarca, que en paz descanse. Una chica encantadora, Mildrith, se llama. —Me sonrió expectante.
—La hija de un alguacil —dije sin entonación alguna—. ¿El alguacil del rey? ¿El alguacil de la comarca?
—Su padre era alguacil de Defnascir sur —contestó Beocca, despeñando al hombre por la escala social—, pero le dejó propiedades a Mildrith. Un buen pedazo de tierra en Exanceaster.
—La hija de un alguacil —repetí—, ¿no la hija de un
ealdorman?
—Tiene dieciséis años, creo —dijo Beocca mientras observaba una playa de guijarros pasar al oeste.
—Dieciséis —dije con tono mordaz—, y soltera, lo que indica que tiene la cara como un saco de gusanos.
—Eso apenas importa —replicó molesto.
—Vos no tenéis que dormir con ella —repuse—, y seguro que será muy piadosa.
—Es una devota cristiana, me alegro de decir.
—¿La habéis visto? —pregunté.
—No —admitió—, pero Alfredo ha hablado de ella.
—¿Esto es idea de Alfredo?
—Le gusta ver a sus hombres asentados, que arraiguen en la tierra.
—Yo no soy uno de sus hombres, padre. Yo soy Uhtred de Bebbanburg, y los señores de Bebbanburg no se casan con piadosas zorras de baja alcurnia y con la cara agusanada.
—Tendrías que conocerla —insistió con el ceño fruncido—. El matrimonio es una cosa maravillosa, Uhtred, dispuesto por Dios para nuestra felicidad.
—¿Y vos cómo lo sabéis?
—Es así —insistió débilmente.
—Ya soy feliz —respondí—. Me trajino a Brida y mato daneses. Buscad a otro hombre para Mildrith. ¿Por qué no os casáis vos con ella? Cielo santo, padre, ¡pero si debéis de andar por la treintena! Si no os casáis pronto, moriréis virgen. ¿Sois virgen?
Se sonrojó, pero no respondió porque Leofric se acercaba al puente del timón con cara de muy pocos amigos. Nunca se le veía contento, pero en aquel momento parecía aún más cabreado que de costumbre y supuse que habría discutido con Alfredo, una discusión que claramente había perdido. Alfredo iba tras él, con una serena mirada de indiferencia en su alargado rostro. Dos de sus curas le pisaban los talones, cargando con pergamino, tinta y plumas, y entonces reparé en que estaban tomando notas.
—¿Cuál dirías tú, Uhtred, que es el equipamiento más importante para un barco? —me preguntó Alfredo. Uno de los curas mojó la pluma preparado para mi respuesta, después se tambaleó cuando el barco cogió una ola. Dios sabe qué parecerían las notas de aquel día—. ¿La vela? —me apuntó Alfredo—. ¿Lanzas? ¿Arqueros? ¿Escudos? ¿Remos?
—Cubos —repuse.
—¿Cubos? —me miró con desaprobación, sospechando que me estaba burlando de él.
—Cubos para achicar el agua, señor —repuse y le señalé con la cabeza el casco del
Heahengel,
en el que cuatro hombres recogían agua y la tiraban por la borda, aunque una buena parte caía sobre los remeros—. Lo que en verdad necesitamos, señor, es un calafateado mejor.
—Apuntadlo —indicó Alfredo a los curas, después se puso de puntillas para mirar la tierra llana que había entre nosotros y el lago salado donde se habían avistado los barcos.
—Hace mucho que se habrán marchado —rezongó Leofric.
—Ruego porque no sea así —contestó Alfredo.
—Los daneses no nos esperan —repuso Leofric. Estaba de un humor de perros, hasta el punto de hablarle mal a su rey—. No son imbéciles —prosiguió—, desembarcan, asaltan y se marchan. Habrán zarpado con la marea baja. —La marea acababa de cambiar otra vez y ahora subía en nuestra contra, aunque nunca comprendí muy bien las mareas en las extensas aguas de Hamtun, pues allí había el doble que en el resto de parajes marinos. Las mareas de Hamtun o actuaban según leyes diferentes o se confundían por los canales.
—Los paganos estuvieron aquí al alba —dijo Alfredo.
—Y ahora navegarán a millas de distancia —repuso Leofric. Hablaba con Alfredo como si fuera otro miembro de la tripulación, sin mostrarle ningún respeto, pero Alfredo siempre era paciente con aquel tipo de insolencia. Conocía la valía de Leofric.
Pero Leofric no tenía razón aquel día. Los barcos vikingos no se habían ido, seguían en Heilincigae, los siete, pues habían quedado atrapados por la marea baja. Esperaban a que subiera para volver a flotar, pero llegamos primero al acceder al lago salado por la pequeña entrada que hay desde la orilla norte del Solente. Una vez atravesada, el barco se adentra en un mundo de pantanos, bancos de arena, islas y trampas para peces, no muy distinto a las aguas del Gewaesc. Llevábamos a bordo un hombre que había crecido en aquellas aguas, y él nos guiaba, pero los daneses carecían de dicha pericia y se habían confundido por una hilera de varas, clavadas en la arena con la marea baja para señalar un canal, las cuales fueron movidas deliberadamente con el fin de atraerlos a un bajío de barro en el que ahora estaban atrapados.
Algo espléndido. Los teníamos atrapados como a zorros en una guarida de una sola salida, y todo cuanto teníamos que hacer era anclar en la entrada del lago salado, confiar en que nuestras anclas aguantaran las fuertes corrientes, esperar a que regresaran a flote, y después masacrarlos, pero Alfredo tenía prisa. Quería regresar con sus fuerzas terrestres e insistió en que lo devolviéramos a Hamtun antes del anochecer, así que, en contra del consejo de Leofric, se nos ordenó atacar inmediatamente.