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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (8 page)

BOOK: Objetos frágiles
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—Perdona un momento —le interrumpió Agosto. Era el más gordo de los doce, y peinaba hacia el centro sus escasos y dorados cabellos para ocultar la rosada calva.

Septiembre lo miró con impaciencia.

—¿Sí?

—¿Es aquella historia en la que un tipo rico pide una botella de vino para acompañar su cena, y el chef decide que lo que ha pedido para cenar no está a la altura del vino que ha pedido, y entonces le sirve otra cosa y resulta que al probarla el tipo rico sufre una especie de reacción alérgica a la comida y se muere y la botella de vino se queda sin beber?

Septiembre no contestó. Parecía muy molesto.

—Porque si es ésa, ya nos la has contado. La contaste hace años. Ya era tonta entonces y sigue siendo tonta ahora. —Agosto sonrió. Sus sonrosadas mejillas relucían a la luz de la hoguera.

Septiembre dijo:

—Está claro que el
pathos
y la cultura no son para todo el mundo. Algunos prefieren comer salchichas y beber cerveza, y a otros nos gusta...

Entonces, intervino Febrero:

—Vaya, odio tener que admitirlo pero, en cierto modo, Agosto tiene razón. La historia debería ser nueva.

Septiembre alzó una ceja y frunció los labios.

—Pues no tengo más que decir —replicó abruptamente. Y volvió a sentarse en su tocón.

Sentados alrededor del fuego, los meses del año intercambiaron miradas.

Junio, dubitativa e inocente, levantó la mano y dijo:

—Yo tengo una sobre una mujer policía de las que vigilan el monitor de rayos X en el aeropuerto de La Guardia. Le bastaba con ver en la pantalla el contenido de sus equipajes para adivinarlo todo sobre los pasajeros, y un día vio un equipaje tan bonito que se enamoró de su dueño y trató de adivinar a cuál de los pasajeros que había en la cola pertenecía, pero no fue capaz, y se pasó meses y meses suspirando por aquel tipo. Cuando el dueño volvió, lo reconoció, y resultó ser un anciano indio, y ella era una joven negra muy guapa, de unos veinticinco años, y entonces se dio cuenta de que la cosa no podía ser y le dejó marchar, porque al ver el contenido de su equipaje en el monitor supo que al tipo no le quedaba mucho tiempo de vida.

—Está bien, joven Junio. Cuenta la historia —dijo Octubre.

Junio se le quedó mirando fijamente, como un animalillo asustado.

—Eso es lo que acabo de hacer —replicó.

Octubre asintió con la cabeza.

—Pues claro —dijo, sin dar tiempo a que los demás dijeran nada—. ¿Empiezo con mi historia, pues?

Febrero le espetó, con aire desdeñoso:

—Un momento, grandullón. El que preside la reunión no puede contar su relato hasta que todos los demás hayamos intervenido. No podemos ir directos al acontecimiento principal.

Mayo estaba colocando una docena de castañas en la rejilla que había sobre el fuego, ordenándolas meticulosamente con ayuda de unas tenazas.

—Déjale que cuente su historia. Dios sabe que no puede ser peor que la del vino, y además tengo cosas que hacer; las flores no florecen solas. ¿Quiénes están a favor?

—¿Estás proponiendo una votación formal? —terció Febrero—. No me lo puedo creer. —Y sacó unos pañuelos de su manga para secarse el sudor de la frente.

Se alzaron siete manos. Cuatro se quedaron quietas: Febrero, Septiembre, Enero y Julio.

—No es nada personal —dijo Julio, en tono de disculpa—, es una simple cuestión de procedimiento. No es bueno sentar un precedente.

—Aclarada la cuestión —dijo Octubre—, ¿alguien más quiere decir algo antes de comenzar mi historia?

—Esto... sí. Hay momentos... —comenzó Junio—... hay momentos en que tengo la impresión de que hay alguien observándonos entre los árboles, y cuando me doy la vuelta no veo a nadie. Pero, aun así, estoy convencida de que nos observan.

—Eso es porque estás un poco majareta —replicó Abril.

—Mm —dijo Septiembre—. Ésa es nuestra Abril. Es una chica sensible, pero sigue siendo la más cruel
[5]
.

—Basta ya —terció Octubre, acomodándose en su silla. Abrió una avellana con los dientes, le quitó la cáscara y la arrojó a la hoguera. Después, inició su relato.

Había una vez un niño, comenzó Octubre, que se sentía infeliz en su casa, aunque nadie le pegaba. No encajaba bien en su familia, ni en su pueblo, ni en su vida en general. Tenía dos hermanos mayores, gemelos entre sí, que se pasaban la vida chinchándole e ignorándole y, además, eran unos chicos muy populares. Les gustaba jugar al fútbol; en algunos partidos, uno de los gemelos metía más goles y se convertía en el héroe del día, y en otros partidos era el otro gemelo el que marcaba más goles. Su hermano pequeño no jugaba al fútbol. Los gemelos le habían puesto un mote; le llamaban el Enano.

Le habían llamado así desde que era un bebé y, al principio, sus padres les regañaban por ello.

Los gemelos se defendían: «Pero es que es el más enano de los tres. Miradle a él, y miradnos a nosotros». Por aquel entonces los gemelos tenían seis años. Sus padres pensaron que era un detalle muy mono. Un mote como el Enano puede resultar contagioso, así que poco tiempo después la única que le seguía llamando Donald era su abuela, cuando le telefoneaba por su cumpleaños, y la gente que no le conocía.

En aquel momento, quizá porque los nombres tienen cierto poder, era realmente un enano: flacucho, pequeño y nervioso. Desde pequeño, su nariz tendía a moquear, y llevaba ya diez años moqueando. A la hora de comer, si a los gemelos les gustaba lo que había de comida, se la robaban; si, por el contrario, no les gustaba, se las arreglaban para deshacerse de su ración dejándola en su plato, y acababa cargándosela por no terminarlo.

Su padre nunca se perdía un partido de fútbol y, después, solía comprar un helado al gemelo que más goles había metido, y otro helado al que había metido menos como premio de consolación. Su madre se autocalificaba de periodista, aunque básicamente se dedicaba a vender suscripciones y espacio para anuncios en los periódicos: había vuelto a trabajar a jornada completa cuando los gemelos crecieron lo suficiente para cuidarse ellos solitos.

En el colegio, los chicos de la clase del niño admiraban mucho a los gemelos. Le llamaron Donald durante algún tiempo en su primer año de colegio, hasta que se corrió la voz de que sus hermanos le llamaban el Enano. Sus profesores, por lo general, no le llamaban de ninguna manera, aunque en ocasiones se les oía comentar que era una pena que el menor de los Covay no tuviera ni el encanto ni la imaginación ni la vivacidad de sus hermanos.

El Enano no habría sabido decir cuándo pensó por primera vez en escaparse, ni cuándo sus fantasías habían cruzado el límite para convertirse en planes. Para cuando decidió definitivamente que se marchaba, ya tenía escondido bajo un plástico detrás del garaje un
tupper
que contenía tres barras de Mars, dos Milky Ways, una bolsa de nueces, un paquete de regaliz, una linterna, varios tebeos, un paquete de cecina y treinta y siete dólares en monedas de veinticinco centavos. Lo cierto era que no le gustaba nada la cecina, pero había leído que algunos exploradores habían sobrevivido varias semanas alimentándose sólo a base de cecina; fue precisamente al meter el paquete de cecina en el
tupper
y cerrar la tapa cuando supo que ya no tenía más remedio que fugarse.

Se había leído varios libros, periódicos y revistas. Sabía que estando fuera de casa podía encontrarse con gente mala y corría el riesgo de que le hicieran daño; pero también había leído muchos cuentos, y sabía que también hay personas buenas entre tanto monstruo.

El Enano tenía diez años y era un niño flaco e inexpresivo que siempre tenía mocos. Si vieras un grupo de niños e intentaras adivinar cuál de ellos es, seguro que te equivocarías. Sería otro. El más apartado. Ése en el que ni siquiera habías reparado.

Se pasó el mes de septiembre postergando la fuga. Fue un viernes verdaderamente malo, en el que sus dos hermanos se sentaron encima de él (y el que estaba sentado sobre su cara se tiró un pedo, riendo a carcajadas), cuando por fin decidió que por muchos monstruos que le esperaran ahí fuera no podían ser peores que sus dos hermanos, incluso podía ser que fueran menos malos.

Al día siguiente, sábado, le dejaron al cuidado de sus hermanos, pero los gemelos se largaron al pueblo a ver a una chica que les gustaba. El Enano fue a la parte de atrás del garaje, sacó el
tupper
de debajo del plástico y se lo llevó a su habitación. Vació su bolsa del colegio encima de la cama y metió dentro los dulces, los tebeos, el dinero y la cecina. Después, cogió una botella de refresco que estaba vacía y la llenó de agua.

El Enano fue caminando hasta el pueblo y cogió un autobús que se dirigía al oeste. Compró un billete por valor de diez dólares hasta un lugar que no conocía, lo que le pareció un buen comienzo y, al llegar, se bajó del autobús y continuó a pie. No había acera, de modo que, cuando venía algún coche, se apartaba y seguía caminando por el arcén para evitar accidentes.

El sol estaba ya alto. Empezaba a sentir hambre, así que rebuscó en su bolsa y sacó una barra de Mars. Al terminar, sintió sed y se bebió casi la mitad de la botella, sin darse cuenta de que iba a tener que racionarla. Había creído que, una vez fuera de la ciudad, encontraría fuentes por todas partes, pero aún no había visto ninguna. Aunque sí había un río que pasaba por debajo de un gran puente.

El Enano se detuvo en mitad del puente y se quedó mirando las turbias aguas del río. Recordó algo que había aprendido en el colegio: que todos los ríos van a parar al mar. Nunca había visto el mar de cerca. De un salto, se plantó en la orilla y caminó río abajo. Había un sendero embarrado que seguía por la orilla, y de vez en cuando se veían latas o bolsas de plástico que indicaban que otras personas habían seguido antes aquel sendero, pero no se encontró con nadie por el camino.

De un sorbo, se terminó lo que quedaba de agua.

Se preguntó si habrían empezado ya a buscarle. Se imaginó un montón de coches de policía, helicópteros y perros siguiendo su rastro. Lograría despistarlos. Pondría rumbo al mar.

El agua saltaba por encima de las rocas y salpicaba. Vio una garza azul, con las alas extendidas, que pasó volando a su lado, y las últimas libélulas de la temporada, y pequeños enjambres de mosquitos, que disfrutaban de los cálidos días del veranillo de San Miguel. El azul del cielo empezaba a oscurecerse, y vio un murciélago que volaba a la caza de los insectos que pululaban por el aire. El Enano empezó a plantearse dónde dormiría cuando llegara la noche.

Un poco más adelante, el sendero se bifurcaba, y tomó el camino que se apartaba del río esperando que le llevara hacia una casa o una granja con algún establo vacío para pasar la noche. Empezaba a atardecer, y siguió caminando un poco más hasta que por fin llegó a una granja medio en ruinas y de aspecto nada acogedor. El Enano la rodeó, sintiendo que por nada del mundo sería capaz de entrar en aquella casa y, a continuación, saltando por encima de una valla, llegó a un pastizal que parecía abandonado. Se tumbó en el suelo, colocó la bolsa bajo su cabeza a modo de almohada y se dispuso a dormir.

Estaba tumbado de espaldas, completamente vestido, y se puso a contemplar el cielo. La verdad era que no tenía nada de sueño.

—A estas horas ya se habrán dado cuenta de que me he marchado de casa —se dijo—. Seguro que están preocupados.

Se imaginó regresando a su casa dentro de unos años. La alegría en los rostros de sus padres y hermanos al verle llegar por el camino. La bienvenida. Su cariño...

Se despertó horas más tarde, con la luz de la luna bañando su cara. Podía verlo todo tan claro como a la luz del día, pero sin colores. Allá en el cielo brillaba la luna llena, o casi llena, y se imaginó que era el rostro de alguien que le miraba desde arriba.

Oyó una voz que decía:

—¿De dónde eres?

No estaba asustado, al menos de momento, pero se incorporó y miró a su alrededor. Árboles. Hierba alta.

—¿Dónde estás? No te veo.

Algo que había creído una sombra se movió, estaba junto a un árbol en el extremo del pastizal, y entonces pudo distinguir a un niño de su misma edad.

—Me he escapado de mi casa —le explicó el Enano.

—Vaya —replicó el otro niño—, para eso hacen falta muchas agallas.

El Enano sonrió con orgullo. No sabía muy bien qué decir.

—¿Te apetece dar una vuelta? —sugirió el niño.

—Claro —respondió el Enano. Colocó su bolsa junto a un poste de la valla para poder encontrarla después.

Bajaron por la pendiente, manteniéndose a distancia de la vieja granja.

—¿Vive alguien ahí? —preguntó el Enano.

—En realidad, no —le contestó el otro niño. Su cabello era tan rubio y fino que a la luz de la luna parecía casi blanco—. Hubo gente que lo intentó hace muchos años, pero no les gustó y acabaron marchándose. Luego llegaron otros. Pero en este momento está deshabitada. ¿Cómo te llamas?

—Donald —respondió el Enano, y aclaró—. Pero me llaman el Enano. Y tú, ¿cómo te llamas?

El niño vaciló un momento.

—Bienamado —replicó.

—Qué nombre tan chulo.

Bienamado le explicó:

—Antes tenía otro nombre, pero ya no puedo leerlo.

Se colaron por una cancela de hierro que había quedado oxidada y medio abierta, y salieron a un pequeño prado que había al final de la pendiente.

—Cómo mola este sitio —dijo el Enano.

En el prado había un montón de piedras de todos los tamaños. Piedras altas, más grandes que cualquiera de los dos niños, y piedras pequeñas, perfectas para sentarse. También había algunas que estaban rotas. El Enano sabía perfectamente qué clase de sitio era aquél, pero no tenía miedo.

—¿Quién está enterrado aquí?

—Buena gente, casi todos —respondió Bienamado—. Antes había un pueblo ahí, al otro lado de los árboles. Luego llegó el ferrocarril y construyeron un apeadero en la villa de al lado, y nuestro pueblo se fue quedando sin gente y, con el tiempo, las casas también se vinieron abajo. Ahora ya no hay más que árboles y matorrales. Puedes esconderte en los árboles y entrar en las casas en ruinas.

El Enano preguntó:

—¿Son como la granja de ahí atrás? Me refiero a las casas. —Si eran como aquélla, no quería entrar en ellas.

—No —contestó Bienamado—. Yo soy el único que entra en ellas de vez en cuando. Y algún que otro animal, también. Soy el único niño que hay por aquí.

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