Authors: Neil Gaiman
Solía ir andando de casa al colegio todos los días; cruzaba el pueblo, bajaba por una sombría carretera flanqueada de grandes árboles que atravesaba unos pequeños cerros de piedra arenisca y pasaba por delante de un caserón de labranza abandonado. A partir de ahí y hasta llegar a mi casa, el camino estaba mejor iluminado, porque continuaba a campo raso.
En aquella época había muchas casas antiguas y grandes fincas, reliquias victorianas que esperaban en aquella especie de limbo deshabitado a que entraran los buldózers y lo transformaran todo en urbanizaciones modernas, idénticas y sin gracia alguna: una sucesión de edificios cuidadosamente ordenados alrededor de una serie de caminitos que no llevaban a ninguna parte.
Jamás me encontré con ninguna niña en el camino de mi casa a la escuela o, al menos, yo sólo recuerdo haberme encontrado con otros niños. No nos conocíamos de nada, pero —como guerrillas en territorio ocupado— solíamos intercambiar información cuando nos cruzábamos unos con otros. Teníamos miedo de los adultos, pero no de otros niños como nosotros. No hacía falta que fuéramos amigos para que nos juntáramos tres o cuatro y nos pusiéramos a correr o a jugar juntos.
Aquel día en particular, iba de camino a mi casa cuando me encontré con otros tres chicos en el tramo más oscuro de la carretera. Parecían estar buscando algo entre los arbustos que había junto a la cuneta y el jardín abandonado y lleno de malas hierbas que había frente a la casa de labranza. Los tres eran mayores que yo.
—¿Qué estáis buscando?
Un chico alto y espigado —el más alto de los tres—, que tenía el cabello oscuro y el rostro afilado, exclamó:
—¡Mirad esto! —Y agitó en el aire unas páginas que habían sido arrancadas de lo que parecía una revista pornográfica muy, muy antigua. Todas las fotografías eran en blanco y negro, y las modelos iban peinadas como mis tías abuelas en las viejas fotografías familiares. Alguien había roto la revista y algunos de los trozos habían salido volando y estaban desperdigados por todo el camino y por el jardín de la casa abandonada.
Yo me puse a recogerlos con ellos. Entre los cuatro, logramos reconstruir casi por entero aquel ejemplar de
El goce del caballero.
Luego, saltamos por encima de una tapia que daba a un manzanar y nos pusimos a mirar aquellas viejas fotos de mujeres desnudas. Todavía hoy, el olor de las manzanas frescas mezclado con el de las manzanas podridas a punto de convertirse en sidra despierta en mí el recuerdo de lo prohibido.
Los otros dos chicos que, aun siendo menos altos que el otro también eran más grandes que yo, se llamaban Simon y Douglas, y el alto, que debía de tener unos quince años, se llamaba Jamie. Pensé que quizá fueran hermanos, pero no les pregunté.
Una vez terminamos de ver las fotos, me dijeron:
—Vamos a guardar esto en nuestro escondrijo secreto, ¿te vienes? Pero antes tienes que jurar que no se lo dirás a nadie. Nadie más debe saberlo.
Sellamos el pacto escupiéndonos en la palma de la mano y juntando las cuatro manos.
Su escondrijo secreto era un depósito de agua abandonado que estaba en un campo cercano a mi casa. Subimos hasta arriba por una larga escalera de mano. El exterior del depósito estaba pintado de color verde mate, y el interior se había vuelto naranja por la herrumbre que cubría el fondo y las paredes. En el fondo había una cartera que no contenía dinero, sino cromos de los que venían en las cajetillas de tabaco. Jamie me los enseñó: eran retratos de antiguos jugadores de criquet. Dejaron las hojas de la revista en el fondo del depósito y colocaron la cartera encima, a modo de pisapapeles.
Entonces, Douglas sugirió:
—¿Por qué no vamos a los Swallows?
Mi casa no estaba lejos de los Swallows, una antigua mansión que quedaba algo apartada de la carretera. Según me había contado mi padre, la mansión había pertenecido en otros tiempos al conde de Tenterden, pero cuando éste murió, el nuevo conde —su hijo— decidió cerrarla, y desde entonces había permanecido deshabitada. Yo ya había estado rondando antes por los alrededores de la finca, pero nunca me había atrevido a entrar. La verdad es que no parecía que estuviera completamente abandonada. Sus jardines estaban siempre muy bien cuidados, y donde hay un jardín siempre hay un jardinero. Lo más seguro es que hubiera algún adulto por allí.
Se lo dije a los otros tres chicos, y Jamie me contestó:
—Bah, me apuesto lo que quieras a que no hay nadie. Casi seguro que hay alguien que viene una vez al mes a cortar el césped y eso, pero nada más. No tendrás miedo, ¿verdad? Hemos estado allí miles de veces. Millones.
Naturalmente que tenía miedo pero, como es natural, dije que no, que no me daba ningún miedo. Subimos por el camino hasta llegar a la cancela, que estaba cerrada, pero nos colamos por entre las rejas.
El camino principal estaba flanqueado de rododendros. Antes de llegar a la mansión, había una casita que debía de ser la casa de los guardeses y, junto a ella, en el suelo, había unas jaulas bastante oxidadas que eran lo suficientemente grandes como para meter dentro a un perro de presa —o a un niño—. Pasamos por delante de ellas y seguimos por un sendero en forma de herradura hasta llegar a la puerta principal de la mansión. Nos asomamos a las ventanas para echar un vistazo al interior, pero no vimos nada porque dentro estaba todo muy oscuro.
Sin hacer ruido, dimos la vuelta al edificio, atravesamos el rododendro y salimos a un jardín que parecía sacado de un cuento de hadas. Era como una gruta mágica hecha de rocas, helechos y plantas exóticas. Jamás había visto nada parecido: había plantas con hojas moradas y grandes como las de una palmera, y flores diminutas de vivos colores que parecían joyas entre la maleza. También había un pequeño regato, casi un hilillo plateado, que discurría suavemente de roca en roca.
Entonces, Douglas, que al parecer no era precisamente un poeta, anunció:
—Yo voy a hacer pis en el río.
Y, ni corto ni perezoso, colocó un pie a cada lado del riachuelo, se bajó los pantalones y se puso a orinar. Los otros dos chicos hicieron lo propio: se sacaron el pene de los pantalones, se colocaron al lado de Douglas y orinaron en el riachuelo.
Yo me quedé de piedra. Supongo que me sorprendió la ligereza de su actitud, o el que fueran capaces de profanar de aquella manera un lugar tan increíblemente exquisito, enturbiando aquellas cristalinas aguas y la magia de aquel lugar y convirtiéndolo en una letrina. Tenía la sensación de que no estaba bien.
Cuando terminaron, no se guardaron el pene en los pantalones. Los agitaron, apuntando hacia mí. Jamie empezaba a tener algo de vello en su base.
—Nosotros somos caballeros —dijo Jamie— ¿Sabes lo que eso significa?
Yo había estudiado ya la guerra civil inglesa y sabía lo de los Caballeros (equivocados, pero románticos) y los Cabezas Peladas (que tenían razón, pero eran repulsivos), pero me daba la impresión de que no era de eso de lo que estaba hablando. Negué con la cabeza.
—Pues significa que no estamos circuncidados —me explicó—. Y tú, ¿qué eres? ¿Caballero o Cabeza Pelada?
Ahora ya sabía de qué estaban hablando.
—¿Yo? Cabeza Pelada —murmuré.
—Enséñanoslo, venga. Sácatela.
—Ni hablar. No es asunto vuestro.
Por un momento creí que la cosa se iba a poner fea, pero entonces Jamie se echó a reír y se subió los pantalones, y los otros le imitaron. Se pusieron a contar chistes verdes, chistes que yo no entendía, porque aún era demasiado inocente, pero el caso es que los escuché y se me quedaron grabados. Unas semanas más tarde estuve a punto de ser expulsado del colegio por contarle uno de aquellos chistes a un compañero de clase.
El chiste en cuestión contenía la palabra «joder». Hasta ese momento ni siquiera sabía que existiera la dichosa palabra, y tuve que escucharla por primera vez en un chiste verde contado en un jardín de cuento de hadas.
El director del colegio llamó a mis padres y les contó que yo había dicho una grosería que él no se atrevía siquiera a repetir delante de ellos.
Al llegar a casa aquella noche, mi madre me preguntó qué era lo que había dicho.
—Joder —le dije.
—No debes volver a pronunciar esa palabra nunca más. —Lo dijo sin levantar la voz, pero con mucha firmeza, por mi propio bien—. De entre todas las palabras feas que existen, ésa es la peor.
Yo le prometí solemnemente que no volvería a pronunciarla.
He de confesar que, con el tiempo, fascinado por el hecho de que una simple palabra pudiera tener semejante poder, empecé a repetírmela en voz muy baja cuando estaba a solas y sabía que nadie podía oírme.
Seguimos contando chistes verdes un rato y riéndonos a carcajadas. Yo también me reía, aunque seguía sin entender qué era lo que les daba tanta risa.
Luego pasamos al jardín principal y vimos un pequeño puente que cruzaba por encima de un estanque. El puente estaba a la vista de cualquiera que pasara por allí y, pese al miedo de que alguien nos pillara, finalmente nos decidimos a cruzarlo. Al pasar, vimos unos enormes peces de colores nadando en las turbias aguas del estanque. Sólo por eso, mereció la pena arriesgarse. Entonces, Jamie nos llevó a Douglas, a Simon y a mí por un sendero de gravilla que llevaba hasta una especie de bosque.
A diferencia de los jardines, el bosque estaba abandonado y completamente descuidado. Daba la impresión de que no había nadie por allí. El sendero —prácticamente cubierto por las malas hierbas— seguía por entre los árboles y llevaba hasta un claro.
En el claro del bosque había una casita muy pequeña.
Era una casa de juguete que debía de haber sido construida unos cuarenta años antes. Las ventanas eran de estilo Tudor y tenían un entramado de plomo que dibujaba rombos sobre el cristal. El tejado era una especie de caricatura de estilo Tudor, y había un sendero de piedra que iba desde donde estábamos nosotros hasta la puerta de la casita.
Recorrimos el sendero y llegamos hasta la puerta.
Había una aldaba metálica en la puerta. Estaba pintada de rojo carmesí y figuraba un diablillo sonriente, una especie de duende o algo así. Tenía las piernas cruzadas y sus manos colgaban de una pequeña bisagra. Cómo os lo explicaría yo para que me entendáis...: la figurilla producía escalofríos. De entrada, la expresión de su cara resultaba ya bastante siniestra. No podía entender qué clase de persona colgaría algo como aquello en la puerta de una casita de juguete.
Empezaba a caer la tarde y lo cierto es que estaba bastante asustado, así que me alejé a una distancia prudencial de la casa. Inmediatamente, mis tres compañeros siguieron mi ejemplo.
—Creo que ya va siendo hora de que me vaya —anuncié.
Pero aquello fue un error. Los tres chicos se volvieron a la vez y empezaron a burlarse de mí. Me dijeron que era patético y me llamaron «bebé». Dijeron que a ellos no les daba miedo la casa.
—¿A que no te atreves a llamar a la puerta? —me retó Jamie.
Yo negué con la cabeza.
—Si no te acercas y llamas a la puerta —insistió Douglas—, es que eres un niño pequeño y no podrás volver a jugar con nosotros. No nos gustan los bebés.
La verdad es que no tenía intención de volver a jugar con ellos, yo era demasiado ingenuo aún para entender sus bromas y participar en sus juegos. Pero tampoco quería que me tomaran por un niño pequeño.
—Venga. A nosotros no nos da ningún miedo —volvió a insistir Simon.
Estoy intentando recordar el tono en que me lo dijo. ¿Estaba asustado también y lo disimulaba lanzando bravatas? ¿O realmente le divertía verme tan asustado? Ojalá lo supiera. Ha pasado ya demasiado tiempo para recordarlo.
Recorrí lentamente el sendero de piedra y me paré justo delante de la puerta. Agarré la aldaba con la mano derecha y llamé con energía. Pero entonces ocurrió algo que yo no esperaba; pese a que había golpeado con fuerza, el aldabonazo sonó como amortiguado.
—¡Ahora tienes que entrar en la casa! —gritó Jamie.
El chico estaba excitado, lo notaba en el tono de su voz. Entonces empecé a pensar que quizá no era la primera vez que aquellos chicos visitaban ese lugar. Puede que yo fuera el primero al que habían llevado hasta allí.
Pero no me moví de mi sitio.
—Entra tú —le contesté—. Me pediste que llamara a la puerta y lo he hecho. Ahora te toca a ti entrar en la casa. ¿A que no te atreves? ¿A que no os atrevéis ninguno?
Yo, desde luego, no pensaba entrar. De eso estaba completamente seguro. Ni entonces ni nunca. Al llamar a la puerta, había notado que algo se movía, como si el diablillo se retorciera bajo mi mano. A esa edad, todavía confiaba en lo que me decían mis sentidos.
Los cuatro chicos se quedaron callados, sin moverse.
Entonces, la puerta se abrió lentamente. Puede que en ese momento creyeran que, como estaba tan cerca de la puerta, había sido yo quien la había abierto. O que al llamar se había quedado entreabierta. Pero lo cierto es que no fue así. Estaba completamente seguro. La puerta se había abierto sola por alguna razón.
Debería haber echado a correr en ese mismo instante. Mi corazón latía tan fuerte y tan deprisa que creí que se me iba a salir por la boca. Pero estaba como enloquecido y, en lugar de salir corriendo, miré a los tres chicos, que seguían inmóviles al final del sendero, y me limité a decir:
—¿O es que tenéis miedo?
Aquello les hizo reaccionar y echaron a andar por el sendero de piedra.
—Se está haciendo de noche —dijo Douglas.
Entonces, los tres chicos pasaron por delante de mí y, uno por uno —algo reticentes, quizá—, fueron entrando en la casa de juguete. Juraría que, mientras ellos iban entrando, vi un rostro muy pálido que me miraba, como si quisiera preguntarme por qué no entraba con ellos. Pero en cuanto Simon, que iba el último de los tres, estuvo dentro, la puerta se cerró de golpe. Y juro por Dios que yo ni siquiera la toqué.
El diablillo de la puerta me sonreía, y aquel rojo carmesí destacaba vivamente sobre el grisáceo fondo del ocaso.
Di la vuelta a la casa y fui asomándome una por una a todas las ventanas, pero dentro todo estaba a oscuras y no se veía a nadie. Pensé que quizá se habían escondido para gastarme una broma, que a lo mejor estaban pegados a la pared para que no les viera, aguantando la risa. Quizá no era más que un juego de chicos mayores que yo no podía comprender.
No sabía qué pensar. Estaba muy desconcertado.