Northumbria, el último reino (26 page)

Read Northumbria, el último reino Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
7.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mejor tenerlos acorralados en una fortaleza que paseándose por ahí —comentó con alegría.

—Mejor aún —intervino Ravn secamente—, no dividir el ejército.

—No son más que sajones del oeste —desestimó Ragnar la sugerencia.

Caía la tarde, y como estábamos en invierno, el día era corto y no quedaba mucho tiempo, aunque Ragnar pensaba que había luz de sobra para rematar a las tropas de Etelredo. Los hombres se tentaron los amuletos, besaron las empuñaduras de sus espadas, levantaron los escudos, marchamos por la parte de debajo de la colina, abandonamos los campos de hierba calcáreos y nos adentramos en el valle del río. Una vez allí, medio ocultos por los árboles sin hojas, veíamos de vez en cuando a los hombres de Halfdan avanzar por las colinas; yo divisé dónde les esperaban las tropas sajonas, cuya posición sugería que el plan de Guthrum funcionaba perfectamente, por lo que podríamos rodear sin problemas el flanco norte del enemigo.

—Lo que haremos entonces —dijo Ragnar—, es subir por su retaguardia, y los muy cabrones quedarán atrapados. ¡Los mataremos a todos!

—Uno de ellos ha de vivir —indicó Ravn.

—¿Uno? ¿Por qué?

—Para contar la historia, por supuesto. Busca al poeta. Será hermoso y distinguido. Búscalo y déjalo vivo.

Ragnar estalló en carcajadas. Debíamos de ser, me parece a mí, unos ochocientos, algo menos que el contingente que se había quedado con Halfdan, y el ejército enemigo era probablemente algo mayor que las dos fuerzas combinadas, pero todos nosotros éramos guerreros, y la mayoría de los sajones que componían el
fyrd
de Wessex eran granjeros obligados a pelear, así que no veíamos más salida que la victoria.

Entonces, mientras el grueso de nuestras tropas se internaba en un robledal, vimos que el enemigo había seguido nuestro ejemplo y dividido su propio ejército en dos. Una parte esperaba a Halfdan en la colina y la otra había venido en nuestra busca.

Alfredo comandaba nuestros oponentes. Lo sabía porque vi el pelo rojo de Beocca, y más tarde pude apreciar por un instante el rostro enjuto y nervioso de Alfredo durante la batalla. Su hermano, el rey Etelredo, se había quedado en el terreno elevado donde, en lugar de esperar que Halfdan los asaltara, avanzaba para efectuar su propio ataque. Los sajones, al parecer, se mostraban ávidos de batalla.

Así que se la dimos.

Nuestras fuerzas formaron en cuñas protegidas para atacar su muro de escudos. Invocamos a Odín, aullamos nuestros gritos de guerra, cargamos, y la fila sajona no se rompió, ni se torció, sino que se mantuvo firme, y entonces empezó la escabechina.

Ravn me repetía una y otra vez que el destino lo era todo. El sino manda. Las tres hilanderas se sientan al pie del árbol de la vida y fabrican el hilo de nuestra existencia y somos sus juguetes, y aunque creamos que tomamos nuestras propias decisiones, todos nuestros destinos están en las hebras de las hilanderas. El destino lo es todo, y aquel día, sin yo saberlo, se tejió el mío.
Wyrd bid ful aroed,
no se puede detener el destino.

¿Qué queda por decir sobre la batalla que los sajones del oeste afirman haber librado en un sitio llamado la colina de Æsc? Supongo que Æsc sería el
thegn
o señor feudal de aquellas tierras, cuyos campos recibieron aquel día un magnífico abono de sangre y huesos. Los poetas podrían componer mil versos sobre lo acontecido, pero la batalla es la batalla. Los hombres mueren. En el muro de escudos sólo hay sudor, terror, calambres, estocadas a medias, estocadas completas, gritos espantosos y muerte despiadada.

En la colina de Æsc hubo en realidad dos batallas, una arriba y otra abajo, y las muertes se sucedieron con rapidez. Harald y Bagseg murieron, Sidroc el Viejo vio morir a su hijo y después también cayó, y con él murieron el
jarl
Osbern y el
jarl
Fraena, y muchos otros buenos guerreros. Los curas cristianos pedían a gritos a su dios que diera empuje y fortaleza a las espadas sajonas, y aquel día Odín estaba dormido y el dios cristiano despierto.

Fuimos rechazados. Tanto arriba en la colina como abajo en el valle, y sólo el cansancio enemigo evitó una matanza total permitiendo que nuestros supervivientes se retiraran de la pelea, dejando atrás a sus compañeros bañados en sangre. Toki fue uno de ellos. El capitán de barco, que tanta habilidad exhibía con la espada, murió en la zanja tras la que nos había esperado el muro de escudos de Alfredo. Ragnar, con la cara manchada de sangre y el pelo suelto empapado del púrpura enemigo, no podía creerlo. Los sajones del oeste se mofaban.

Aquellos guerreros habían luchado como demonios, como hombres inspirados, como hombres que sabían que todo su futuro dependía de la destreza y arrojo de una tarde de invierno, y lograron derrotarnos.

El destino lo es todo. Fuimos vencidos y regresamos a Readingum.

C
APÍTULO
VI

Ahora, cada vez que los ingleses hablan de la batalla de la colina de Æsc, dicen que Dios concedió la victoria a los sajones del oeste porque los reyes Etelredo y su hermano Alfredo estaban rezando cuando aparecieron los daneses.

Puede que tengan razón. Desde luego yo sí creo que Alfredo estuviera rezando, pero ayudó mucho el que eligieran bien su posición. Su muro de escudos estaba justo detrás de una zanja profunda, inundada en invierno, y los daneses tuvieron que salir de aquel hoyo embarrado y fueron muriendo a medida que lo conseguían, y hombres que eran más granjeros que guerreros repelieron el asalto de daneses veteranos en la batalla, y Alfredo comandó a los granjeros, los animó, les dijo que ganarían, y puso su fe en Dios. Creo que la victoria se debió a la zanja, pero sin duda él habría dicho que Dios excavó el foso precisamente allí.

Halfdan también perdió. Atacaba colina arriba, la pendiente no era demasiada, pero se acercaba el final del día y el sol deslumbraba a sus hombres, o eso dijeron después, y el rey Etelredo, como Arturo, infundió tanto valor en sus hombres, que se lanzaron en un ataque colina abajo entre aullidos de guerra y descoyuntaron las filas de Halfdan, quien se desanimó cuando vio al ejército de abajo alejarse de la obstinada defensa de Alfredo. No acudieron ángeles con espadas en llamas, aunque los curas así lo aseguren una y mil veces. Por lo menos yo no vi ninguno. Había una zanja llena de agua, tuvo lugar una batalla, los daneses perdieron y el destino cambió.

No sabía que los daneses podían perder, pero aprendí la lección a los catorce años y, por vez primera, oí gritos de júbilo sajones y burlas, y algo en el interior de mi alma se removió.

Y regresamos a Readingum.

* * *

Se produjeron muchas más batallas mientras el invierno se convertía en primavera y la primavera en verano. Llegaron más daneses con el año nuevo, y nuestras filas se recuperaron, y ganamos todos los demás enfrentamientos con los sajones del oeste, peleamos dos veces en Basengas, en el Hamptonscir, después en Mereton, que se encontraba en el Wiltunscir y por lo tanto en medio de su territorio, y de nuevo en el Wiltunscir, esta vez en la ciudad de Wiltun, y todas las veces ganamos, lo cual significaba que al final del día el campo de batalla era nuestro, pero en ninguno de aquellos enfrentamientos conseguimos destruir al enemigo. Lo que hacíamos era agotarnos, luchábamos los unos contra los otros hasta un punto muerto sangriento, y cuando el verano empezó a acariciar la tierra llevábamos tanto Wessex conquistado como en Yule.

Pero conseguimos cargarnos al rey Etelredo. Eso tuvo lugar en Wiltun, donde el rey recibió una profunda herida de hacha en el hombro izquierdo y, aunque lo sacaron rápidamente del campo de batalla, y curas y monjes rezaron junto a su lecho de muerte, y hombres de ingenio lo trataron con hierbas y sanguijuelas, murió a los pocos días.

Y dejó un heredero, un
oelheling:
Etelwoldo. Éste, hijo mayor de Etelredo, no era lo bastante mayor para ser su propio señor, pues, al igual que yo, sólo tenía quince años; aun así algunos hombres defendían su derecho a recibir el cetro de rey de Wessex, pero Alfredo tenía amigos mucho más poderosos y extendió la leyenda de que el Papa lo había coronado como futuro rey. Puede que el
witan,
el consejo real de los monarcas sajones, no tuviera otra elección. Wessex necesitaba un líder y el
witan
eligió a Alfredo, de modo que Etelwoldo y su hermano pequeño fueron recluidos en una abadía donde les indicaron que prosiguieran con sus lecciones.

—Alfredo tendría que haberse cargado a esos cabroncetes —comentó Ragnar con alegría, y probablemente tenía razón.

Así que Alfredo, el pequeño de seis hermanos, era ahora el rey de Wessex. Corría el año 871. Entonces no lo sabía, pero la esposa de Alfredo acababa de dar a luz a una hija a la que él llamó Etelfleda. Etelfleda contaba quince años menos que yo, y aunque hubiera sabido de su nacimiento, no lo habría considerado de ninguna importancia. Pero el destino lo es todo. Las hilanderas trabajan y nosotros obramos su voluntad, queramos o no.

Lo primero que hizo Alfredo como rey, aparte de enterrar a su hermano, recluir a sus sobrinos en un monasterio, hacerse coronar, ir a la iglesia cien veces y calentarle las orejas a Dios con tanta plegaria, fue enviar mensajeros a Halfdan para proponerle una reunión. Al parecer quería la paz, y como estábamos a mediados de verano y no nos encontrábamos más cerca de la victoria que a mediados de invierno, Halfdan aceptó el encuentro; de ese modo, con los cabecillas de su ejército y una guardia personal de hombres escogidos, se dirigió a Badum.

Yo también fui, con Ragnar, Ravn y Brida. Rorik, aún enfermo, se quedó en Readingum, y a mí me supo mal que no viera Badum, pues aun tratándose de una ciudad pequeña era casi tan maravillosa como Lundene. Poseía baños en el centro de la ciudad, y no era una casa modesta, sino un enorme edificio con pilares y un techo que caía encima de una inmensa cavidad en la roca llena de agua caliente. El agua procedía del submundo y Ragnar se mostraba convencido de que salía caliente debido a las forjas de los enanos. Los baños, por supuesto, fueron construidos por los romanos, y también los demás edificios extraordinarios del valle de Badum. Pocos hombres querían meterse en el baño, porque a pesar de adorar el mar y sus barcos temían el agua termal, pero Brida y yo entramos, y allí descubrí que la muchacha nadaba como un pez. Me asía del borde y quedé maravillado por la extraña y grata experiencia de tener la piel desnuda bajo el agua caliente.

Beocca nos encontró allí. El centro de Badum estaba protegido por una tregua, lo cual significaba que nadie podía llevar armas, de ese modo los sajones del oeste y los daneses se mezclaban pacíficamente. Aprovechándose de ese clima de relativa concordia, Beocca salió a buscarme. Llegó a los baños acompañado de otros dos sacerdotes, ambos sombríos y a los que les moqueaba la nariz. Observaban atentamente cuando Beocca se inclinó sobre mí.

—Te he visto entrar aquí —dijo, después reparó en Brida, que estaba buceando con la larga melena suelta, emergiendo después a la superficie; él no pudo evitar fijarse en sus pequeños pechos y retrocedió como si se tratara de la sierva del diablo—. ¡Es una chica, Uhtred!

—Ya lo sé —respondí.

—¡Desnuda!

—Dios es bondadoso —repliqué.

Se adelantó un paso para abofetearme, pero yo me aparté del borde del baño y casi se cae dentro. Los otros dos curas miraban a Brida. Dios sabrá porqué. Probablemente tenían compañeros para sus juegos, pero los curas, me he fijado, se excitan muchísimo con las mujeres. También los guerreros, pero nosotros no nos sacudimos como sauces llorones cada vez que una muchacha nos enseña sus pechos. Beocca intentó ignorarla, pero eso resultaba difícil porque Brida había nadado hasta donde yo estaba hasta rodearme la cintura con los brazos.

—Tienes que escabullirte —me susurró Beocca.

—¿Escabullirme?

—¡De los paganos! Ven a nuestro cuartel, te esconderemos.

—¿Quién es? —me preguntó Brida. Hablaba en danés.

—Es un cura afecto a mi casa —respondí.

—Qué feo, ¿no?

—Has de venir —bisbiseaba Beocca—. ¡Te necesitamos!

—¿Me necesitáis?

Se agachó aún más.

—Hay agitación en Northumbria, Uhtred. Tienes que haber oído algo de lo que está sucediendo. —Se detuvo un instante para persignarse—. ¡Todos esos monjes y monjas masacrados! ¡Los han asesinado! Un hecho terrible, Uhtred, pero nadie se burla de Dios. Habrá un levantamiento en Northumbria y Alfredo está decidido a apoyarlo. ¡Si decimos que Uhtred de Bebbanburg está de nuestro lado… eso ayudará!

Dudaba mucho de que pudiera servirles de alguna ayuda. Tenía quince años y no contaba con edad suficiente para inspirar a los hombres a batirse en ataques suicidas contra las fortalezas danesas.

—No es danesa —le dije a Beocca, que de haber sabido que Brida las entendía no hubiese dicho aquellas cosas—, es de Anglia Oriental.

Él se la quedó mirando.

—¿Anglia Oriental?

Asentí, y entonces me pudo otra vez la travesura.

—Es la sobrina del rey Edmundo —mentí, y Brida soltó una risita divertida y me pasó una mano por el cuerpo para intentar hacerme reír.

Beocca volvió a persignarse.

—¡Pobre hombre! ¡Un mártir! ¡Pobre niña! —Después frunció el ceño—. Pero… —empezó a decir, se detuvo, incapaz de entender por qué los temidos daneses permitían a dos de sus prisioneros retozar desnudos en un baño de agua caliente, y luego cerró los ojos bizcos porque vio dónde había acabado descansando la mano de Brida—. Tenemos que sacaros a los dos de aquí —dijo con premura—, llevaros a un lugar donde aprendáis el recto camino de Dios.

—Eso me gustaría —dije, y Brida apretó tan fuerte que por poco grito de dolor.

—Nuestros cuarteles están al sur —nos informó Beocca—, cruzando el río, encima de la colina. Ve allí, Uhtred, y te rescataremos. Os rescataremos a los dos.

Por supuesto, no hice nada de eso. Se lo conté a Ragnar, que se partió de risa con mi invención sobre Brida y se encogió de hombros ante las noticias de que probablemente habría un levantamiento en Northumbria.

—Siempre hay rumores de revueltas —dijo—, y siempre terminan de la misma manera.

—Parecía muy seguro —comenté.

—Lo único que quiere decir es que enviarán más monjes a liarla. Dudo mucho de que lleguen a nada. De todos modos, en cuanto nos apañemos con Alfredo, podemos volver. A casa, ¿qué te parece?

Other books

A Soldier Finds His Way by Irene Onorato
Lie Still by David Farris
Murder in a Hurry by Frances and Richard Lockridge
Hot Stuff by Don Bruns
Against Interpretation by Susan Sontag
The Princess and the Pauper by Alexandra Benedict
Baby Brother's Blues by Pearl Cleage