Aquello también era espléndido, pero no podíamos acercarnos al banco de barro directamente porque el canal era estrecho y supondría ir en fila india, así que el primer barco se enfrentaría a siete navíos daneses solo, y tuvimos que remar bastante para llegar a ellos por el sur, lo que significaba que podían escapar por la entrada del lago salado si la marea los devolvía a flote, cosa que podía suceder en cualquier momento, y Leofric murmuró entre dientes que estábamos haciéndolo todo mal para enfrentarnos en una batalla. Se sentía furioso con Alfredo.
Mientras tanto, el rey se mostraba fascinado con los barcos enemigos, que jamás había visto tan de cerca.
—¿Son esas bestias representaciones de sus dioses? —me preguntó, refiriéndose a los bellos mascarones labrados de proas y popas, que alardeaban de sus monstruos, dragones y serpientes.
—No. señor, sólo bestias —contesté. Estaba a su lado, pues había entregado el timón al hombre que conocía aquellas aguas, y le conté al rey que las cabezas labradas podían quitarse para no aterrorizar a los espíritus de la tierra.
—Apunta eso —le ordenó a un cura—. ¿Y las veletas en los mástiles? —me preguntó, mirando la que tenía más cerca, pintada con un águila—, ¿también están concebidas para asustar a los espíritus?
No respondí. Me hallaba absorto mirando los siete barcos sobre la cenagosa joroba del bajío, y reconocí uno: La
Víbora del viento.
La franja de metal de la proa se veía claramente, pero aun así lo habría reconocido.
Víbora del viento,
la preciosa
Víbora del viento,
un barco de ensueño, allí, en Heilincigae.
—¿Uhtred? —me llamó Alfredo.
—Sólo son veletas, señor —respondí. Y si allí estaba la
Víbora del viento,
¿se hallaría también Ragnar? ¿O es que Kjartan se había quedado el barco y se lo había alquilado a algún capitán?
—Parece que se toman muchas molestias para decorar un barco —comentó Alfredo irritado.
—Los hombres aman sus barcos —le dije—, y luchan por ellos. Se honra aquello por lo que se lucha, señor. Nosotros deberíamos decorar los nuestros. —Hablaba con dureza, pues pensaba que apreciaríamos más nuestros barcos si ostentaran bestias en las proas y tuvieran nombres como es debido del tipo
Derramasangre, Lobo marino o Fabricaviudas.
En cambio, el
Heahengel
conducía al
Ceruphin
y al
Crislenlic
por aguas traicioneras, y detrás llevábamos al
Apóstol y
al
Eflwyrd,
que significaba «día del juicio», y era tal vez el que mejor nombre tenía de toda la flota porque envió a más de un danés al abrazo del mar.
Los daneses estaban cavando, trataban de hacer más hondo el inseguro canal y así sacar los barcos, pero a medida que nos íbamos acercando, cayeron en la cuenta de que jamás completarían una tarea tan desproporcionada y regresaron a sus embarcaciones para tomar armadura, cascos, escudos y armas. Yo me puse la cota de malla cuyo forro de cuero apestaba a sudor rancio, me encasqueté el yelmo y me até
Hálito-de-serpiente
a la espalda y
Aguijón-de-avispa
a la cintura. Aquélla no iba a ser una batalla naval, sino terrestre, muro de escudos contra muro de escudos, una matanza en el barro, y los daneses tenían ventaja porque podían apelotonarse en el lugar en que teníamos que desembarcar y venir por nosotros cuando bajáramos, y no me gustaba. Veía que Leofric temía la situación, pero Alfredo parecía bastante tranquilo mientras se ponía el casco.
—Dios está con nosotros —dijo.
—Ya puede estarlo —murmuró Leofric, después levantó la voz para gritarle al timonel—. ¡Manténlo aquí! —Había que tener habilidad para mantener quieto al
Heahengel
en la corriente, pero ciamos y empezamos a dar vueltas mientras Leofric observaba la orilla. Supuse que estaba esperando a que llegaran las demás naves para poder desembarcar todos juntos, pero había visto una lengua de arena fangosa que sobresalía de la orilla, decidiendo entonces que si varábamos allí el
Heahengel
nuestros primeros hombres en la proa no tendrían que enfrentarse a un muro de escudos compuesto por siete tripulaciones vikingas. La lengua era estrecha, no tendría anchura suficiente más que para tres o cuatro hombres, y una batalla allí podría equilibrar las fuerzas.
—Buen sitio para morir,
earsling
—
me dijo, y me condujo hacia delante. Alfredo se apresuró detrás de nosotros—. Esperad —le espetó Leofric a su rey con tanta brutalidad que de hecho Alfredo le obedeció—. ¡Embarranca en la lengua! —le gritó al timonel—, ¡ahora!
Ragnar estaba allí. Vi el ala de águila ondear en su poste, y entonces lo vi a él, tan parecido a su padre que por un momento creía que volvía a ser un chico.
—¿Listo,
earsling?
—me preguntó Leofric. Había reunido a sus seis mejores guerreros, estábamos en la proa, y detrás de nosotros los arqueros se preparaban para disparar flechas contra los daneses que se apresuraban hacia el estrecho banco de arena fangosa. Nos abalanzamos hacia delante en el momento en que la proa del
Heahengel
rascó el fondo—. ¡Ahora! —gritó Leofric, y saltamos al agua, que nos llegaba a la altura de las rodillas, y entonces instintivamente juntamos los escudos, montamos el muro y yo desenvainé
Aguijón
cuando llegaron los primeros daneses.
—¡Matadlos! —gritó Leofric, y yo empujé el escudo hacia delante oyéndose un increíble estrépito de tachones de hierro contra madera de tilo, un hacha salió volando por encima de mi cabeza, pero la detuvo el escudo del hombre que tenía detrás, y yo la emprendí a tajo limpio por debajo del mío, intentando clavar
Aguijón
hacia arriba, pero se me quedó atrapado en un escudo danés. Lo liberé, volví a clavarlo y sentí un dolor en el tobillo cuando un arma rajó agua y bota. La sangre se extendió por el agua, pero seguía en pie, y volví a empujar, olía a los daneses, las gaviotas gritaban por encima de nuestras cabezas, y llegaban más daneses, pero también se nos unían los hombres que iban llegando, algunos metidos en el agua hasta la cintura, y el frente de la batalla era entonces una competición de empujones, porque nadie tenía espacio para desenvainar un arma. Fue una batalla de escudos entre gruñidos y maldiciones, y Leofric, a mi lado, pegó un grito y nosotros hicimos un esfuerzo más, los daneses se retiraron medio paso y nuestras flechas volaron por encima de nuestros cascos, yo hinqué
Aguijón,
sentí cómo rompía cuero o malla, lo retorcí entre la carne, volví a sacarlo, empujé con el escudo, agaché la cabeza, volví a empujar, volví a clavar, fuerza bruta, recios escudos y buen acero, nada más. Un hombre se estaba ahogando, la sangre fluía sobre las ondas que provocaban sus espasmos, y digo yo que estaríamos gritando, pero no lo recuerdo bien. Recuerdo, sí, los empujones, el olor, los gritos de los rostros barbudos, la furia, y entonces
Cristenlic
embistió contra el flanco de la fila danesa, tiró a los hombres al agua, los ahogó, los aplastó, y su tripulación saltó a las pequeñas olas con lanzas, espadas y hachas. Llegó un tercer barco, bajaron más hombres, y yo oí a Alfredo detrás de mí, gritándonos que rompiéramos su fila, que los matáramos. Yo no paraba de clavar
Aguijón
contra los tobillos de un hombre, un tajo detrás de otro, empujaba con el escudo, entonces tropezó y nuestra fila avanzó, y él intentó dirigir un golpe hacia mi ingle, pero Leofric dejó caer su hacha y convirtió el rostro del enemigo en una máscara de sangre y dientes rotos— ¡Empujad! —chilló Leofric, embestimos contra el enemigo y de repente la fila cedió y empezaron a correr.
No los habíamos vencido. No huían de nuestras espadas y lanzas, retrocedían porque la marea empezaba a levantar los barcos, y corrieron a salvarlos. Salimos corriendo a trompicones detrás, aunque más bien a trompicones iba yo solo, porque el tobillo derecho me sangraba, y seguíamos sin tener suficientes hombres en tierra para derrotar las tripulaciones que subían a toda prisa a los barcos, aunque una dotación, todos hombres valientes, se quedó en la arena para contenernos.
—¿Estás herido,
earsling?
—me preguntó Leofric.
—No es nada.
—Quédate atrás —me ordenó. Estaba haciendo formar a los hombres del
Heahengel e
n un muro de escudos, un muro para lanzarse contra la única y valerosa tripulación que quedaba, y Alfredo estaba allí, con una armadura de malla brillante, y los daneses debían de saber que era un gran señor, pero no abandonaron sus barcos por el honor de matarlo. Creo que de haber traído Alfredo el estandarte del dragón, los daneses lo habrían reconocido, se habrían quedado para enfrentarse con nosotros, y bien podrían habernos matado o capturado a Alfredo, pero los daneses procuraban siempre evitar demasiadas bajas y detestaban perder sus preciosos barcos, así que lo único que querían era largarse cuanto antes de aquel lugar. Con tal objeto estaban dispuestos a pagar el precio de un barco para salvar al resto, y aquel barco no era la
Víbora del viento.
Vi cómo la empujaban por el canal, la vi salir de allí hacia atrás, con los remos desalojando más arena que agua, y empecé a correr por encima de las olas, chapoteando, di la vuelta a nuestro muro de escudos y abandoné la batalla a mi derecha mientras le gritaba al barco.
—¡Ragnar! ¡Ragnar! —Las flechas volaban por encima de mi cabeza. Una se me clavó en el escudo, otra me ladeó el casco, y eso me recordó que Ragnar no me reconocería con él puesto, así que bajé
Aguijón
y me descubrí la cabeza—. ¡Ragnar!
Las flechas se detuvieron. Los muros de escudos chocaban uno contra el otro, los hombres morían, la mayoría de los daneses estaba escapando, y el
jarl
Ragnar me miró desde el otro lado de la distancia que se abría entre nosotros, y yo no pude leer la expresión de su rostro, pero había impedido que sus arqueros siguieran disparándome. Entonces se llevó las manos a la boca a modo de altavoz.
—¡Aquí! —gritó—, ¡mañana al anochecer! —Y sus remos mordieron el agua, la
Víbora del viento
viró como una bailarina, las palas levantaron el agua y desapareció.
Recuperé
Aguijón
y regresé para unirme a la batalla, pero ya había terminado. Nuestras tripulaciones masacraron a aquella única dotación danesa, a todos excepto a un puñado de hombres que Alfredo ordenó dejar vivos. El resto conformaba una pila sangrienta en la playa, y los despojamos de armas, armaduras y ropas y dejamos sus cuerpos blancos para las gaviotas. El barco era un navío viejo y lleno de filtraciones que remolcamos hasta Hamtun.
Alfredo se mostraba contento. En realidad había dejado escapar seis barcos, pero fue una victoria de todos modos y las noticias animarían a sus tropas a luchar en el norte. Uno de los curas interrogó a los prisioneros y apuntó sus respuestas en un pergamino. Alfredo les hizo también sus propias preguntas, que el cura tradujo, y cuando averiguó todo cuanto pudo, se me acercó hasta el timón y observó la sangre que teñía el puente bajo mi pie derecho.
—Peleas bien, Uhtred.
—Hemos peleado mal, señor —le dije, y era cierto. Su muro de escudos había aguantado, y si no se hubieran retirado para rescatar los barcos, incluso nos habrían podido hacer retroceder hasta el mar. Yo no había estado muy bien. Hay días en que la espada y el escudo parecen torpes, y el enemigo más rápido, y aquél había sido uno de esos días. Me sentía enojado conmigo mismo.
—Estabas hablando con uno de ellos —me dijo Alfredo con tono acusador—. Te he visto. Hablabas con uno de los paganos.
—Le decía, señor —le conté—, que su madre era una puta, su padre un cagarro del infierno y sus hijos caca de comadreja.
Se estremeció. Alfredo no era ningún cobarde y conocía la ira de la batalla, pero jamás le gustaron los insultos de los hombres. Creo que le habría encantado que la guerra fuera decorosa. Miró hacia atrás del
Heahengel,
cuya estela teñía de rojo el sol poniente.
—El año que me prometiste está a punto de terminar —dijo.
—Cierto, señor.
—Rezo para que te quedes con nosotros.
—Cuando Guthrum llegue, señor —le contesté—, vendrá con una flota que oscurecerá el mar, y nuestra docena de barcos será aplastada. —Pensaba que de eso trataría la discusión con Leofric, de la futilidad de intentar controlar una invasión por mar con doce barcos con mal nombre—. Si me quedo —pregunté—. ¿De qué voy a servir si no nos atrevemos a sacar la flota?
—Lo que dices es cierto —comentó Alfredo, lo cual me indicó que su discusión con Leofric había sido sobre otra cuestión—, pero las tripulaciones también pueden luchar en tierra. Leofric me dice que eres el mejor guerrero que ha visto jamás.
—Eso es porque él no se ha visto, señor.
—Ven a verme cuando llegue la hora —dijo—, y encontraré un lugar para ti.
—Sí, señor —le dije, pero en un tono que sólo reconocía que entendía lo que quería, no que indicara que fuera a obedecerle.
—Pero debes saber una cosa, Uhtred —su voz era severa—, cualquier hombre que comande mis tropas tiene que saber leer y escribir.
Casi me parto de la risa.
—¿Para poder leer los Salmos, señor? —pregunté sarcástico.
—Para poder leer mis órdenes —repuso Alfredo con frialdad—, y enviarme noticias.
—Sí, señor —repetí.
Habían colocado balizas iluminadas en Hamtun para que pudiéramos encontrar el camino de vuelta, y el viento nocturno removía los reflejos líquidos de la luna y las estrellas a medida que nos deslizábamos hasta nuestro embarcadero. Se distinguían luces en la orilla, hogueras, cerveza, comida y risas, y lo mejor de todo: la promesa de ver a Ragnar al día siguiente.
* * *
Ragnar corrió un riesgo enorme, por supuesto, al regresar a Heilincigae, aunque puede que pensara, como de hecho sucedió, que nuestros barcos necesitarían como mínimo un día para recuperarse de la batalla. Había heridos que atender y armas que afilar, así que ninguno de nuestros barcos salió a la mar aquel día.
Brida y yo cabalgamos hasta Hamanfunta, población que vivía de las trampas para anguilas, la pesca y las salinas, y una astilla de plata sirvió para alojar nuestros caballos y para que un pescador nos llevara hasta Heilincigae, donde ya no vivía nadie porque los daneses los habían masacrado a todos. El pescador no estaba dispuesto a esperarnos, demasiado asustado por la cercana noche y los lamentos de los fantasmas de la isla, pero prometió volver a la mañana siguiente.