—Mocoso cabrón —me gruñó, y los hombres que tenía delante se agacharon hacia los lados cuando avanzó hacia mí, con la cota de malla empapada en sangre, parte de su escudo roto, el casco abollado y el filo de su hacha rojo.
—Ayer —dije—, vi caer un cuervo.
—Cabrón mentiroso —dijo y el hacha llegó haciendo medio molinete, la paré con el escudo y fue como si cargara un toro.
Liberó el arma mediante una sacudida y arrancó un enorme pedazo de madera que dejó pasar la luz del día.
—Un cuervo —proseguí—, cayó del cielo claro.
—Eres un hijo de puta —dijo acompañando otra vez al hacha, y de nuevo se llevó el golpe el escudo y yo me tambaleé hacia atrás, la abertura del escudo cada vez más grande.
—Gritó tu nombre al caer.
—Escoria inglesa —aulló, y atacó una tercera vez, pero esta vez yo di un paso atrás y saqué
Hálito-de-serpiente
a toda velocidad, en un intento por cortarle la mano del hacha, pero era rápido, rápido como una víbora y la retiró justo a tiempo.
—Ravn me dijo que te mataría —insistí—. Lo predijo. En un sueño, junto al pozo de Odín, entre la sangre vio caer el estandarte del cuervo.
—¡Mentiroso! —gritó y me atacó, intentando derribarme con el peso y la fuerza bruta, y yo lo esperé, tachones contra tachones, y lo contuve, ataqué con
Hálito-de-serpiente,
pero el golpe rebotó en su casco y salté hacia atrás un instante antes de que el hacha pasara por donde habían estado mis piernas, me abalancé, le clavé la punta de
Hálito-de-serpiente
limpiamente en el pecho, pero el golpe no tenía fuerza y su cota de malla contuvo el lance y lo detuvo. Él tiró un hendiente con el hacha, con la intención de destriparme de ingle a pecho, pero los pedazos de mi escudo detuvieron el golpe, y ambos retrocedimos un paso.
—Tres hermanos, y sólo tú quedas vivo. Dales mis recuerdos a Ivar y a Halfdan. Diles que Uhtred Ragnarson te ha enviado con ellos.
—Hijo de puta —dijo, y dio un paso adelante, haciendo un increíble molinete con el que pretendía destrozarme el pecho, pero la calma de la batalla se había apoderado de mí, el miedo me había abandonado, y sentía la alegría, así que embestí con el escudo de lado para detener el golpe del hacha, sentí la pesada hoja destrozar lo que quedaba de la madera, solté el brazal de modo que los pedazos de metal y madera se quedaron colgando de su arma, y entonces ataqué. Una, dos veces, ambos mandobles con toda la fuerza que me habían dado los remos del
Heahengel,
y
Hálito-de-serpiente
lo hizo retroceder, rompió su escudo, y Ubba levantó el hacha, con el escudo aún entorpeciéndola, y entonces resbaló. Había pisado las tripas de un cadáver, el pie izquierdo resbaló y, mientras perdía el equilibrio yo ataqué y le perforé la malla por encima del hueco del codo, y el brazo del hacha se desplomó, le había arrebatado toda la fuerza.
Hálito-de-serpiente
regresó como un rayo para rajarle la boca, yo estaba gritando, él tenía la barba ensangrentada y entonces supo que moriría, que vería a sus hermanos en el salón de los muertos. Pero no desistió. Vio la muerte llegar y luchó contra ella intentando volverme a sacudir con su escudo, pero yo era demasiado rápido, estaba demasiado exultante, y el siguiente embate fue contra el cuello, y él se tambaleó, la sangre derramándose por su hombro, metiéndose más aún entre las juntas de su malla, y me miraba mientras trataba de mantenerse erguido.
—Esperadme en el Valhalla, señor —dije.
Cayó de rodillas mirándome aún. Intentaba hablar, pero no pudo decir nada y le di el golpe de gracia.
—¡Rematadlos! —gritó el
ealdorman
Odda, y los hombres que habían estado observando el duelo gritaron por el triunfo y se apresuraron contra el enemigo, que era presa del pánico. Los daneses intentaban llegar a sus barcos, algunos arrojaban armas y los más listos se tumbaban en el suelo, fingiéndose muertos. Hombres con hoces acabaron con hombres con espadas. Las mujeres de la cima de Cynuit estaban ahora en el campamento danés, matando y saqueando.
Me arrodillé junto a Ubba y le cerré la muñeca derecha de los nervios rotos alrededor de la empuñadura de su hacha de guerra.
—Id al Valhalla, señor —dije. Aún no estaba muerto, pero sí moribundo, pues mi último tajo le había abierto el cuello.
Entonces se estremeció, emitió un graznido y yo mantuve la mano cogida al hacha mientras moría.
Escaparon una docena de barcos más, todos recargados de daneses, pero el resto de la flota de Ubba era nuestra, y aunque un puñado de enemigos corrieron hacia los bosques adonde fueron perseguidos, el resto de daneses acabaron muertos o hechos prisioneros, y el estandarte del cuervo cayó en manos de Odda. Aquel día la victoria fue nuestra, y Willibald, con la punta de su lanza ensangrentada, bailaba de alegría.
Obtuvimos caballos, oro, plata, prisioneros, mujeres, barcos, armas y malla. Y yo había luchado en un muro de escudos.
El
ealdorman
Odda fue herido, le lanzaron un hacha a la cabeza que le perforó el escudo y se le clavó en el cráneo. Estaba vivo, pero tenía los ojos en blanco, la piel pálida, le costaba respirar y perdía sangre por la cabeza. Los curas rezaron junto a él en una de las casas del pueblo, y allí lo vi yo, pero él no me veía a mí, no podía ni hablar, puede que ni oír. Aun así aparté a dos curas, me arrodillé junto a su lecho y le di las gracias por aceptar el ataque a los daneses. Su hijo, incólume, con la armadura al parecer sin un rasguño, me observó desde la oscuridad de la esquina más alejada de la estancia.
Me erguí. Me dolía la espalda y tenía los brazos entumecidos.
—Me voy a Cridianton —le dije al joven Odda.
Se encogió de hombros como si no le importara lo que pensaba hacer. Agaché la cabeza para pasar por la pequeña puerta, donde me esperaba Leofric.
—No vayas a Cridianton —me dijo.
—Mi mujer está allí —respondí—, y mi hijo.
—Alfredo está en Exanceaster —dijo.
—¿Y?
—Que el hombre que lleve la noticia de esta batalla a Exanceaster se llevará la gloria —dijo.
—Pues ve tú —repuse.
Los prisioneros daneses querían enterrar a Ubba, pero Odda el Joven ordenó que despedazaran el cuerpo y entregaran los pedazos a los animales y los pájaros. Aún no lo habían hecho, aunque la gran hacha de batalla que le puse a Ubba en la mano había desaparecido, y me supo mal, pues la quería, pero también quería que trataran a Ubba con respeto, así que permití que los prisioneros le cavaran una tumba. Odda el Joven no se enfrentó a mí, dejó que los daneses enterraran a su jefe y apilaran sobre él un montículo, para enviar así a Ubba con sus hermanos al salón de los muertos.
Y cuando terminamos, cabalgué hacia el sur con una veintena de mis hombres, todos montados sobre caballos daneses.
Iba a ver a mi familia.
* * *
Estos días, tanto tiempo después de la batalla de Cynuit, cuento entre mis sirvientes con un arpista. Es un viejo galés, ciego pero muy capaz, y a menudo canta historias de sus ancestros. Le gusta cantar sobre Arturo y Ginebra, de cómo Arturo masacró a los ingleses, aunque se cuida de que no oiga esas canciones. En cambio, me alaba a mí y a mis batallas con una adulación escandalosa cantando las palabras de mis poetas, las cuales me describen como Uhtred Poderosa Espada, o Uhtred el Repartidor de Muerte, o Uhtred el Caritativo. A veces observo al ciego sonreírse mientras sus manos pinzan las cuerdas, y siento más simpatía por su escepticismo que por los poetas, que son todos ellos un puñado de serviles plañideras.
Pero en el año 877 no pagaba poetas ni arpista. Era un joven que había salido aturdido y maravillado del muro de escudos, que apestaba a sangre camino del sur y aun así, por algún motivo, mientras recorría las colinas y bosques de Defnascir, pensé en un arpa.
Todos los señores tienen un arpa en su casa. De niño, antes de irme con Ragnar, a veces me sentaba junto al arpa en el salón de Bebbanburg y me intrigaba el sonido de las cuerdas. Si estirabas una cuerda, las otras se estremecían y despedían una pequeña música.
—¿Qué, perdiendo el tiempo, chico? —me rugía mi padre cuando me veía agachado junto al arpa, y supongo que lo estaba perdiendo, pero aquella primavera de 877 recordé el arpa de mi infancia y el temblor de las cuerdas al tocar sólo una de ellas. No era música, por supuesto, sólo ruido, y escasamente audible, pero tras la batalla en el valle del Pedredan, me pareció que mi vida estaba hecha de cuerdas, y que si tocaba una, todas las demás, aunque separadas, sonaban. Pensé en Ragnar el Joven y me pregunté si estaría vivo, y si el asesino de su padre, Kjartan, seguiría vivo, en cómo moriría si lo hacía, y al pensar en Ragnar, recordé a Brida, y a su recuerdo se sobrepuso una imagen de Mildrith, que me trajo a la mente a Alfredo y su amarga esposa Ælswith, y todas aquellas personas distintas formaban parte de mi vida, cuerdas que sonaban en el armazón de Uhtred, y aunque separadas, las unas influían en las otras, pero juntas creaban la música de mi vida.
Estupideces, me dije. La vida no es más que la vida. Vivimos, morimos, vamos al salón de los muertos. No hay música, sólo azar. El destino es implacable.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó Leofric. Cabalgábamos por un valle estampado de rosa por las flores.
—Pensaba que ibas a ir a Exanceaster —le dije.
—Sí, pero primero iré a Cridianton, y después te llevaré a Exanceaster. ¿Qué estás pensando? Pareces tan amargado como un cura.
—Estoy pensando en un arpa.
—¡Un arpa! —Se rió—. Tienes la cabeza llena de pájaros.
—Si rozas un arpa —dije—, sólo hace ruido, pero si la tocas suena música.
—¡Cristo bendito! —me miró con preocupación—. Eres peor que Alfredo. Piensas demasiado.
Tenía razón. Alfredo estaba obsesionado con el orden, obsesionado con la tarea de organizar el caos de la vida en algo que pudiera controlarse. Lo haría valiéndose de la Iglesia y de la ley, que son prácticamente lo mismo, pero yo quería ver la pauta en los hilos de la vida. Al final encontré una, y no tenía nada que ver con Dios, sino con la gente. Con la gente a la que amamos. Mi arpista hace bien en sonreír cuando canta que soy Uhtred el Generoso, o Uhtred el Vengador, o Uhtred el Hacedor de viudas, pues es viejo y sabe lo que yo sé, que en realidad soy Uhtred el Solitario. Todos estamos solos y todos buscamos una mano que apretar en la oscuridad. No es el arpa, sino la mano que la toca.
—Te va a dar dolor de cabeza de tanto pensar —me dijo Leofric.
—
Earsling
—contesté yo.
Mildrith estaba bien. Se hallaba a salvo. No la habían violado. Lloró al verme, y yo la rodeé con los brazos y me maravillé de quererla tanto. Entonces me dijo que me había creído muerto y que había rezado a Dios para que me salvara, y me llevó hacia la habitación en la que nuestro hijo estaba en pañales y vi por primera vez a Uhtred, hijo de Uhtred, y recé porque un día se convirtiera en el legítimo y único propietario de las tierras cuidadosamente señaladas con piedras, zanjas, robles y fresnos, marismas y mar. Sigo siendo el señor de esas tierras que fueron adquiridas con la sangre de mi familia, y recuperaré esas tierras del hombre que me las robó, y se las entregaré a mis hijos. Pues soy Uhtred, el
jarl
Uhtred, Uhtred de Bebbanburg, y el destino lo es todo.
Alfredo, como es sabido, es el único monarca en la historia inglesa al que se le ha concedido el honor de ser llamado «el Grande» y esta novela, junto con las que seguirán, intentará mostrar por qué se ganó ese título. No quiero anticipar esas otras novelas pero, a grandes rasgos, Alfredo fue responsable de salvar Wessex y, a la larga, a la sociedad inglesa de los asaltos daneses, y su hijo Eduardo, su hija, Etelfleda, y su nieto Etelstano terminaron lo que él empezó a crear, que fue, por vez primera, una entidad política a la que llamaron Englaland. Tengo la intención de implicar a Uhtred en la serie completa.
Pero la historia comienza con Alfredo, que era, de hecho, un hombre muy piadoso y con frecuencia enfermo. Una teoría reciente sugiere que padecía la enfermedad de Crohn, que causa agudos dolores abdominales y hemorroides crónicas, detalles que podemos extraer de un libro escrito por alguien que lo conocía muy bien, el obispo Asser, que entró en la vida de Alfredo después de los acontecimientos descritos en esta novela. En la actualidad existe un debate sobre si el obispo Asser escribió en realidad esa vida, o fue falsificada cien años después de la muerte de Alfredo, y yo no me considero en absoluto capaz de emitir un juicio sobre las posiciones de los académicos enfrentados, pero aunque sea una falsificación parece contener un punto de verdad, y sugiere que quienquiera que lo escribiese, sabía mucho de Alfredo. El autor, sin duda alguna, quería presentara Alfredo bajo una luz radiante como guerrero, erudito y cristiano, pero no se calla los pecados de juventud de su héroe. Alfredo, nos cuenta, «era incapaz de abstenerse del deseo carnal» hasta que Dios, generosamente, lo puso lo bastante enfermo como para resistirse a la tentación. Es discutible que Alfredo tuviera un hijo ilegítimo, Osferth, pero parece probable.
El mayor desafío al que se enfrentó Alfredo fue la invasión de Inglaterra por los daneses. Algunos lectores puede que se sientan decepcionados porque dichos daneses sean llamados hombres del norte o paganos en la novela, pero rara vez son descritos como vikingos. En esto sigo a los primeros escritores ingleses que sufrieron los embates de los daneses, y que rara vez usaban la palabra vikingo la cual, en cualquier caso, describe más una actividad que un pueblo o una tribu. Salir como vikingos significaba salir a asaltar, y los daneses que lucharon contra Inglaterra en el siglo IX, aunque sin duda asaltaban, eran ante todo invasores y colonos. Han sido objeto de una imaginería extravagante, atribuyéndoles el casco con cuernos, el berseker, así como la horrorosa ejecución llamada el águila extendida, en la que se abrían las costillas de la víctima para exponer sus pulmones y corazón. Eso parece haber sido una invención tardía, así como la existencia del berseker, el guerrero desnudo que atacaba en un frenesí enloquecido. Sin duda, había guerreros sedientos de sangre, pero no hay pruebas de que nudistas chiflados aparecieran con regularidad en el campo de batalla. Lo mismo acontece con el casco de cuernos, del que no hay ni una sola prueba en la actualidad. Los guerreros vikingos eran demasiado sensatos para colocarse un par de protuberancias en los cascos tan idealmente situadas para que el enemigo arranque la protección. Es una lástima abandonar los ¡cónicos cascos con cuernos, pero por desgracia, no existieron.