Egberto parecía nervioso pero hacía esfuerzos por mostrarse convincente. Ragnar le hizo una reverencia, después le contó que habían llegado rumores de disturbios en Northumbria y que Halfdan lo había enviado al norte para sofocar cualquier conato de revuelta.
—No hay disturbios —contestó Egberto, pero con voz tan temerosa que yo pensé que se iba a mear en los pantalones.
—Hubo algunos problemas en las colinas del interior —comentó Kjartan minimizando el asunto—, pero ya se acabaron. —Dio unas palmaditas a su espada para indicar que había acabado con ellos. Ragnar insistió, pero nada más sacó en claro. Unos cuantos hombres se habían levantado contra los daneses, tuvieron lugar emboscadas en la carretera hacia la costa oeste, se persiguió y mató a los responsables, y de ahí no pudo sacar a Kjartan—. Northumbria está segura —concluyó—, así que podéis volver con Halfdan, mi señor, y tratar de derrotar a Wessex.
Ragnar hizo caso omiso de la última pulla.
—Volveré a casa —dijo—, a enterrar a mi hijo y vivir en paz.
Sven el tuerto jugueteaba con el mango de su espada y me miraba con odio con su único ojo, pero aunque la enemistad entre nosotros, y entre Ragnar y Kjartan, era evidente, nadie nos dio problemas y nos fuimos de allí. Los barcos nos aguardaban amarrados en la orilla, repartimos la plata de Readingum entre nuestras tripulaciones y regresamos a casa con las cenizas de Rorik.
Sigrid aulló de dolor al conocer la noticia. Se rasgó el vestido, se estiró del pelo y aulló como una fiera, y las demás mujeres se le unieron. Una procesión condujo las cenizas de Rorik a la cima de la colina más cercana y allí fue enterrado el jarrón funerario. Ragnar se quedó un rato mirando las colinas y observando las blancas nubes navegar por el cielo del oeste.
Pasamos en casa el resto del año. Había que cultivar el campo, cortar heno, recoger la cosecha y convertirla en harina.
Hicimos queso y mantequilla. Los mercaderes y los viajeros nos traían noticias, pero ninguna de Wessex donde, al parecer, Alfredo seguía gobernando en paz, así que aquel reino, el último de Inglaterra, seguía existiendo. Ragnar hablaba a veces de regresar con su espada para ganar más riquezas, pero el ansia de lucha parecía haberlo abandonado aquel verano. Envió un mensaje a Irlanda para pedirle a su hijo mayor que volviera a casa, pero dichos mensajes no eran fiables y Ragnar el Joven no regresó aquel año. Ragnar también pensaba en Thyra, su hija.
—Dice que ya va siendo hora de que me case —me contó ella un día mientras batíamos mantequilla.
—¿Tú? —me reí.
—¡Estoy a punto de cumplir catorce años! —me contestó desafiante.
—Claro, claro. ¿Y quién se va a casar contigo?
Ella se encogió de hombros.
—A madre le gusta Anwend. —Anwend era uno de los guerreros de Ragnar, un joven no mucho mayor que yo, fuerte y alegre, y aunque Ragnar perseguía el propósito de casarlo con una de las hijas de Ubba, eso supondría que tendría que marcharse, y Sigrid no quería ni imaginárselo, así que Ragnar acabó por amoldarse a sus deseos. Anwend me caía muy bien y pensaba que sería un buen marido para Thyra, que cada día estaba más guapa. Tenía el pelo dorado, unos ojos enormes, la nariz recta, la piel impoluta y una risa que era como una cascada de luz—. Madre dice que daré a luz a muchos hijos —dijo.
—Eso espero.
—También me gustaría tener una hija —prosiguió mientras se esforzaba con la mantequilla que estaba solidificando y la tarea se hacía más pesada—. Madre dice que Brida tendría que casarse también.
—Tal vez Brida no piense así —dije.
—Se quiere casar contigo —me contó Thyra.
Yo me reí. A Brida la tenía por amiga, mi mejor amiga, y sólo porque dormíamos juntos, o lo hacíamos al menos cuando Sigrid no miraba, no veía razón para casarme con ella. No quería casarme, sólo pensaba en espadas, escudos y batallas, y Brida pensaba en hierbas.
Era como un gato. Iba y venía a escondidas, y había aprendido todo cuanto Sigrid podía enseñarle sobre las hierbas y sus aplicaciones. Pan y quesillo como purgante, linaria para las úlceras, centella para alejar a los elfos de los cubos de leche, álsine para la tos, aciano para las Fiebres; y aprendió otros hechizos que no compartía conmigo, hechizos de mujeres, y me contó que si te quedabas callado por las noches, sin moverte, casi sin respirar, venían los espíritus, y Ravn le enseñó a soñar con los dioses, lo cual significaba beber cerveza en la que habían echado setas rojas, y a menudo se encontraba mal porque se la tomaba muy fuerte, pero ella no dejaba de hacerlo, y fue entonces cuando compuso sus primeras odas, sobre pájaros y animales, y Ravn dijo de ella que era una auténtica escalda. Algunas noches, mientras vigilábamos el carbón, me las recitaba con voz suave y rítmica. Entonces tenía un perro que la seguía a todas partes. Lo había encontrado en Lundene, de vuelta a casa, y era blanco y negro, tan listo como la propia Brida, y lo llamaba
Nihtgenga,
que significa caminante de la noche o goblin. Se sentaba con nosotros junto a la pira de carbón y juro que escuchaba sus poemas. Brida construía flautas de caña y tocaba melodías melancólicas mientras
Nihtgenga
la observaba con ojos tristes y grandes, hasta que la música se apoderaba de él, levantaba el hocico y se ponía a aullar. Entonces ambos estallábamos en carcajadas y
Nihtgenga
se ofendía y Brida tenía que acariciarlo hasta verlo contento de nuevo.
Nos olvidamos de la guerra por completo hasta que, cuando llegó la canícula y una neblina de calor cubría las colinas, recibimos una visita inesperada. El
jarl
Guthrum el Desafortunado llegó a nuestro valle remoto. Venía con veinte jinetes, todos vestidos de negro, y le hizo una reverencia respetuosa a Sigrid, que lo reprendió por no avisar.
—Habría organizado un banquete —dijo ella.
—He traído comida —contestó Guthrum mientras señalaba unos cuantos caballos de carga—. No quería vaciar vuestras despensas.
Había venido desde la lejana Lundene porque quería hablar con Ragnar y Ravn, y Ragnar me invitó a sentarme con ellos porque, según decía, sabía más que la mayoría de los hombres sobre Wessex, y Wessex era de lo que Guthrum quería hablar, aunque mi contribución fue pequeña. Describí a Alfredo, describí su característica piedad, y lo avisé de que a pesar de que el rey sajón no fuera un hombre muy imponente, era sin duda inteligente. Guthrum se encogió de hombros.
—La inteligencia está sobrevalorada —me dijo enfurruñado—. La inteligencia no gana batallas.
—La estupidez las pierde —intervino Ravn—, como dividir el ejército cuando luchamos junto a Æhhanduna.
A Guthrum no le gustó aquel comentario, pero decidió no enfrentarse con Ravn, y le pidió consejo a Ragnar sobre cómo derrotar a los sajones del oeste, haciéndole prometer que, al año siguiente, Ragnar conduciría a sus hombres a Lundene y se uniría al siguiente asalto.
—Si es que tiene lugar el año que viene —añadió molesto. Se rascó la nuca e hizo mover la costilla de su madre rematada en oro que seguía llevando colgada del pelo—. Puede que no tengamos suficientes hombres.
—Pues atacaremos al siguiente —contestó Ragnar.
—O al otro —repuso Guthrum, y después frunció el entrecejo—. ¿Pero cómo rematamos a ese cabrón meapilas?
—Hay que dividir sus fuerzas —le dijo Ragnar—, porque de lo contrario estaremos siempre en inferioridad numérica.
—¿Siempre en inferioridad numérica? —Guthrum parecía dudar de aquellas afirmaciones.
—Cuando luchamos aquí en Northumbria —le aclaró Ragnar—, algunos de los habitantes decidieron no enfrentarse a nosotros y se refugiaron en Mercia. Cuando lo hicimos en Mercia y Anglia Oriental ocurrió lo mismo, y los hombres salieron huyendo de nosotros para encontrar refugio en Wessex. Pero al presentar batalla en Wessex ya no les quedaba ningún sitio adonde ir. Ningún lugar es seguro, así que no tienen más remedio que luchar, todos. Luchar en Wessex implica arrinconar al enemigo y dejarlo sin escapatoria posible.
—Y un enemigo arrinconado —intervino Ravn— es peligroso.
—Dividirlo —repitió Guthrum pensativo, haciendo caso omiso de Ravn otra vez.
—Barcos en la costa sur —sugirió Ragnar—, un ejército en el Temes, y guerreros britanos que vengan de Brycheinog, Glywysing y Gwent. —Esos eran los reinos galeses del sur, en los que los britanos acechaban al otro lado de la frontera oeste de Mercia—. Tres ataques —prosiguió Ragnar—. Alfredo tendrá que lidiar con todos ellos y no será capaz.
—¿Y tú estarás allí?
—Tienes mi palabra —repuso Ragnar, y después la conversación viró sobre todo cuanto Guthrum había visto a lo largo de su viaje, y hay que reconocer que era un hombre pesimista y dado a ver lo peor de todo, pero se desesperaba con Inglaterra. Había problemas en Mercia, dijo, y los anglos del este estaban agitados; y ahora, por si fuera poco, había rumores de que el rey Egberto animaba una revuelta en Eoferwic.
—¡Egberto! —Ragnar se sorprendió ante las noticias—. ¡Ni siquiera sería capaz de animar a un borracho a echar una meada!
—Eso es lo que me han contado —comentó Guthrum—, pero puede que no sea cierto. Me lo ha contado un tipo llamado Kjartan.
—Pues entonces casi seguro que no es verdad.
—Una mentira como una casa —coincidió Ravn.
—A mí me pareció un buen hombre —repuso Guthrum, que evidentemente no sabía nada de la historia de Ragnar con Kjartan, y Ragnar no lo puso en antecedentes; lo más probable es que olvidase la conversación en cuanto Guthrum prosiguió con su viaje.
Con todo, Guthrum estaba en lo cierto. Había una conspiración en Eoferwic, aunque dudo mucho que fuera cosa de Egberto. Era de Kjartan, y la empezó esparciendo rumores de que el rey Egberto estaba organizando en secreto una rebelión, y los rumores se extendieron tanto y envenenaron de tal modo la reputación del rey, que una noche Egberto, temiendo por su vida, consiguió escapar de su guardia danesa y huir al sur con una docena de sus fieles. Se refugió con el rey Burghred de Mercia a quien, a pesar de que su país estaba ocupado por los daneses, se le había permitido mantener una guardia personal que bastaba para proteger a su nuevo invitado. Ricsig de Dunholm, el hombre que entregara los monjes capturados a Ragnar, fue nombrado nuevo rey de Northumbria, y recompensó a Kjartan permitiéndole saquear cualquier lugar que hubiese podido dar cobijo a los rebeldes confabulados con Egberto. Claro que no hubo ninguna rebelión, pero Kjartan inventó una y expolió los pocos monasterios y conventos que todavía quedaban en Northumbria. Obtuvo así muchas más riquezas y se mantuvo en su puesto como jefe guerrero de Ricsig y recaudador de impuestos.
Nada de todo esto supimos entonces. Recogimos la cosecha, la festejamos, y se anunció que en Yule se celebraría la boda de Thyra y Anwend. Ragnar le pidió a Ealdwulf el herrero que fabricara una espada tan buena como
Hálito-de-serpiente
para Anwend, y Ealdwulf le contestó que lo haría y, al mismo tiempo, me hizo una espada corta del tipo que Toki me había recomendado para luchar en el muro de escudos, y lo ayudé a aplanar las varas enroscadas. Trabajamos durante todo el otoño hasta que Ealdwulf terminó la espada de Anwend, y tuve el honor de ayudarle con mi propio
sax.
Lo llamé
Aguijón-de-avispa
por ser un arma corta, y no veía el momento de probarla contra un enemigo, cosa que era una insensatez, según Ealdwulf.
—Los enemigos nunca tardan en llegar a la vida de un hombre —me dijo—, no hace falta ir a buscarlos.
Construí mi primer escudo a principios del invierno: desbasté la madera de tilo, forjé el tachonado de hierro y su embrazadura, que se aguantaba por un agujero en la madera, lo pinté de negro y lo ribeteé con una tira de hierro. Aquel escudo me salió con demasiado peso, pero aprendí después a fabricarlos más ligeros; sin embargo, aquel fin de otoño cargué con escudo, espada y
sax
a todas partes para acostumbrarme a su peso, practiqué estocadas y paradas, soñando. Temía y anhelaba a un tiempo mi primer muro de escudos en la misma medida, pues ningún hombre era guerrero hasta haber luchado en el muro de escudos, y ningún hombre era un auténtico guerrero hasta haber luchado en la primera fila del muro, y aquello era el reino de la muerte, un lugar terrorífico, pero yo aspiraba a ello como un insensato.
Por fin nos preparamos para la guerra. Ragnar le había prometido su apoyo a Guthrum, así que Brida y yo quemamos más carbón y Ealdwulf se hartó de hacer puntas de lanza, hachas y picas, mientras Sigrid se entusiasmaba con los preparativos de la boda de Thyra. Celebramos una ceremonia de compromiso a principios de invierno, en la que Anwend, vestido con sus mejores galas, vino a nuestra casa con seis de sus amigos y se propuso tímidamente a Ragnar como marido de Thyra. Todos sabíamos que sería su marido, pero las formas son importantes, y Thyra estaba sentada entre su padre y su madre mientras Anwend le prometía a Ragnar que amaría, cuidaría y protegería a su hija, y después le propuso veinte monedas de plata como precio por la novia, lo cual era una exageración, pero que indicaba bien a las claras que quería a Thyra de verdad.
—Que sean diez, Anwend —le dijo Ragnar, generoso como siempre—, y con el resto hazte una capa nueva.
—Veinte es lo justo —intervino Sigrid con firmeza, pues el precio de la novia, aunque era entregado a Ragnar, se convertía en propiedad de Thyra una vez casada.
—Así pues, que Thyra te haga una capa nueva —concluyó Ragnar aceptando el dinero, y entonces abrazó a Anwend, celebramos un banquete y a Ragnar se le vio aquella noche más contento que nunca desde la muerte de Rorik. Thyra observaba el baile, sonrojándose a veces cuando cruzaba miradas con Anwend. Los seis amigos de éste, todos guerreros de Ragnar, volverían con él para la boda y ellos precisamente serían los testigos de que Thyra era doncella cuando Anwend se la llevara a la cama. Sólo entonces se consideraría celebrado el matrimonio.
Pero aquellas ceremonias tendrían que esperar hasta Yule. Thyra se casaría entonces, tendríamos nuestra fiesta, soportaríamos el invierno, volveríamos a la guerra. En otras palabras, pensábamos que el mundo seguiría como siempre.
Y al pie de Yggdrasil, el árbol de la vida, las tres hilanderas se burlaban de nosotros.
* * *
He pasado muchas navidades en la corte de Wessex. Navidad es Yule con religión, y los sajones del oeste se las ingeniaban para estropear la festividad del solsticio de invierno con monjes cantores, curas pesados y sermones despiadadamente largos. Se supone que Yule es una celebración y una consolación, un instante de cálido brillo en el corazón del invierno, un instante para comer porque sabes que se avecinan tiempos difíciles en que la comida escaseará y el hielo encerrará la tierra, y una época para estar contentos, emborracharse, comportarse sin que nada importe y levantarse a la mañana siguiente preguntándose si volverás a encontrarte bien algún día. Pero los sajones encomendaban la fiesta a los curas, que la hacían tan alegre como un funeral. Nunca he comprendido realmente por qué la gente piensa que la religión ocupa algún lugar en la fiesta del solsticio, y aunque está claro que los daneses recordaban también a sus dioses durante las celebraciones y les ofrecían sacrificios, creían que Odín, Thor y las demás deidades estaban en su propia fiesta en Asgard y no tenían ningún deseo de estropear las de Midgard, nuestro mundo. A mí me parece sensato, pero he aprendido que la mayoría de los cristianos temen y desconfían de la diversión, y Yule ofrecía demasiada para su gusto. Algunos sajones sí sabían celebrarla, y yo siempre me he esforzado al máximo, pero si Alfredo andaba cerca podías estar seguro de que pasaríamos los doce días de Navidad ayunando, rezando y arrepintiéndonos.