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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (30 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Es un modo de hablar sobre el sexo, y sobre el miedo al sexo, y acerca de la muerte, y del miedo a la muerte. ¿Acaso se puede hablar de más cosas?

22.

El Mundo

—¿Sabes qué es lo más triste? —dijo ella—. Lo más triste es que somos vosotros.

Yo no dije nada.

—En tus fantasías —continuó ella— mi gente es como tú; sólo que un poco mejor. No morimos ni envejecemos ni sufrimos dolor o frío o sed. Somos elegantes. Poseemos la sabiduría de siglos. Ansiamos sangre, sí, pero no más de lo que tu gente anhela la comida, el afecto o la luz del sol. Además, nos hace salir de casa; o de la cripta, o el ataúd, o lo que sea.

—¿Y cuál es la verdad? —le pregunté.

—Somos vosotros —respondió—, somos vosotros con todas vuestras miserias, con todo aquello que os hace humanos: vuestros miedos, vuestra soledad y confusión... Nada de eso mejora.

»Pero somos más fríos que vosotros. Más muertos. Echo de menos la luz del día, la comida, cómo es tocar a alguien y preocuparse por él. Recuerdo la vida, y cómo era encontrarme con la gente como simple gente, no como cosas que te pueden alimentar o a las que puedes dominar. Recuerdo lo que era sentir algo, cualquier cosa: felicidad, pena; algo.

Entonces dejó de hablar.

—¿Estás llorando? —le pregunté.

—Nosotros no lloramos —dijo.

Como he dicho, aquella mujer era una mentirosa.

Alimentadores y alimentados

É
sta es una historia real, más o menos. Como tal os la cuento, por si a alguno de vosotros le sirve de algo.

Aquella noche hacía mucho frío, era tarde ya y me encontraba en una ciudad en la que no tenía derecho a estar. Al menos, no a semejantes horas. Prefiero no revelar el nombre de la ciudad. Acababa de perder el último tren y no tenía sueño, de modo que anduve deambulando por las calles cercanas a la estación hasta que encontré un bar de esos que abren toda la noche y entré a refugiarme del frío.

Ya conocéis esa clase de sitios; seguro que habéis entrado en alguno: el nombre del bar en un cartel de Pepsi colocado encima de una sucia cristalera y restos de huevo entre las púas de los tenedores. No tenía hambre, pero pedí una tostada y una taza de té para poder sentarme tranquilo un rato.

Había un par de clientes más, cada uno en su mesa; derrotados e insomnes, se inclinaban sobre sus platos vacíos, con sus sucios abrigos y sus chaquetones de trabajo abotonados hasta el cuello.

Me dirigía hacia la mesa con la bandeja en la mano cuando oí que alguien decía:

—¡Eh, tú! —Era una voz masculina, y yo sabía que se dirigía a mí—. Yo te conozco. Ven aquí, siéntate conmigo.

Al principio lo ignoré. No quería meterme en líos, no con la clase de gente que frecuenta sitios como aquél.

Entonces me llamó por mi nombre y me volví a ver quién era. Cuando alguien te llama por tu nombre, ¿qué otra cosa puedes hacer?

—¿No me reconoces? —preguntó. Yo negué con la cabeza. No conocía a nadie que tuviera esa pinta. No lo habría olvidado.

—Soy yo —dijo, su voz era un susurro plañidero—, Eddie Barrow. Venga, tío, tú me conoces.

Al decirme su nombre lo ubiqué, más o menos. Quiero decir que sabía quién era Eddie Barrow. Diez años antes habíamos trabajado juntos en una obra, la primera y única vez que probé suerte en un trabajo manual.

Eddie era un tipo alto y muy musculoso, tenía la sonrisa de una estrella de cine y un aspecto descuidado que resultaba tremendamente atractivo. Era ex policía. De vez en cuando me contaba anécdotas sobre cómo incriminaban a los delincuentes y sobre las palizas que les daban. Historias de crimen y castigo. Había dejado el cuerpo por un problemilla con uno de sus jefes. Me dijo que había sido la mujer del superintendente jefe quien le había obligado a abandonar la policía. Eddie siempre andaba metido en líos de faldas. Las mujeres lo adoraban.

Cuando trabajábamos juntos en aquella obra veía cómo le acosaban; le traían sándwiches, pequeños obsequios, y toda clase de cosas. Nunca vi que hiciera nada para gustarles de esa manera; simplemente le adoraban. Solía observarle para averiguar cómo lo hacía, pero no parecía que hiciera nada en especial. Finalmente, llegué a la conclusión de que simplemente era su modo de ser: grande, fuerte, no muy listo e increíblemente guapo.

Pero eso era hace diez años.

El hombre sentado a aquella mesa de fórmica no era precisamente guapo. Sus ojos estaban enrojecidos, habían perdido todo su brillo, y en su mirada no había la menor esperanza. Su piel tenía un aspecto macilento, estaba demasiado flaco, obscenamente flaco. Podía verle el cuero cabelludo bajo su pelo ralo y grasiento. Le dije:

—Pero ¿qué te ha pasado?

—¿Qué quieres decir?

—No tienes muy buen aspecto —le dije, aunque en realidad tenía muy mal aspecto; parecía como si estuviera acabado. Eddie Barrow había sido un tipo grande, y ahora estaba como consumido. No era más que piel y huesos.

—Sí —replicó. O quizá fuera más bien un «¿Sí?», no sabría decir. Y, a continuación, afirmó, con aire resignado—: Es algo que nos pasa a todos, tarde o temprano.

Hizo un gesto con su mano izquierda y señaló el asiento vacío que había enfrente de él. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo de su abrigo, y el brazo parecía extrañamente rígido.

La mesa de Eddie estaba junto al ventanal, a la vista de cualquiera que pasara por la calle. No me apetecía nada sentarme allí; de hecho, es el último sitio que habría elegido para sentarme. Pero ya era demasiado tarde. Me senté enfrente de él y empecé a sorber el té. No dije nada, lo que seguramente fue un error por mi parte. Un poco de charla insustancial habría mantenido a sus demonios a raya. Pero me limité a calentar mis manos colocándolas alrededor de la taza sin decir una sola palabra. Imagino que eso le hizo pensar que yo quería saber algo más, que me importaba. Pero en realidad no me importaba lo más mínimo. Ya tenía bastante con mis propios problemas. No tenía el menor interés en averiguar más detalles sobre su lucha con lo que fuera que le hubiera dejado en ese lamentable estado —ya fuera el alcohol, las drogas o una enfermedad—, pero él se puso a contarme su historia con voz monótona y yo le escuché.

—Vine aquí hace unos años, cuando se construyó la carretera de circunvalación. Luego me quedé, igual que tú. Alquilé una habitación en un viejo edificio detrás de Prince Regent's Street. Una buhardilla. En la casa vive una familia, pero tienen el piso de arriba alquilado, así que sólo están los caseros, la señorita Corvier y yo. Los dos vivimos en la buhardilla, pero cada uno en una habitación. Desde mi habitación la oía trastear por ahí. También había un gato. Era el gato de los caseros, pero le gustaba subir a saludarnos de vez en cuando, que es mucho más de lo que puedo decir de ellos.

»Yo siempre comía con mis caseros, pero la señorita Corvier no bajaba nunca a comer, así que no tuve ocasión de conocerla hasta pasada una semana. Me la encontré cuando salía del baño que compartíamos. Parecía muy vieja. Su cara estaba tan arrugada como la de un mono muy, muy mayor. Pero llevaba el pelo largo, hasta la cintura, como una jovencita.

»Es curioso lo que pasa con los ancianos, nunca piensas que puedan sentir lo mismo que tú. Lo que quiero decir es que aquella mujer tenía edad para ser mi abuela y sin embargo...

Hizo una pausa, se pasó la lengua por los labios y continuó.

—Bueno, el caso es que una noche subí a mi habitación y me encontré una bolsa de papel de estraza llena de setas que alguien había dejado en mi puerta. Inmediatamente supe que era un regalo. Un regalo para mí. Pero no parecían setas comunes y corrientes, así que llamé a su puerta.

»Le pregunté: ¿son para mí?

»Las he cogido yo misma, señor Barrow, me dijo.

»¿Y está segura de que no son venenosas?, le pregunté, ¿no serán setas "mágicas"?

»Ella se rio. Se partía de risa, la vieja. Son de las que se comen, me dijo. Están muy ricas. Son matacandiles. No tarde en comérselas porque se estropean enseguida. Salteadas con mantequilla y ajo es como más ricas están.

»Y yo le dije: ¿No quiere usted quedarse con unas cuantas?

»Y ella me dijo que no, que siempre le habían encantado las setas pero que ahora no le sentaban muy bien a su estómago. Pero son deliciosas, me dijo. Nada más sabroso que los matacandiles cuando son tiernos. Es increíble la cantidad de cosas que la gente no come. La de cosas que se pierden sólo por ignorancia.

»Le di las gracias y me fui a mi habitación. Habían reformado la buhardilla unos años antes y estaba muy bien, francamente. Dejé las setas en el fregadero. A los pocos días se habían convertido en una especie de puré negro, como tinta, y tuve que meterlas en una bolsa de plástico y tirarlas.

»Iba a bajar para tirarlas a la basura cuando me la tropecé en las escaleras. ¿Qué tal, señor B.?, me dijo.

»Qué tal, señorita Corvier.

»Llámeme Effie, me dijo. ¿Le gustaron las setas?

»Sí, gracias, le dije. Me encantaron.

»Luego siguió dejándome cosas, detalles, flores en botellas de leche vacías y cosas por el estilo. Pero, pasado un tiempo, dejó de hacerme regalos. La verdad es que fue un alivio.

»Un día bajé a comer con mis caseros, como siempre, y conocí a su hijo, que había vuelto a casa por vacaciones. Estábamos en agosto, me acuerdo porque hacía muchísimo calor. Durante la comida alguien comentó que hacía una semana que no veían a la señorita Corvier, y me pidieron que subiera a ver si se encontraba bien. Yo les dije que iría a ver.

»Y subí. No tenía echado el cerrojo, de modo que entré. Estaba en la cama, cubierta con una sábana muy fina, pero vi que estaba desnuda. No miré adrede, quiero decir, ¿quién querría ver a su abuela desnuda?, porque ya digo que podría haber sido mi abuela. Pero me pareció que se alegraba de verme.

»¿Quiere que llame al médico?, le pregunté.

»No estoy enferma, me dijo, tengo hambre, eso es todo.

»¿Está usted segura? Lo digo porque puedo llamar a alguien si usted quiere, de verdad que no es ninguna molestia. Siendo una persona mayor, el médico no tendrá inconveniente en desplazarse.

»Y entonces, ella me dijo: Edward, no quiero causar ninguna molestia, pero tengo mucha hambre.

»Entiendo. Bajaré a comprarle algo de comer. Algo fácil de digerir, para que no le caiga mal al estómago. Y lo que dijo entonces me dejó completamente descolocado. Parecía como si estuviera avergonzada, pero luego se decidió a hablar, aunque en voz muy baja. Carne, me dijo. Tiene que ser carne fresca, y cruda. No permitiré que nadie cocine para mí. Carne, por favor, Edward.

»No hay problema, le dije, y me fui. Se me pasó por la cabeza la idea de birlarle la comida al gato, pero no lo hice, claro. Ella quería carne y yo le había prometido que se la compraría, ya no podía volverme atrás. Bajé al súper y le compré carne picada, de solomillo, lo mejor que encontré.

»El gato me olisqueó al entrar en casa y subió detrás de mí. Yo le dije: aparta, que esto no es para ti. Es para la señorita Corvier, que anda un poco pachucha y le va a venir muy bien para cenar. El gato se puso a maullar como si llevaran una semana sin darle de comer, pero sabía que no era así porque aún tenía comida en su cacharro. Estúpido gato.

»Llamé a su puerta y me dijo que entrara. Seguía acostada. Le di la carne y me dijo: Gracias, Edward, eres un buen chico. Y, sin más preámbulos, se puso a abrir el paquete allí mismo, en la cama. La parte de abajo de la bandeja estaba manchada de sangre y empezó a gotear sobre la sábana, pero ni siquiera se dio cuenta. Sólo de pensarlo me dan escalofríos.

»Me dirigí hacia la puerta, pero podía oírla comer. Se llevaba la carne a la boca con los dedos, directamente. Y no creas que se levantó, no, se la comió allí mismito, en la cama.

»Pero al día siguiente se levantó como nueva. No hacía más que entrar y salir a todas horas, me parecía increíble que una mujer de su edad pudiera recuperarse de un día para otro y andar de aquí para allá con tanta energía. Y ahí está el quid de la cuestión. Dicen que comer carne roja no es bueno para la salud, pero a ella le dio la vida, literalmente. Y se la comió cruda. Claro que, a fin de cuentas, es como comerse un
steak tartare,
¿no? ¿Tú has comido carne cruda alguna vez?

La pregunta me pilló desprevenido.

—¿Yo?

Eddie me miró con sus ojos mortecinos y replicó:

—Aparte de mí, no veo que haya nadie más en esta mesa.

—Sí, alguna vez. Cuando era pequeño (tendría unos cuatro o cinco años), salí a la compra con mi abuela un día y el carnicero me dio unas lonchitas de hígado crudo. Me las comí allí mismo, en la carnicería, y a todos les hizo mucha gracia.

Hacía veinte años ya, y no había vuelto a acordarme hasta ese momento. Pero era verdad.

Todavía me gusta el hígado poco hecho y, a veces, cuando estoy cocinando y nadie me ve, corto un pedacito de hígado antes de cocinarlo y me lo como crudo. Me encanta la textura que tiene, y ese sabor ferruginoso que te deja en la boca.

—Yo no —me dijo—. A mí me gustaba la carne bien hecha. Pero sigo contándote. Lo siguiente que pasó fue que
Thompson
desapareció.

—¿Thompson?

—El gato. Alguien me contó que al principio había dos gatos, los llamaban
Thompson
y
Thompson.
No me preguntes por qué. A mí me parece una estupidez, tener dos gatos y llamarlos igual. Al primero, por lo visto, lo atropello un camión.

Mientras hablaba, iba barriendo con un dedo el azúcar que había en la mesa e iba haciendo un montoncito con él. Todo esto con la mano izquierda siempre. A esas alturas empezaba a preguntarme si tendría mano derecha. Quizá no hubiera nada dentro de aquella manga. Pero tampoco era asunto mío. Nadie pasa por la vida sin perder unas cuantas cosas por el camino.

Estaba buscando la manera de interrumpirle y decirle que no tenía dinero, por si me estaba contando toda aquella historia para pedirme dinero. Y era verdad que no lo tenía: tan sólo tenía mi billete de tren y unos cuantos peniques sueltos, lo justo para poder coger el autobús y volver a casa.

—Nunca he sido muy partidario de los gatos —comentó de repente—. La verdad es que no me gustan. Prefiero a los perros; son grandes y leales. Con un perro siempre sabe uno a qué atenerse. Con los gatos no, ellos van a su bola. Desaparecen cada dos por tres, y te pasas días y días sin verles el pelo. Cuando era crío teníamos un gato en casa. Se llamaba
Ginger.
Un poco más abajo vivía una familia que tenía un gato llamado
Marmalade.
Al final resultó que era el mismo gato y que le estábamos dando de comer por partida doble. Lo que quiero decir es que esos animales no son de fiar.

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