Objetos frágiles (17 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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La gorda, que según la pegatina se llamaba Shanelle Gravely-King, me estaba esperando cerca de la puerta.

—Me ha encantado su conferencia, no quería dejarle con una impresión equivocada —me dijo.

Campbell no apareció para dar su conferencia. Nadie volvió a verle.

Margaret me presentó a alguien que venía de Nueva York, y comentó que Zora Neale Hurston había colaborado con Scott Fitzgerald en
El Gran Gatsby.
El hombre replicó que, a esas alturas, ese detalle ya era del dominio público. Me pregunté si Margaret habría llamado a la policía, pero la verdad era que estaba siendo muy amable conmigo. Me di cuenta de que estaba empezando a ponerme nervioso. Lamenté haberme deshecho del móvil.

Shanelle Gravely-King y yo cenamos temprano en el hotel, y ella empezó diciendo: «Nada de hablar de trabajo, ¿de acuerdo?», y comentó que la gente que hablaba de trabajo en la mesa resultaba muy aburrida, así que estuvimos hablando de los conciertos de rock a los que habíamos asistido, de cómo se reproduce en las películas el proceso de descomposición de un cadáver, y de su pareja, una mujer mayor que ella que era propietaria de un pequeño restaurante. Terminada la cena, subimos a mi habitación. La mujer olía a polvos de talco y a jazmín, y su piel desnuda resultaba fría y húmeda.

A lo largo de las dos horas siguientes, usé dos de los tres condones que había en la caja. Cuando salí del baño me la encontré dormida y me tumbé a su lado. Me acordé de las palabras que había escrito Anderton en el dorso de aquel folio y quería volver a echarles un vistazo, pero me quedé dormido, con aquella mujer de carnes fofas que olía a jazmín pegada a mi cuerpo.

Pasadas las doce de la noche, un sueño me despertó, y oí una voz femenina que susurraba en la oscuridad. Decía:

«Llegó a la ciudad con sus cintas de The Doors, los libros de Crawley y una lista escrita a mano con las direcciones secretas de algunas páginas web relacionadas con la magia del caos, y todo iba muy bien, incluso se hizo con unos cuantos discípulos, otros chicos que se habían escapado de su casa, como él, y se la chupaban siempre que le apetecía y el mundo le parecía un lugar maravilloso.

»Pero después empezó a creerse sus propias historias. Se creyó que era lo más. El puto amo. Empezó a pensar que era un gran tigre, feroz y poderoso, en lugar de un lindo gatito. Así que desenterró... algo... que otra persona también deseaba.

»Creía que ese algo que había desenterrado le protegería. Pobre imbécil. Y aquella noche estaba sentado en Jackson Square, charlando con los que leen el tarot, hablándoles de Jim Morrison y de la Cábala
y,
de pronto, alguien le toca en el hombro, y el chico se da la vuelta y alguien le sopla una especie de polvo en toda la cara, y el chaval lo inhala.

»Pero ahí no acaba la historia. El chico quiere hacer algo al respecto, pero enseguida se da cuenta de que no hay nada que hacer, porque su cuerpo está completamente paralizado, el polvo lleva pez fugu, piel de sapo, hueso molido y todo lo demás, y él lo ha inhalado.

»Se lo llevan a urgencias, pero allí no hacen gran cosa por él, le toman por un vagabundo con algún problema de drogas, y al día siguiente ya puede moverse de nuevo, aunque tarda dos o tres días en recuperar el habla.

»El problema es que ahora lo necesita. Quiere el polvo. Sabe que en el polvo zombi está la clave de un gran secreto, y él ha estado a punto de dar con ella. Hay gente que dice que aquel polvo estaba cortado con heroína o una droga de esas, pero ni siquiera les hizo falta eso. El chico quiere el polvo.

»Intenta comprarlo, pero ellos no quieren vendérselo. Le dicen que si hace algunos trabajitos para ellos, le darán un poco de polvo zombi para que se lo fume, lo esnife, se lo frote en las encías o se lo coma. De vez en cuando le encargan algún trabajo de esos que nadie quería hacer. A veces simplemente le humillan porque sí; le hacen comer mierda de perro y cosas así. Puede que incluso llegue a matar por ellos. Lo que sea, menos morir. Se quedó en los huesos. Es capaz de hacer cualquier cosa por un poco de polvo zombi.

»A pesar de todo, con el poco cerebro que aún queda de él, no cree que sea un zombi. Cree que no está muerto, que todavía no ha traspasado el umbral. Pero la verdad es que hace ya mucho tiempo que lo traspasó.»

Estiré el brazo, y la toqué. Era delgada y ágil, y tenía la carne prieta, y sus pechos eran como los que pintaba Gaugin. Sentí sus labios tibios y suaves contra los míos.

La gente entra en tu vida por alguna razón.

4. «Esa gente debería saber quiénes somos
y contar que estuvimos aquí»

Cuando me desperté, aún estaba muy oscuro, y la habitación estaba en silencio. Encendí la luz, miré la almohada buscando un lazo, pero parecía como si nadie más que yo hubiera dormido esa noche en mi cama.

Me levanté, abrí las cortinas y miré por la ventana. Hacia el este, el cielo empezaba a clarear.

Pensé en viajar hacia el sur, en seguir huyendo, fingiendo que aún estaba vivo. Pero ya era demasiado tarde para eso, y lo sabía. Después de todo, hay puertas que separan a los vivos de los muertos, y se abren por los dos lados.

Había llegado tan lejos como había podido.

Alguien llamó suavemente a la puerta de la habitación. Me puse los pantalones y la camiseta que llevaba cuando salí de viaje y descalzo, abrí la puerta.

La niña del café me estaba esperando.

Todo lo que había más allá de la puerta estaba tocado por la luz, una luz infinita y maravillosa como la que ilumina suavemente el cielo antes del amanecer, y oí a los pájaros cantar. La calle estaba en una colina, y las casas que tenía delante eran poco más que chozas. En el aire flotaba una especie de bruma que llegaba hasta el suelo y subía en espirales, como en una de esas viejas películas en blanco y negro, pero a mediodía habría desaparecido.

La niña era delgada y pequeña; no aparentaba más de seis años. Tenía los ojos empañados por una especie de cataratas, y su piel tenía un tono gris. Me ofrecía una taza blanca de las que se usan en los hoteles, la sostenía con mucho cuidado, con una manita en el asa y la otra debajo del plato. Estaba llena hasta la mitad de un líquido humeante del color del fango.

Me incliné para cogerla de sus manos y le di un sorbo. Estaba muy amargo y caliente, y me mantuvo despierto todo el camino.

—Gracias —le dije.

Alguien, en alguna parte, pronunciaba mi nombre.

La niña esperó pacientemente a que me terminara el café. Dejé la taza sobre la moqueta y alargué la mano para acariciar su hombro.

La niña alzó la mano, estiró sus grises deditos y me agarró la mano. Sabía que estaba con ella. Dondequiera que fuésemos ahora, iríamos los dos juntos.

Me vino a la cabeza algo que alguien me dijo una vez.

—No pasa nada. Cada nuevo día es una página en blanco —le dije.

La expresión de su cara no se alteró, pero asintió con la cabeza, como indicándome que me había oído, y me tiró del brazo, impaciente. Apretó fuerte mi mano con sus gélidos dedos y, finalmente, nos adentramos juntos en el brumoso amanecer.

Los otros

—A
quí el tiempo es fluido —dijo el demonio.

Supo que era un demonio en el mismo momento en que lo vio. Simplemente lo sabía, del mismo modo que sabía que aquel lugar era el infierno. Ninguno de los dos podría haber sido otra cosa.

La habitación era alargada, y el demonio esperaba junto a un brasero humeante situado en el otro extremo. De las paredes de piedra gris colgaban multitud de objetos, objetos que no habría sido prudente ni tranquilizador inspeccionar de cerca. El techo era bajo, el suelo, extrañamente insustancial.

—Acércate más —dijo el demonio, y el hombre obedeció.

El demonio estaba flaco como un fideo e iba desnudo. Tenía muchas cicatrices, y parecía que le hubieran arrancado la piel en un pasado remoto. Tampoco tenía orejas, ni sexo. Sus labios eran finos y tenían un aire ascético; sus ojos eran demoníacos: habían visto demasiado y habían llegado demasiado lejos, su mirada hacía que el hombre se sintiera más insignificante que una mosca.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó.

—Ahora —replicó el demonio, con una voz que no denotaba pena, ni tampoco deleite, tan sólo una rotunda y atroz resignación— vas a ser torturado.

—¿Por cuánto tiempo?

Pero el demonio se limitó a menear la cabeza y no respondió a la pregunta. Empezó a caminar despacio a lo largo de la pared, paseando su mirada de objeto en objeto. En el extremo más alejado de la pared, junto a la puerta cerrada, había un látigo de nueve correas hecho de alambres pelados. Con una mano en la que sólo había tres dedos, el demonio lo descolgó de la pared y volvió junto al hombre, transportando el macabro instrumento con suma ceremonia. Colocó las correas de alambre sobre el brasero y se quedó mirando cómo se calentaban.

—Eso es inhumano.

—Sí.

Los extremos de las nueve correas empezaban a adquirir un tono anaranjado.

Mientras alzaba el brazo para asestar el primer latigazo, dijo:

—Dentro de algún tiempo recordarás todo esto con cariño, incluso este momento.

—Eres un mentiroso.

—No —replicó el demonio—. Lo que viene después es peor —le explicó, justo antes de azotarle.

Entonces, las correas del látigo se estrellaron contra la espalda del hombre, desgarrando sus caras ropas, que ardían y se hacían tiras al contacto con los alambres incandescentes, y el hombre profirió un grito. Pero la cosa no había hecho más que empezar.

En las paredes esperaban aún doscientos once instrumentos de tortura y, a su debido tiempo, habría de probar cada uno de ellos.

Cuando, por fin, la Hija del Lazareno, a la que había llegado a conocer muy íntimamente, fue limpiada y colocada de nuevo en la pared en el puesto doscientos doce, entonces, con una mueca de dolor, masculló:

—Y ahora, ¿qué?

—Ahora —respondió el demonio— es cuando viene el dolor de verdad.

Y así fue.

Todo cuanto había hecho en su vida y que habría sido mejor no hacer; cada mentira que había dicho —ya fuera a sí mismo o a otros—; cada pequeño dolor que había infligido, y los grandes también... cada uno de ellos iba siendo extraído de su interior, detalle a detalle, centímetro a centímetro. El demonio le fue arrancando a tiras la piel del olvido, desnudándolo hasta dejar sólo la verdad, y aquello le dolió más que cualquier otra cosa.

—Dime qué pensaste cuando ella salió por la puerta —dijo el demonio.

—Pensé que mi corazón estaba roto.

—No —replicó el demonio, pero en su voz no había odio—, no fue eso lo que pensaste.

Se le quedó mirando fijamente con sus inexpresivos ojos, y él no tuvo más remedio que apartar la vista.

—Pensé: ya nunca sabrá que he estado acostándome con su hermana.

El diablo seguía diseccionando su vida, momento a momento, cada instante. Aquello duró unos cien años, o quizá mil —tenían todo el tiempo del mundo— y cuando se acercaba ya el final, se dio cuenta de que el demonio le había dicho la verdad: la tortura física había resultado más llevadera.

Y terminó.

Y una vez hubo terminado, volvió a empezar de nuevo. Sólo que ahora se conocía a sí mismo como no se había conocido nunca, lo que de alguna manera lo hacía todo aún más insoportable.

Ahora, mientras hablaba, se odiaba con toda su alma. Ya no había mentiras, ni evasivas, ni sitio para otra cosa que no fueran el dolor y la ira.

Estaba hablando. Había dejado de llorar. Y cuando terminó, unos mil años más tarde, rezó para que el demonio fuera hasta la pared y cogiera el cuchillo de despellejar, la pera oral o las empulgueras.

—Otra vez —dijo el demonio.

El hombre empezó a gritar. Estuvo gritando mucho tiempo.

—Otra vez —volvió a decir el demonio cuando hubo terminado.

Era como pelar una cebolla. Esta vez, al revisar su vida, comprendió que todo tiene sus consecuencias. Vio el resultado de las cosas que había hecho, resultado del que no era consciente mientras las hacía; las mil maneras en que había dañado al mundo; el mal que había hecho a personas a las que no conocía y con las que jamás se había tropezado. Era la lección más dura que había aprendido hasta ese momento.

—Otra vez —repitió el demonio, mil años más tarde.

El hombre se puso en cuclillas, junto al brasero, meciéndose levemente, con los ojos cerrados, y relató la historia de su vida, reviviéndola según la iba contando, desde su nacimiento hasta su muerte, sin alterar nada, sin dejarse nada en el tintero, haciendo frente a todo. Abrió su corazón de par en par.

Cuando terminó, se quedó allí sentado, con los ojos cerrados, esperando oír de nuevo aquella voz: «Otra vez». Pero el demonio permanecía en silencio. Abrió los ojos.

Se puso en pie, despacio. Estaba solo.

En el extremo opuesto de la habitación había una puerta abierta. Un hombre cruzó la puerta. Su rostro denotaba pavor, y también arrogancia y orgullo. El hombre, que iba vestido con ropa cara, avanzó vacilante unos cuantos pasos y luego se detuvo.

Cuando vio al hombre, lo comprendió todo.

—Aquí el tiempo es fluido —le dijo al recién llegado.

Recuerdos de familia y otros tesoros

I am his Highnes' dog at Kew

Pray tell me, sir, whose dog are you?

A
LEXANDER
P
OPE
,

On the Collar of a Dog Which I

Gave to His Royal Highness
[9]

P
odéis llamarme bastardo si queréis. Lo soy, en todas sus acepciones. Mi madre me tuvo dos años después de que la encerraran «por su propia seguridad»; fue en 1952, cuando tener un par de noches locas con los chicos de la zona podía suponer un diagnóstico de ninfomanía patológica, que les daba derecho a encerrarte en un manicomio «para protegerte a ti misma y al resto de la sociedad» con tal de que dos médicos firmaran la orden de internamiento. Uno de ellos fue su propio padre, mi abuelo, y el otro, el socio con quien compartía consulta en la zona norte de Londres.

De modo que sé quién era mi abuelo. Pero mi padre fue simplemente alguien que se tiró a mi madre en algún cuartucho de la residencia psiquiátrica de Saint Andrews. Una bonita palabra, ¿eh? Residencia. El nombre parece sugerir un lugar seguro: un sitio lejos del peligro y la hostilidad del mundo exterior. Nada que ver con la realidad de aquel agujero. Fui a verlo una vez, antes de que lo demolieran a finales de los setenta.

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