Authors: Neil Gaiman
S
upongo que podría afirmar que siempre había sospechado que el mundo era un vulgar fraude mal urdido, una mala tapadera que encubre algo más profundo, más raro e infinitamente más extraño, y que, de alguna manera, yo ya sabía la verdad. Pero tengo la impresión de que esto no es nada nuevo, de que el mundo siempre ha sido así. Incluso ahora que sé la verdad —tú también la sabrás, mi amor, en cuanto leas esto—, el mundo sigue pareciéndome un vulgar fraude mal urdido. Un lugar diferente, un engaño diferente, pero eso es lo que me parece.
Me dicen: «Ésta es la verdad», y yo pregunto: «¿Y eso es todo?». Y ellos me responden: «Más o menos. En gran medida. Hasta donde nosotros sabemos».
Pues bien. Corría el año 1977, y lo más parecido a un ordenador que había manejado en mi vida era una calculadora grande y cara que me había comprado pocos días antes. Pero perdí el manual de instrucciones, así que no tenía ni idea de lo que se podía hacer con ella. Sabía usarla para sumar, restar, multiplicar y dividir, y me alegraba de no tener que calcular cosenos, ni senos, ni tangentes, ni funciones gráficas o cualquier otra operación complicada que pudiera resolver aquel trasto, porque como la RAF me acababa de rechazar, había encontrado un puesto de contable en un modesto almacén de alfombras de ocasión en Edgware, en la zona norte de Londres, casi al final de la Northern Line. Fingía no inmutarme cuando veía volar un avión, que no me importaba que hubiera un mundo del que me habían excluido a causa de mi excesivo tamaño. Me limitaba a seguir anotando números en un libro enorme de doble contabilidad. Estaba sentado a mi escritorio —una mesa situada al fondo del almacén— cuando el mundo empezó a licuarse delante de mis narices.
En serio. Era como si las paredes, el techo, los rollos de alfombras y el calendario del
News of the World
con fotografías de chicas en topless estuvieran hechos de cera y, de repente, empezaran a rezumar y a fluir. Por la ventana podía ver las casas de alrededor, y el cielo, y las nubes y la calle y, de repente, todo aquello se derritió y empezó a fluir también, y detrás de todo no había más que la más absoluta oscuridad.
Y allí estaba yo, de pie en medio del charco en el que se había convertido el mundo; una cosa rara de brillantes colores que ni siquiera cubría la punta de mis zapatos marrones de piel. (Mis pies son tan grandes que parecen cajas de zapatos. Las botas me las tienen que hacer a medida; siempre me cuestan un ojo de la cara.) El charco proyectaba hacia arriba una luz muy extraña.
De haber sido una ficción, probablemente me habría negado a creer que estuviera sucediendo de verdad, seguramente me habría preguntado si me habían drogado o estaba soñando. Pero lo cierto es que yo estaba allí y todo aquello era real, así que me quedé mirando la oscuridad y a continuación, al ver que no ocurría nada más, eché a andar, chapoteando en medio de un mundo líquido, dando voces para comprobar si había alguien más por allí.
Algo parpadeó justo delante de mí.
—Eh, tú —dijo una voz. Tenía acento americano, pero había algo raro en su entonación.
—Hola —saludé.
Continuó parpadeando todavía unos segundos y luego vi a un hombre vestido de forma elegante y con gafas de concha.
—Eres un tipo muy grande —me dijo—. ¿Lo sabías?
Pues claro que lo sabía. Tenía diecinueve años y ya medía dos metros. Mis dedos son como plátanos. Los niños se asustan al verme. Y lo más probable es que no llegue a cumplir los cuarenta: la gente como yo suele morir joven.
—¿Qué es lo que está pasando? —le pregunté—. ¿Lo sabes?
—Un misil enemigo ha hecho impacto contra una de nuestras unidades centrales de proceso —me explicó—. Doscientas mil personas conectadas en paralelo han salido volando por los aires y se han quedado destrozadas. Naturalmente, disponemos de un espejo
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, y empezará a funcionar de manera inmediata. Durante un par de nanosegundos, mientras arreglamos la unidad de proceso de Londres, seguirás flotando en mitad de la nada.
—¿Eres Dios? —le pregunté. Nada de lo que acababa de contarme tenía ningún sentido para mí.
—Sí. No. En realidad, no —respondió—. No en el sentido que tú le das a esa palabra, en cualquier caso.
Y entonces, el mundo dio una sacudida y otra vez eran las nueve de la mañana y yo acababa de llegar al trabajo y me estaba sirviendo una taza de té. Fue el
déjà vu
más largo y más extraño que he tenido nunca. Durante veinte minutos supe de antemano todo lo que los demás iban a hacer o decir. Y después se acabó, el tiempo volvió a transcurrir normalmente; un segundo después de otro, como debe ser.
Y pasaron las horas, y los días, y los años.
Perdí mi empleo en el almacén de alfombras y conseguí un puesto de contable en una empresa de maquinaria industrial. Me casé con una chica que conocí en la piscina —se llamaba Sandra— y tuvimos un par de hijos, ambos de tamaño completamente normal. Pensaba que mi matrimonio podría sobrevivir a cualquier cosa, pero me equivoqué; Sandra me dejó y se llevó a los niños. Para entonces tenía ya veintitantos años, estábamos en 1986 y había conseguido un trabajo nuevo en una pequeña tienda de informática de Tottenham Court Road. Resultó que se me daba bien vender ordenadores.
Me gustaban los ordenadores.
Me gustaba cómo funcionaban. Fue una época apasionante. Recuerdo nuestra primera partida de ordenadores AT, algunos tenían 40 megas de disco duro... En fin, en aquella época todavía era bastante fácil de impresionar.
Seguía viviendo en Edgware y cogía el metro de la Northern Line todos los días para ir a trabajar. Una tarde, había cogido el metro para volver a casa —acabábamos de pasar la estación de Euston, donde se habían bajado la mitad de los pasajeros— y me entretenía observando por encima del
Evening Standard
a la gente que iba en el mismo vagón que yo y tratando de imaginar quiénes eran, cómo serían en realidad: la chica negra y delgada que escribía diligentemente en su cuaderno, la menuda ancianita del sombrero de terciopelo verde, la chica del perro, el hombre barbudo que llevaba turbante...
El tren se paró en mitad del túnel.
O, al menos, así lo interpreté yo: me pareció que el tren se había detenido. Todo se quedó en silencio.
Y entonces paramos en la estación de Euston y se bajaron la mitad de los pasajeros. Y yo observaba a mis compañeros de viaje y trataba de imaginar cómo serían en realidad cuando el tren se detuvo en mitad del túnel y todo se quedó en silencio.
Y, a continuación, una tremenda sacudida me hizo pensar que habíamos chocado con otro tren.
Y entonces paramos en la estación de Euston y se bajaron la mitad de los pasajeros. Después, el tren se detuvo en mitad del túnel y todo se quedó...
(«El servicio se reanudará en cuanto sea posible», susurró una voz dentro de mi cabeza.)
Y esta vez, cuando el tren aminoró la marcha para entrar en la estación de Euston, me pregunté si no estaría volviéndome loco: me sentía como si fuera un vídeo que alguien estuviera rebobinando continuamente hacia atrás y hacia delante. Sabía lo que estaba pasando, pero no podía hacer nada al respecto, nada que pudiera romper aquel bucle temporal.
La chica negra que iba sentada a mi lado me pasó una nota. «¿ESTAMOS MUERTOS?», decía.
Me encogí de hombros. No tenía ni idea. Pero era una explicación tan válida como cualquier otra.
Lentamente, todo empezó a fundirse a blanco.
No había suelo bajo mis pies, tampoco había techo, ni distancia, ni tiempo. Estaba en un lugar completamente blanco. Y no estaba solo.
El hombre llevaba unas gafas con una gruesa montura de concha, y un traje que bien podía ser un Armani.
—¿Otra vez tú? —me dijo—. El tipo grande. Acabo de hablar contigo hace un momento.
—Yo diría que se equivoca —repliqué.
—Fue hace media hora. Cuando cayeron los misiles.
—¿En el almacén de alfombras? Aquello sucedió hace años. Media vida.
—En realidad sólo han pasado treinta y siete minutos. Hemos estado funcionando en modo acelerado desde entonces, tratando de salir del paso mientras procesamos las posibles soluciones.
—¿Quién ha disparado los misiles? —le pregunté—. ¿Los rusos? ¿Los iraníes?
—Extraterrestres —respondió.
—¿Es una broma?
—Por lo que sabemos, no. Llevamos un par de años enviando señales al espacio y, por lo visto, alguien ha debido de recibir alguna de ellas. Nos enteramos cuando llegaron los primeros misiles. Nos ha llevado sus buenos veinte minutos poner en marcha un plan de respuesta. Por eso hemos estado procesando a toda velocidad. ¿Sientes que esta última década se te ha pasado volando?
—Sí, supongo que sí.
—Pues ya sabes por qué. La hemos procesado muy deprisa, aunque hemos intentado mantener la normalidad de la realidad mientras coprocesábamos.
—¿Y qué pensáis hacer ahora?
—Contraatacar, por supuesto. Vamos a echarles de aquí. Pero me temo que aún nos llevará un tiempo: todavía no tenemos la maquinaria adecuada. Tenemos que construirla.
El blanco estaba empezando a desvanecerse ya, empezaban a verse rosas oscuros y rojos apagados. Abrí los ojos. Por primera vez, me atraganté. Eran demasiadas cosas para asimilarlas todas de una vez.
Bien. El mundo se volvió nítido otra vez y era como un laberinto de túneles, extraño y oscuro, y completamente inverosímil. No tenía ningún sentido. Nada tenía sentido. Era real y, al mismo tiempo, una pesadilla. Aquello duró apenas treinta segundos, pero cada frío segundo me pareció una microscópica eternidad.
Y entonces paramos en la estación de Euston y se bajaron la mitad de los pasajeros...
Me puse a hablar con la chica negra que estaba sentada a mi lado. Se llamaba Susan. Unas semanas más tarde se vino a vivir conmigo.
El tiempo retumbaba y se estiraba. Supongo que empezaba a desarrollar cierta sensibilidad al fenómeno. Puede que supiera lo que iba buscando —o, al menos, sabía que había algo que buscar, aunque no supiera exactamente qué.
Una noche, cometí el error de contarle a Susan parte de lo que creía que estaba pasando —lo de que nada de esto era real—. Le dije que en realidad éramos como procesadores conectados a una unidad central, o como simples chips baratos de un ordenador del tamaño del mundo, y que vivíamos en una especie de alucinación colectiva que generaba en nosotros una ilusión de felicidad y nos permitía comunicarnos y soñar utilizando la pequeñísima parte de nuestro cerebro que ellos no necesitaban —fueran quienes fuesen esos «ellos»— para efectuar sus cálculos y almacenar información.
—Somos memoria —le dije—. Tan sólo eso: memoria.
—Me estás tomando el pelo —me respondió, con voz trémula—. Es un cuento que te acabas de inventar.
Cuando hacíamos el amor, siempre quería que me mostrara agresivo con ella, pero yo no me atrevía. No estaba seguro de saber controlar mi propia fuerza, soy muy torpe. Tenía miedo de hacerle daño.
Nunca quise hacerle daño, así que dejé de contarle mis ideas y decidí que era mejor besarla y fingir que todo había sido una broma, aunque no tenía ninguna gracia...
Pero me dio igual. El fin de semana siguiente, me abandonó.
La echaba de menos, la echaba muchísimo de menos; fue muy doloroso separarme de ella. Pero la vida sigue.
Los
déjà vu
se iban haciendo cada vez más frecuentes. De pronto, los sonidos se entrecortaban, el tiempo daba saltos, las imágenes parpadeaban y las cosas se repetían. Algunas veces, se repetía una mañana entera. Incluso llegué a perder un día. Era como si el tiempo se hubiera fragmentado y no supieran en qué orden colocar los fragmentos.
Y, de pronto, me levanté una mañana y volvíamos a estar en 1975. Tenía, pues, dieciséis años y, al salir de clase después de un día infernal, me dirigí a la oficina de reclutamiento de la RAF, que estaba en Chapel Road, junto a una tienda de kebabs.
—Eres muy grande —me dijo el tipo de la oficina de reclutamiento.
Al principio me dio la impresión de que hablaba con acento americano, pero me dijo que era canadiense. Llevaba unas gafas muy grandes, con montura de concha.
—Sí —repliqué.
—¿Y quieres volar?
—Más que nada en el mundo.
En ese momento, sentí como si recordara vagamente otro mundo en el que me había olvidado ya de que quería ser piloto, lo que se me antojaba tan extraño como olvidarme de mi propio nombre.
—En fin —dijo el tipo de las gafas de concha—, tendremos que saltarnos unas cuantas normas. Pero estarás surcando los cielos en un periquete.
Y hablaba en serio.
Después de eso, los años pasaron a toda velocidad. Y tengo la impresión de que todos esos años me los pasé volando en aviones de todo tipo, encajonado en cabinas minúsculas, con asientos en los que no sabía muy bien cómo sentarme, y pulsando interruptores demasiado pequeños para mis enormes dedazos.
Primero me dieron un pase de nivel Secreto, después, el de Preferencia —muy superior al de nivel Secreto— y, finalmente, un pase Especial —tan especial que incluso al Primer Ministro le está vedado—. Para entonces yo ya pilotaba platillos volantes y otros artefactos increíblemente sofisticados.
Empecé a salir con una chica llamada Sandra y, pasado un tiempo, nos casamos —porque al casarnos nos trasladaban a los alojamientos para familias de la RAF—, y nos instalaron en un bonito chalé pareado cerca de Dartmoor. No tuvimos hijos: me habían informado de que era posible que hubiera estado expuesto a un nivel de radiación suficiente como para freír mis gónadas y, dadas las circunstancias, parecía sensato no arriesgarse a engendrar niños que podrían nacer con graves deformidades.
El hombre de las gafas de concha volvió a presentarse en mi casa; estábamos en 1985.
Aquella semana, mi mujer había ido a visitar a su madre. Las cosas andaban un poco tensas entre nosotros, y ella se marchó para tener «un poco de espacio» y poder respirar. Decía que empezaba a sacarla de quicio. Pero lo cierto es que, si a alguien estaba sacando de quicio, era a mí mismo. Tenía la impresión de saber siempre de antemano lo que iba a suceder. Y no era sólo yo: parecía que todo el mundo supiera de antemano lo que iba a suceder. Era como si buena parte de nuestra vida la viviéramos sonámbulos.
Yo quería hablar de ello con Sandra pero, de algún modo, sabía que no era una buena idea; sabía que, si abría la boca, la perdería para siempre. Aunque, de todas maneras, tenía la impresión de que ya la estaba perdiendo. Así que me senté en el salón y me puse a ver
The Tube
en el canal Cuatro, mientras me bebía una taza de té y me autocompadecía un rato.