—Parece increíble que floten —dijo lanzando una patada contra unas planchas del casco mal calafateadas.
Aun así los anglos lo habían hecho bien, pensé. Habían cometido errores, pero consiguieron herir el orgullo de los daneses al quemar barcos dragón, y si el rey Edmundo hubiera atacado la muralla que protegía el campamento, habría convertido la escabechina en una masacre de daneses, pero el rey Edmundo no atacó. Lo que sí hizo, mientras sus hombres morían bajo la humareda, fue retirarse.
Pensó que se enfrentaba a los daneses por mar, hasta descubrir que el auténtico ataque venía por tierra. Enseguida supo que Ivar Saco de Huesos estaba invadiendo su territorio.
Y Ubba se mostró colérico e implacable. Los pocos prisioneros ingleses que se hicieron fueron sacrificados a Odín, y sus horribles gritos fueron una petición de ayuda al dios. Y a la mañana siguiente abandonamos las embarcaciones quemadas como esqueletos negros en la playa y condujimos la flota de dragones a golpe de remo hacia el oeste.
El rey Edmundo de Anglia Oriental es recordado ahora como un santo, como una de esas almas benditas que viven para siempre a la sombra de Dios. O eso me cuentan los curas. En el cielo, dicen, los santos ocupan un lugar privilegiado, habitan en la elevada plataforma del gran salón de Dios donde pasan el tiempo cantando alabanzas al Señor. Por siempre y para siempre. Sólo cantando. Beocca solía decir que sería una existencia extática, pero a mí me parece bastante aburrida. Los daneses están convencidos de que sus guerreros son transportados al Valhalla, el salón de los muertos de Odín, donde pasan los días luchando y las noches de fiesta, bailando como peonzas, y yo no me atreví a decirles a los curas que ésa me parecía mejor manera de transcurrir la vida después de la muerte que cantando al son de arpas doradas. Una vez le pregunté a un obispo si había mujeres en el cielo.
—Claro que las hay, mi señor —respondió, feliz de que mostrara algo de interés por la doctrina—, la mayoría de las santas más benditas son mujeres.
—Mujeres que nos podamos cepillar, obispo.
Dijo que rezaría por mí. A lo mejor lo hizo.
No sé si el rey Edmundo era un santo. Era un insensato, eso seguro. Les había proporcionado a los daneses refugio antes de que atacaran Eoferwic, y les había dado algo más que refugio. Les había pagado en moneda, les había proporcionado comida y abastecido de caballos su ejército, todo con dos condiciones, que se marcharan de Anglia Oriental en primavera y que no hicieran daño a ningún hombre de la Iglesia. Mantuvieron sus promesas, pero ahora, dos años después y mucho más fuertes, los daneses habían vuelto, y el rey Edmundo parecía decidido a enfrentarse a ellos. Pudo comprobar qué les había ocurrido a Mercia y Northumbria y debía de saber que su propio reino iba a sufrir el mismo destino, así que levó a su f
yrd,
rezó a su dios y marchó a la batalla. Primero se enfrentó a nosotros por mar, y después, al saber que Ivar merodeaba alrededor de los inmensos páramos acuáticos al oeste del Gewaesc, se dio la vuelta para enfrentarse a él. Ubba condujo entonces nuestra flota por el Gewaesc, donde tanto nos adentramos en uno de los ríos de cauce estrecho que los remos no cabían, momento en el cual los hombres remolcaron los barcos por aguas que cubrían por la cintura, hasta que no pudimos avanzar más, y allí dejamos los barcos vigilados. El resto seguimos senderos embarrados por un pantanal interminable hasta que al fin logramos alcanzar terreno elevado. Nadie sabía dónde estábamos, sólo que si seguíamos hacia el sur acabaríamos encontrando la carretera por la que Edmundo había marchado para enfrentarse a Ivar. Si cortábamos la carretera podríamos atraparlo entre nuestras fuerzas y las del ejército de Ivar.
Que es precisamente lo que sucedió. Ivar luchó contra él, muro de escudos contra muro de escudos, y nosotros no supimos nada de aquello, hasta que los primeros fugitivos anglos llegaron en manada en dirección este para toparse con otro muro de escudos en su retirada. Prefirieron desperdigarse antes que presentar batalla, nosotros avanzamos y por los pocos prisioneros que hicimos supimos que Ivar los había derrotado con facilidad. La confirmación llegó al día siguiente, cuando los primeros jinetes que mandó Ivar nos alcanzaron.
El rey Edmundo huyó al sur. Anglia Oriental era un país grande, así que halló cobijo sin problemas en una fortaleza; quizá pudo haberse marchado a Wessex, pero en lugar de eso decidió poner su fe en Dios refugiándose en un pequeño monasterio de Dic. El monasterio se encontraba perdido en medio de los marjales y tal vez creyera que jamás lo atraparían allí, o incluso, como me contaron, que uno de los monjes le hubiese prometido que Dios envolvería el monasterio en una niebla perpetua en la que los paganos se perderían, pero la niebla no llegó nunca y los daneses, en cambio, sí.
Ivar, Ubba y su hermano Halfdan cabalgaron hasta Dic, llevando consigo a la mitad de sus ejércitos mientras la otra mitad se dedicaba a pacificar Anglia Oriental, lo que no significaba otra cosa que violar, quemar y matar hasta que la gente se sometiera, cosa que la mayoría hacía con rapidez. Anglia Oriental, resumiendo, cayó con tanta facilidad como Mercia, y las únicas malas noticias para los daneses fueron que una oleada de descontento recorría Northumbria. Los rumores hablaban de revuelta; habían muerto daneses, e Ivar quería sofocar aquel levantamiento, pero no se atrevía a abandonar Anglia Oriental cuando hacía tan poco que había sido capturada, así que en Dic le propuso al rey Edmundo mantenerlo como rey para que siguiera gobernando del mismo modo que Burghred lo hacía en Mercia.
El encuentro tuvo lugar en la iglesia del monasterio, un edificio extraordinario de madera y paja, pero con grandes paneles de cuero colgados de las paredes. Los paneles estaban pintados con escenas abigarradas. Una de las imágenes representaba una multitud desnuda que bajaba a trompicones al infierno, donde una gigantesca serpiente afilaba sus colmillos para tragárselos.
—Comecadáveres —comentó Ragnar con un escalofrío.
—¿Comecadáveres?
—Una serpiente que espera en el Niflheim —me aclaró, y se tocó su amuleto martillo. Niflheim, eso lo sabía, era una especie de infierno nórdico, pero a diferencia del infierno cristiano, el Niflheim estaba helado—. Comecadáveres se alimenta de los muertos —prosiguió Ragnar—, pero también mordisquea el árbol de la vida. Quiere matar el mundo entero y que el tiempo acabe. —Volvió a tocarse el martillo.
Otro panel, detrás del altar, mostraba a Cristo en la cruz, y junto a él había un tercer panel pintado que fascinó a Ivar. Un hombre, desnudo salvo por un taparrabos de paño, estaba atado a una estaca y era utilizado como diana por unos arqueros. Al menos una veintena de flechas habían perforado su blanca piel, pero aún tenía fuerzas para componer una expresión beatífica y una sonrisa secreta como si, a pesar de la situación, estuviera disfrutando del tormento.
—¿Quién es ése? —quiso saber Ivar.
—El bendito san Sebastián. —El rey Edmundo estaba sentado enfrente del altar, y su intérprete proporcionó la respuesta. Ivar, con los ojos clavados en el cuadro, quiso saber toda la historia, y Edmundo le relató cómo el bendito san Sebastián, un soldado romano, se negó a renunciar a su fe, de modo que el emperador ordenó acribillarlo a flechas.
—¡Y aun así sobrevivió! —exclamó entusiasmado Edmundo—, vivió porque Dios lo protegió. Alabado sea Dios por aquella gracia.
—¿Sobrevivió? —preguntó Ivar con desconfianza.
—De tal manera que el emperador lo remató a mazazos —concluyó el intérprete la historia.
—Así que no sobrevivió.
—Fue al cielo —respondió el rey Edmundo—, así que sobrevivió.
Ubba intervino, dado que quería que se le explicase el concepto de cielo, y Edmundo entonces se las prometió muy felices, pero Ubba escupió con desprecio cuando reparó en que el cielo cristiano era el Valhalla, pero sin la diversión del mismo.
—¿Y los cristianos quieren ir al cielo? —preguntó incrédulo.
—Por supuesto —respondió el intérprete.
Ubba mostró su desdén. Él y sus dos hermanos eran asistidos por tantos guerreros daneses como cupieron en la iglesia, mientras el rey Edmundo contaba con un séquito de dos curas y seis monjes que escuchaban todos mientras Ivar proponía su asentamiento. El rey Edmundo podía seguir viviendo, podía gobernar Anglia Oriental, pero las principales fortalezas quedarían guardadas por daneses, y a los daneses se les debían conceder todas las tierras que quisieran, excepto las reales. Se esperaba de Edmundo que proveyera de caballos al ejército danés, así como de salarios y comida a sus guerreros, y su
fyrd,
o lo que quedaba de él, marcharía a las órdenes de los invasores. Edmundo no tenía hijos, pero sus hombres más importantes, los que habían sobrevivido, tenían hijos que se convertirían en rehenes para asegurarse de que los anglos mantuvieran las condiciones que Ivar proponía.
—¿Y si no acepto? —preguntó Edmundo.
A Ivar le divirtió aquello.
—Invadiremos el país igualmente.
El rey lo consultó con sus curas y monjes. Edmundo era un hombre alto, enjuto, y calvo como un huevo aunque sólo tuviera treinta años. De ojos saltones, morro arrugado y ceño perpetuo. Vestía una túnica blanca que también lo hacía parecer un cura.
—¿Y qué pasa con la iglesia de Dios? —se decidió, por fin, a preguntarle a Ivar.
—¿Qué pasa con ella?
—¡Vuestros hombres han profanado los altares de Dios, masacrado a sus servidores, deshonrado su imagen y robado su tributo! —El rey se mostraba furioso. Apretaba una de las manos contra el brazo de su silla, colocada delante del altar, y la otra era un puño que marcaba el ritmo de sus acusaciones.
—¿Vuestro dios no puede cuidarse él solo? —preguntó Ubba.
—Nuestro Dios es un Dios poderoso —declaró Edmundo—, el creador del mundo, y que no obstante permite que el mal exista para ponernos a prueba.
—Amén —murmuró uno de los curas cuando el intérprete de Ivar nos tradujo las palabras.
—¡Os ha traído a vosotros! —escupió el rey—, ¡paganos del norte! ¡Jeremías lo predijo!
—¿Jeremías? —preguntó Ivar, que ya estaba bastante perdido.
Uno de los monjes tenía un libro, el primero que yo veía en muchos años, y desenvolvió sus tapas de cuero, hojeó las tiesas páginas y se lo entregó al rey, quien usó un pequeño puntero de marfil para indicar las palabras que le interesaban.
—
Quia malum ego
—tronó, y el claro puntero de marfil se desplazó por las líneas—
adduco ab aquilone et contritionem magnam!
Aquí se detuvo, observó con inmensa furia a Ivar, y algunos de los daneses, impresionados por la fuerza de las palabras del rey —aunque ninguno entendió una sola— se tocaron los amuletos martillo. Los curas que rodeaban a Edmundo nos miraban con ojos reprobadores. Un gorrión pasó volando por una elevada ventana y se posó un instante en uno de los brazos de la enorme cruz de madera que se erguía en el altar.
El rostro terrorífico de Ivar no mostró reacción alguna ante las palabras de Jeremías, y al final el intérprete anglo, que era uno de los curas, cayó en la cuenta de que la apasionada lectura del rey no había significado nada para ninguno de nosotros.
—Porque yo traigo una calamidad del norte —tradujo—, y un quebranto grande.
—¡Está en el libro! —exclamó Edmundo airado, y le devolvió el volumen al monje.
—Puedes quedarte tu iglesia —contestó Ivar sin más.
—No es suficiente —repuso Edmundo. Se puso en pie para dar más fuerza a sus siguientes palabras—. Gobernaré aquí —prosiguió—, y soportaré vuestra presencia si es necesario, y os proporcionaré caballos, comida, dinero y rehenes, pero sólo si vosotros, y todos vuestros hombres, os sometéis a Dios. ¡Tenéis que bautizaros!
Una palabra que el intérprete danés no conocía, y tampoco el del rey, así que al final Ubba me miró en busca de ayuda.
—Tenéis que poneros al lado de un barril de agua —le conté recordando cómo me había bautizado Beocca tras la muerte de mi hermano—, y ellos os tirarán agua encima.
—¿Quieren lavarme? —preguntó Ubba estupefacto.
Me encogí de hombros.
—Eso es lo que hacen, señor.
—¡Os convertiréis al cristianismo! —proclamó Edmundo, después me lanzó una mirada de profunda irritación—. Podemos bautizarlos en el río, chico. Los barriles no hacen falta.
—Quieren lavaros en el río —les aclaré yo a Ivar y a Ubba, y los daneses estallaron en carcajadas.
Ivar pensó sobre ello. Meterse en un río durante un rato no parecía tan malo, especialmente si significaba que podía volver corriendo a aplastar cualquier insurrección que estallara en Northumbria.
—¿Puedo seguir adorando a Odín después de lavarme? —preguntó.
—¡Por supuesto que no! —exclamó enfurecido Edmundo—. ¡Sólo hay un Dios!
—Hay muchos dioses —replicó Ivar—. ¡Muchos! ¡Eso lo sabe todo el mundo!
—Sólo hay un Dios, y debes obedecerle.
—Pero si vamos ganando —le explicó Ivar con paciencia, casi como si estuviera hablando con un niño—, lo que significa que nuestros dioses le están pegando una paliza al tuyo.
El rey se estremeció ante aquella espantosa herejía.
—Vuestros dioses son dioses falsos —dijo—, son cagarros del demonio, son bichos malvados que traerán la oscuridad al mundo, mientras que nuestro Dios es grande, es poderoso, es magnífico.
—Enséñamelo —dijo Ivar.
Esa palabra produjo un gran silencio. El rey, sus sacerdotes y monjes se quedaron todos mirando a Ivar con perplejidad notoria.
—Demuéstramelo —repitió Ivar, y sus daneses emitieron murmullos de aprobación ante la idea.
El rey Edmundo parpadeó, buscando claramente inspiración, y después tuvo una idea repentina y señaló el panel de piel en el que estaba representada la experiencia de san Sebastián como diana de los arqueros.
—¡Nuestro Dios salvó a san Sebastián de morir asaeteado por las flechas! —dijo Edmundo—. Es prueba más que suficiente.
—Pero si murió igualmente —señaló Ivar.
—Sólo porque fue la voluntad de Dios. —Ivar meditó sobre ello.
—¿Y os protegerá vuestro dios de mis flechas? —preguntó.
—Si ésa es su voluntad, lo hará.
—Pues vamos a intentarlo —propuso Ivar—. Os vamos a disparar unas cuantas flechas, y si sobrevivís, nosotros nos bañamos.
Edmundo se quedó mirando al danés, preguntándose si hablaba en serio, después se puso nervioso cuando reparó en que Ivar no estaba de broma. El rey abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir, y la volvió a cerrar; después uno de sus tonsurados monjes le murmuró algo y quizá trató de convencerlo de que Dios estaba sugiriendo su martirio para extender su Iglesia, y que ocurriría un milagro, y los daneses se convertirían y todos nos haríamos amigos y acabaríamos cantando juntos en la misma plataforma celeste. El rey no parecía muy convencido ante aquel argumento, si eso era lo que el monje proponía, pero los daneses tenían ganas de probar el milagro, y ya no estaba en manos de Edmundo aceptar o rechazar el desafío.