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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (7 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Se abrió la puerta.

No era Vernet, ni tampoco el Médico Cojo. Era uno de esos muchachos árabes que se ganan el pan haciendo recados —«en el negocio de pavimentos y suelas», como se solía decir en mi juventud.

—Con su permiso, caballeros —dijo— ¿vive aquí el señor Henry Camberley? Un caballero me pidió que le entregara esta nota.

—Yo soy Henry Camberley —le dijo mi amigo—. Te daré una moneda de seis peniques si me describes al caballero que te dio la nota.

El muchacho, que según nos dijo se llamaba Wiggins, mordió la moneda antes de guardársela en el bolsillo y nos explicó que era un tipo simpático, bastante alto, de cabello oscuro y, añadió, fumaba en pipa.

Tengo la nota aquí mismo, de modo que me tomaré la libertad de transcribirla.

Estimado señor:

No me dirijo a usted como a Henry Camberley, porque ése no es su verdadero nombre. Me sorprende que no usara usted el verdadero, pues es un nombre bien elegante y del que puede sentirse usted muy orgulloso. He leído algunos de sus estudios y, de hecho, mantuvimos una provechosa correspondencia hace dos años en relación con ciertas anomalías en su estudio sobre la Dinámica de los asteroides.

Me divertí mucho anoche, con nuestra pequeña mascarada. Pero me voy a tomar la libertad de darle algunos consejos que podrían ahorrarle muchas molestias en el futuro, en el ejercicio de la profesión a la que ahora se dedica. En primer lugar, cabe dentro de lo posible que un fumador de pipa lleve una pipa nueva y sin estrenar en su bolsillo y no lleve tabaco encima, pero es algo bastante insólito; tan insólito, al menos, como un empresario teatral que desconoce por completo las costumbres en cuanto al reparto de las ganancias en una gira teatral, y que además se hace acompañar por un antiguo oficial del ejército (Afganistán, si no me equivoco). Y a propósito, puesto que como bien dice usted las calles de Londres tienen oídos, quizá sería conveniente que, en lo sucesivo, no tome usted el primer coche que se le presente. Los cocheros también tienen oídos, y en ocasiones, incluso, los usan.

Sin embargo, reconozco que acertó de pleno con una de sus suposiciones: fui yo, en efecto, quien engatusó a esa monstruosa criatura para llevarla hasta aquella habitación en Shoreditch.

Por si le sirve de consuelo, le diré que, habiéndome documentado un poco sobre sus preferencias a la hora de divertirse, le dije que le había encontrado a una joven, recientemente raptada de un convento de Cornwall donde había crecido enclaustrada y sin conocer varón, y que la joven en cuestión se volvería completamente loca en cuanto viera su rostro y la acariciara.

De haber existido dicha joven, él habría gozado provocando su locura, como un hombre goza sorbiendo el dulce jugo de un melocotón maduro hasta que no queda de él más que la piel y el hueso. Les he visto hacerlo en alguna ocasión. Les he visto hacer cosas mucho peores que ésa. Y no es el precio que hay que pagar por la paz y la prosperidad. Es un precio demasiado alto.

El buen doctor —que es de mi misma opinión, y que en efecto escribió aquel opúsculo, pues tiene cierta facilidad para complacer al gran público— estaba esperándonos arriba, con su colección de bisturíes.

Le envío esta nota, no para burlarme de usted y retarle a que me atrape —pues el doctor y yo ya hemos abandonado la ciudad, y no nos encontrará jamás—, sino para decirle que fue muy agradable sentir, al menos por un momento, que tenía frente a mí a un adversario digno de consideración. Digno de mucha más consideración que esas inhumanas criaturas de más allá del Abismo.

Mucho me temo que la compañía teatral de los Strand Players tendrá que buscarse un nuevo director.

No firmaré esta carta como Vernet, y hasta que la cacería haya terminado y el hombre sea restaurado en el lugar que le corresponde, le ruego que piense en mí simplemente como

Rache.

El inspector Lestrade se precipitó fuera de la habitación, llamando a sus hombres. Hicieron que el joven Wiggins les llevara hasta el lugar en el que el hombre le había entregado la nota, como si esperaran que Vernet fuera a estar esperándolos allí, fumándose una pipa tranquilamente. Mi amigo y yo les vimos correr desde la ventana, qué pérdida de tiempo.

—Darán orden de cerrar estaciones y puertos, y registrarán todos los trenes y barcos que zarpen de Albión rumbo al continente o al Nuevo Mundo —dijo mi amigo—, buscando a un hombre alto y a su acompañante, un hombre más bajo, rechoncho, médico de profesión y con una leve cojera. Bloquearán cualquier posible salida del país.

—¿Cree usted que lo atraparán, entonces?

Mi amigo negó con la cabeza.

—Puede que me equivoque —dijo—, pero juraría que él y su amigo están ahora mismo a tan sólo una milla de aquí, en el suburbio de Saint Giles, donde la policía no entrará si no es en patrullas de a doce. Se esconderán allí hasta que la cosa se calme, y entonces seguirán con sus asuntos.

—¿Qué le hace pensar que será así?

—Querido amigo —replicó—, eso es lo que yo haría si estuviera en su lugar. Y, a propósito, debería usted quemar esa nota.

Fruncí el ceño.

—Pero es una prueba —objeté.

—No es más que basura sediciosa —respondió mi amigo.

Y, en efecto, debería haberla quemado. De hecho, le dije a Lestrade cuando regresó que había quemado la nota, y él me felicitó por mi buen juicio. Lestrade conservó su puesto, y el príncipe Alberto le escribió una nota a mi amigo felicitándole por sus deducciones y lamentando, no obstante, que el autor del crimen siguiera en libertad.

A día de hoy, aún no han atrapado a Sherry Vernet, o como quiera que se llamase en realidad, ni tampoco han hallado ninguna pista sobre el paradero de su cómplice, al que al parecer identificaron como un antiguo cirujano militar que responde al nombre de John (o quizá James) Watson. Curiosamente, se descubrió que también había estado en Afganistán. Me pregunto si llegaríamos a coincidir en alguna ocasión.

Mi hombro, el que la Reina tocó, continúa mejorando, la carne va rellenando la herida y la va cerrando. Dentro de nada volveré a ser un tirador de primera.

Una noche, hace varios meses, estando los dos solos, le pregunté a mi amigo si recordaba la correspondencia a la que hacía referencia en su nota aquel hombre que se hacía llamar Rache. Mi amigo me dijo que la recordaba perfectamente, y que «Sigerson» (pues ése era el nombre que había utilizado entonces, explicando que era islandés) se había inspirado en una ecuación de mi amigo para sugerir una serie de delirantes teorías ahondando en la relación entre masa, energía y la hipotética velocidad de la luz. «Bobadas, desde luego —dijo mi amigo, sin sonreír—. Pero bobadas inspiradas y peligrosas, no obstante.»

Finalmente, llegó una nota de palacio en la que se nos comunicaba que la Reina estaba muy satisfecha con el talento que mi amigo había demostrado durante la investigación, y ahí se quedó la cosa.

No obstante, dudo de que mi amigo se olvide del caso; no lo dará por concluido hasta que uno de los dos mate al otro.

Guardé la nota. He revelado en esta narración ciertas cosas que no debería. Si yo fuera un hombre sensato, quemaría todas estas páginas, pero, como bien me enseñó mi amigo, incluso las cenizas pueden revelar sus secretos. De modo que guardaré estos papeles en una caja de seguridad, en mi banco, y dejaré instrucciones para que la caja no se abra hasta mucho después de que todos los personajes aquí mencionados hayan muerto. Aunque, a la luz de los sucesos recién acaecidos en Rusia, temo que ese día pueda estar más cerca de lo que a cualquiera de nosotros nos gustaría pensar.

S. M. Comandante (Retirado)

Baker Street,

Londres, Nueva Albión, 1881

La danza de las hadas
[4]

Si volviera a ser joven otra vez, cuando sueños

y muerte me parecían tan lejanos,

No dividiría mi alma en dos, ni dejaría

una mitad en el mundo de los hombres,

para que mi otra mitad se quedara en casa,

buscando en vano el País de las Hadas,

ni caminaría mi alma por

angostos caminos y tortuosos senderos,

donde podría encontrarme con una joven hada que

me sonreiría y me saludaría con tres besos,

y cogería águilas salvajes en pleno vuelo y

me clavaría a un árbol herido por el rayo

Y si mi corazón quisiera apartarse de ella o

escapar, huir de ella,

lo envolvería en un enjambre de estrellas y después

se lo llevaría con ella

Y un día, cuando se cansara de él, se aburriera

y terminara con él,

Lo dejaría junto a un arroyo en llamas, y unos

niños se lo llevarían corriendo.

Se divertirían jugando con él y

lo estirarían hasta hacerlo largo y cruel y delgado,

lo cortarían en cuatro pedazos y después

lo usarían para encordar un violín.

Y pulsarían mi corazón día y noche

tocando una canción

tan lacrimosa, desgarrada y extraña que

todo aquel que la escuchara se pondría a bailar

y a cantar y a dar vueltas y se caería y zapatearía y

seguiría saltando y resbalaría y volvería a bailar

y al final, con ojos brillantes como ascuas, se

desharía en ruedas de oro...

Pero no soy joven ya; sesenta

años hace que se llevaron mi corazón

para tocar su terrible música más allá

del valle del sol.

Miro con sincera envidia a todo aquel que posee

una única alma y no osa exponerse

al viento que sopla más allá de la luna,

a todo aquel que no oye la danza de las hadas.

Si no oyes la danza de las hadas, no

se detendrán para robarte el aliento.

De joven fui un inconsciente. Envolvedme pues

en sueños y muerte.

La presidencia de Octubre

O
cupaba la presidencia Octubre, así que hacía fresco aquella noche, y las hojas que caían de los árboles tenían tonos rojizos y anaranjados. Los doce meses estaban sentados alrededor de una hoguera, asando unas inmensas salchichas ensartadas en palos —el fuego chisporroteaba con las gotas de grasa que caían sobre la fogata hecha de ramas de manzano— y bebiendo sidra, que les dejaba en la boca un sabor áspero y acidulado.

Abril mordió delicadamente su salchicha, que reventó al contacto con sus dientes y le manchó la barbilla con el jugo abrasador.

—Maldita sea, bazofia infecta —dijo.

Marzo, sentado junto a ella, soltó una carcajada y le ofreció un gigantesco y cochambroso pañuelo.

—Toma —le dijo.

Abril se limpió la barbilla y replicó:

—Gracias. Me he quemado con el puñetero amasijo de tripas éste. Seguro que mañana tengo una ampolla.

Septiembre bostezó.

—Mira que eres hipocondríaca —dijo, sentado al otro lado del fuego—. Y francamente malhablada.

Septiembre tenía un fino bigote y unas buenas entradas que le daban un aspecto casi venerable.

—Déjala en paz —le reprendió Mayo. Llevaba el cabello muy corto y unas anticuadas botas. Se estaba fumando un cigarrillo marrón que dejaba en el aire un fuerte aroma a clavo—, tiene la piel muy sensible.

—Oh, usted perdone, señorita —replicó Septiembre en tono burlón.

Octubre, consciente de su posición como presidente, bebió un sorbo de sidra, se aclaró la garganta y dijo:

—Bien. ¿Quién quiere empezar? —Como presidente en funciones, ocupaba una silla tallada en madera de roble con incrustaciones de fresno, cedro y cerezo. Los otros once estaban sentados alrededor de la hoguera en unos tocones pulidos por años de uso.

—¿Y qué hay de las actas? —inquirió Enero—. Siempre levantamos acta cuando yo presido la reunión.

—Pero no eres tú quien la preside hoy, ¿verdad que no? —replicó Septiembre, una elegante criatura burlonamente solícita.

—¿Y qué hay de las actas? —repitió Enero—. No puedes ignorarlas.

—Olvídate de las dichosas actas —intervino Abril, pasándose la mano por sus largos cabellos dorados—. Yo creo que debería empezar Septiembre.

Septiembre se puso hueco y asintió.

—Será un placer —dijo.

—Eh —exclamó Febrero—. Eh, eh, eh, eh, eh, eh, eh. Aún no he oído al presidente ratificar eso. Aquí no empieza nadie hasta que Octubre diga quién empieza, y después, todo el mundo se calla. ¿No podríamos hacer las cosas con un poquito de orden? —Y miró fijamente a sus compañeros menudos, pálidos y vestidos en diversos tonos de azul y de gris.

—Me parece bien —terció Octubre. En su barba se apreciaban múltiples matices de color, como los de una arboleda en otoño: castaño oscuro, cobrizo, burdeos. Tenía las mejillas sonrosadas, lo que le daba un aspecto bonachón y familiar, como el de un amigo de toda la vida—, que comience Septiembre. Pero empecemos de una vez.

Septiembre introdujo en su boca el último trozo de salchicha, la masticó con deleite y apuró su vaso de sidra. A continuación, se puso en pie, hizo una reverencia y comenzó a hablar.

—Laurent DeLisle era el mejor cocinero de todo Seattle, o al menos, eso opinaba Laurent DeLisle, y las estrellas de Michelin que lucían en la puerta de su restaurante le avalaban. Era un gran chef, ciertamente (su volován de cordero había sido premiado en numerosas ocasiones, y la revista
Gastronome
llegó a calificar sus codornices ahumadas con ravioli al aroma de trufa blanca como «la décima maravilla del mundo»), pero su mayor pasión y la verdadera fuente de su orgullo había sido siempre su espléndida bodega... mmm, qué bodega.

»Y sé bien lo que me digo. En mí se cosechan las últimas uvas blancas y la mayor parte de las rojas: sé apreciar un buen vino, el aroma, el gusto, y también el posgusto.

»Laurent DeLisle solía comprar sus vinos en subastas, a coleccionistas privados y a reputados comerciantes: quería que todos sus caldos tuvieran pedigrí, pues cuando uno paga cinco mil, diez mil e incluso cien mil dólares, euros o libras por una botella, es fácil que intenten estafarle.

»Su más preciado tesoro —la joya de la corona—, el más raro entre los raros y el no va más de su sofisticada bodega era una botella de Château-Lafitte de la cosecha de 1902. Figuraba en su carta de vinos y tenía un precio de ciento veinte mil dólares, aunque en realidad su valor era incalculable, pues no había ninguna otra botella como ésa en todo el mundo.

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