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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (10 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Su voz le sonaba extraña.

La luz que parpadeaba en la habitación de arriba se desvaneció para reaparecer sucesivamente en las ventanas inferiores. Una persona, al parecer, con una vela. La luz desapareció en las entrañas de la casa. Intentó recobrar el aliento. El tiempo se le hizo eterno hasta que oyó ruido de pasos al otro lado de la puerta y pudo atisbar el tenue resplandor de la vela por una rendija entre la desvencijada puerta y el marco.

—¿Hola? —dijo.

La voz que contestó a su llamada sonaba cascada, como la de un anciano; era una voz disecada, con cierto regusto a pergamino viejo y a musgo de cementerio.

—¿Quién llama? —inquirió—. ¿Quién aporrea la puerta, en esta noche aciaga?

La voz no la tranquilizó en absoluto. Se quedó mirando un instante la oscuridad que envolvía la casa y luego se enderezó, sacudió su rizada melena color azabache y, con una voz que esperaba no delatara su miedo, contestó:

—Soy yo, Amelia Earnshawe, me he quedado huérfana hace poco y vengo a ocupar un puesto como institutriz de los dos hijos de lord Falconmere, cuyas crueles miradas durante la entrevista que mantuvimos en su casa de Londres me parecieron a un tiempo repulsivas y fascinantes, y cuyo aquilino rostro se me aparece en sueños desde entonces.

—¿Y qué hace usted aquí, pues, en esta casa, y en esta noche aciaga? El castillo de lord Falconmere está a unas veinte leguas de aquí, más allá de los páramos.

—El cochero (un hombre desagradable, y mudo, o quizá sólo fingía ser mudo, porque no pronunció una sola palabra en todo el tiempo, se comunicaba por medio de gruñidos) se detuvo a una milla de aquí, o eso me pareció a mí, y me indicó por señas que debía apearme allí mismo. Yo me negué, pero él me sacó a empellones del coche y, luego, arreó frenéticamente a los pobres caballos y se marchó por donde había venido, llevándose con él mis maletas y mi baúl. Lo llamé varias veces, pero no regresó, y me pareció entonces que algo más negro que la oscuridad de la noche se movía entre los árboles del bosque que tenía a mi espalda. Vi luz en su ventana y yo... yo... —La mujer se derrumbó por fin y empezó a sollozar.

—Su padre —dijo la voz al otro lado de la puerta—, ¿no sería, por casualidad, el honorable Hubert Earnshawe?

Amelia dejó de sollozar.

—Sí, sí, el mismo.

—Y ¿dice usted que se ha quedado huérfana?

Amelia recordó a su padre, con su chaqueta de
tweed,
atrapado en aquel remolino que le lanzó contra las rocas y lo apartó de ella para siempre.

—Murió tratando de salvar la vida de mi madre. Finalmente, ambos murieron ahogados.

Oyó el ruido sordo de una llave girando en la cerradura y, a continuación, otros dos cerrojos de hierro.

—Sea bienvenida, pues, señorita Earnshawe. Bienvenida a esta su casa, una casa sin nombre. Bienvenida sea, en esta noche aciaga.

La puerta se abrió.

El hombre llevaba en la mano una vela de sebo; la oscilante llama iluminaba su rostro desde abajo, dándole un aire siniestro y espectral. Bien podría ser un fuego fatuo, pensó Amelia, o un sanguinario asesino singularmente avejentado.

Con un gesto, el hombre la invitó a entrar en la casa.

—¿Por qué repite usted eso continuamente? —le preguntó.

—¿Repetir? ¿A qué se refiere?

—«En esta noche aciaga.» Lo ha repetido usted tres veces.

El hombre se limitó a observarla por un momento. Luego, le hizo otra seña con su pálido dedo. Amelia entró y el hombre acercó la vela para escudriñar su rostro con ojos, si no de loco, ciertamente perturbados. Finalmente, lanzó un gruñido e inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Sígame —le dijo, por toda respuesta.

Amelia le siguió por un largo pasillo. La luz de la vela producía fantasmagóricas sombras a su alrededor, y hacía que el reloj de pie y las estilizadas sillas danzaran y brincaran por la habitación. El anciano manipuló torpemente el manojo de llaves que tenía en la mano hasta encontrar la llave adecuada y abrió una puerta que había bajo las escaleras. De la oscuridad que se abría frente a ella le venía olor a moho, polvo y abandono.

—¿Adónde vamos? —le preguntó.

El anciano asintió, como si no la hubiera oído. Y luego dijo:

—Algunos son lo que son. Y algunos sólo parecen ser lo que parecen. Recuérdelo siempre, y recuérdelo bien, hija de Hubert Earnshawe. ¿Me comprende?

Amelia negó con la cabeza. El anciano echó a andar sin volver la vista atrás.

Amelia le siguió escaleras abajo.

III.

Lejos de allí, el joven tiró su pluma sobre el manuscrito, salpicando toda la resma y el escritorio de tinta de sepia.

—No sirve —dijo en tono abatido.

Se puso a dar golpecitos con la yema del dedo en una mancha de tinta, emborronándola y oscureciendo aún más la madera de teca de su escritorio; luego, en un gesto inconsciente, se frotó el puente de la nariz con el dedo, dejándola tiznada.

—¿No sirve, señor? —El mayordomo había entrado con tanto sigilo que no le había oído.

—Me está pasando de nuevo, Toombes. Parece un chiste. Todo cuanto escribo raya en lo caricaturesco. No sé cómo, pero siempre acabo parodiando las convenciones literarias y dejándome en ridículo a mí mismo y a toda la profesión.

El mayordomo miraba a su joven amo sin parpadear siquiera.

—Creo que el humor está muy bien visto en ciertos círculos, señor.

El joven apoyó la cabeza en las palmas de sus manos y se frotó la frente con aire pensativo. Luego, suspiró.

—No se trata de eso, Toombes. Intento recrear una porción de vida, una minuciosa representación del mundo tal como es, y de la condición humana. Y en lugar de eso, acabo ridiculizando puerilmente las debilidades de mis colegas. Haciendo chistes fáciles. —Se había manchado toda la cara de tinta—. Muy fáciles.

De la habitación condenada que había en el piso de arriba llegó un grito espeluznante que resonó por toda la casa. El joven suspiró.

—Será conveniente que le lleves algo de comer a tía Agatha, Toombes.

—Muy bien, señor.

El joven cogió de nuevo su pluma y, distraído, se acarició la oreja con ella.

Detrás de él, apenas visible en la penumbra de la habitación, estaba el retrato de su tatarabuelo. Los ojos habían sido recortados con sumo cuidado, mucho tiempo atrás, y unos ojos reales de color castaño dorado observaban ahora al escritor desde detrás del lienzo. Si el joven se hubiera dado la vuelta y hubiera reparado en ellos, quizá le habrían parecido los ojos de un gran felino o de una desfigurada ave de rapiña, suponiendo que tal cosa fuera posible. Desde luego, aquellos ojos no parecían los de un ser humano. Pero el joven no se volvió. Ajeno a todo, el joven literato cogió un nuevo pliego, introdujo la pluma en el tintero de cristal y se puso a escribir:

IV.

—Veamos —dijo el anciano, depositando la vela de sebo sobre el mudo armonio—, él es nuestro amo y nosotros, sus esclavos, por más que finjamos que no es así. Pero, llegado el momento, él nos reclama lo que desea, y es nuestro deber proporcionarle... —se estremeció y respiró hondo y, a continuación, sólo dijo— es nuestro deber proporcionarle lo que precisa.

A medida que se iba acercando la tormenta, los cortinajes se agitaban cual alas de murciélago tras las ventanas sin cristal. Amelia apretó el pañuelo bordado contra su pecho, dejando a la vista las iniciales de su padre.

—¿Y esa puerta? —preguntó en un susurro.

—Fue condenada en tiempos de sir Frederick y, antes de desaparecer, dio orden de que no volviera a abrirse jamás. Pero, según dicen, hay pasadizos que comunican la vieja cripta con el camposanto.

—¿Y la primera mujer de sir Frederick...?

El anciano meneó la cabeza, cariacontecido.

—Total e irremediablemente loca. Tocaba el armonio, pero no tenía demasiado talento. Sir Frederick hizo correr el rumor de que estaba muerta, y es posible que algunos llegaran a creerlo.

Amelia repitió para sus adentros aquella última frase. Luego, miró al anciano con aire decidido.

—¿Y yo? Ahora que he averiguado por qué estoy aquí, ¿qué cree usted que debería hacer?

El anciano paseó la mirada por el deshabitado salón. Luego, en tono urgente, le dijo:

—Márchese de aquí, señorita Earnshawe. Huya, aún está a tiempo de hacerlo. Váyase, por lo que más quiera, salve su aaagh...

—¿Mi qué? —preguntó Amelia, pero las palabras apenas habían abandonado sus labios cuando el anciano cayó al suelo fulminado. Tenía clavada en la nuca la argentina flecha de una ballesta—. ¡Está muerto! —exclamó con incredulidad.

—Así es —afirmó una voz cruel desde el otro lado del salón—. Pero ya estaba muerto mucho antes de ahora. Incluso me atrevería a decir que llevaba muerto una monstruosa eternidad.

Ante sus asombrados ojos, el cadáver comenzó a descomponerse. La carne se fue pudriendo hasta volverse líquida y los huesos se deshicieron, quedando reducidos a una masa informe y hedionda.

Amelia se agachó y tocó el infecto charco con un dedo. Luego lo chupó y, con una mueca de disgusto, afirmó:

—Por lo visto, está usted en lo cierto, caballero, quienquiera que sea. Calculo que este hombre lleva muerto unos cien años.

V.

—Intento escribir una novela —le explicó el joven literato a su doncella— que refleje la realidad tal como es, que sea como un espejo de la misma vida. Pero lo que escribo no es más que basura, una vulgar farsa. ¿Qué puedo hacer, Ethel? ¿Qué es lo que debo hacer?

—No sabría qué decirle, señor —respondió la doncella, una hermosa joven que había llegado a la casa tan sólo unas semanas antes y en misteriosas circunstancias. Ethel cogió el fuelle y avivó el fuego de la chimenea—. ¿Necesita alguna otra cosa, señor?

—No. Sí. No —replicó él—. Puedes retirarte, Ethel.

La muchacha recogió el cubo del carbón vacío y abandonó discretamente la estancia.

El joven no parecía tener intención de volver a su escritorio de momento; en lugar de ello, se quedó junto a la chimenea con aire pensativo, contemplando la calavera humana que descansaba sobre la repisa y las dos espadas cruzadas situadas un poco más arriba, en la pared. Una de las ascuas estalló dentro de la chimenea y saltaron chispas.

Detrás de él, muy cerca, oyó un ruido de pasos. El joven se volvió a mirar.

—¿Tú?

El hombre que tenía delante era prácticamente su doble, y por si aquella semejanza no fuera suficiente, el blanco mechón que destacaba entre sus cabellos de color caoba lo delataba como de su misma sangre. En sus oscuros ojos había un destello de locura, y sus labios tenían una expresión petulante y, sin embargo, extrañamente firme.

—Sí... ¡yo! Yo, tu hermano mayor, ese a quien has creído muerto todos estos años. Pero no estoy muerto (o quizá debiera decir que ya no lo estoy). He regresado, sí, de un lugar que desearía no haber pisado jamás, para reclamar lo que en justicia me pertenece.

El joven literato alzó las cejas.

—Comprendo. Bien, obviamente, todo esto te pertenece. En el supuesto de que puedas demostrar que eres quien dices ser, claro está.

—¿Demostrar? Yo no tengo nada que demostrar. Reclamo lo que me pertenece en razón de mi nacimiento y de mi sangre... ¡y de mi muerte! —Y dicho esto, cogió las dos espadas colgadas encima de la chimenea y le ofreció a su hermano la empuñadura de una de ellas—. Defiéndete, hermano mío... y que gane el mejor.

Los aceros brillaron a la luz del fuego y se cruzaron una y otra vez en una intrincada danza de sucesivos ataques y defensas. Por momentos parecía tan inofensiva como un delicado minué, o un ensayado y distinguido ritual y, sin embargo, había momentos en que resultaba esencialmente brutal, una locura tan vertiginosa que el ojo humano apenas si podía seguirla. Recorrieron la habitación de manera incansable, subieron las escaleras y continuaron en el entresuelo; luego, volvieron a bajar y siguieron hasta el salón principal. Se colgaban de cortinas y lámparas de araña; se subían a las mesas y volvían a saltar al suelo.

El hermano mayor tenía, como es lógico, más experiencia, e incluso puede que fuera mejor espadachín, pero el más joven era más vigoroso y luchaba como si estuviera poseído, obligando a su oponente a ceder cada vez más terreno hasta arrinconarlo contra la encendida chimenea. El mayor cogió el atizador con la zurda y lo blandió despiadadamente frente a su hermano, que se agachó para esquivarlo y, en un solo y elegante movimiento, atravesó el pecho de su hermano mayor.

—Estoy acabado. Soy hombre muerto.

El joven, con el rostro aún manchado de tinta, asintió.

—Quizá sea mejor así. En el fondo, no eran la casa ni las tierras lo que yo quería. Creo que sólo buscaba un poco de paz. —Estaba tendido en el suelo de piedra gris, tiñéndolo con su roja sangre—. Dame tu mano.

El joven se arrodilló, estrechó su mano y le pareció percibir en ella la mortal frigidez.

—Antes de partir hacia esa noche a la que nadie ya podrá seguirme, hay algo que debo decirte. En primer lugar, creo que mi muerte pone fin a la maldición que pesaba sobre nuestra familia. Y en segundo lugar... —Su respiración se volvía cada vez más pesada y se le hacía difícil articular las palabras—. En segundo lugar... esa... esa cosa en el abismo... cuidado con los sótanos... las ratas... la cosa... ¡sigue ahí!

Y, diciendo esto, su cabeza cayó sobre el suelo de piedra y sus ojos se quedaron en blanco para no volver a ver jamás.

En el exterior de la casa, el cuervo graznó por tres veces. En el interior empezó a sonar una extraña música que venía de la cripta, poniendo de manifiesto que, para algunos, la jornada acababa de comenzar.

El hermano más joven, legítimo heredero de su título una vez más, hizo sonar la campanilla para llamar al mayordomo. Toombes apareció en el umbral de la puerta antes incluso de haberse extinguido el sonido de la campanilla.

—Sácalo de aquí —le ordenó—. Pero trátalo bien, porque ha muerto para redimirse a sí mismo. Quizá para redimirnos a los dos.

Toombes no dijo una sola palabra, se limitó a asentir con la cabeza para confirmar que había comprendido la orden.

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