Objetos frágiles (42 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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—¿Hola?

Una mujer mayor se asomó por la puerta de la cocina y preguntó:

—¿Sí?

—¿Todavía sirven cenas?

—Sí. —La mujer le miró con desaprobación, desde sus botas embarradas hasta su despeinado cabello—. ¿Se aloja usted en el hotel?

—Sí. Estoy en la habitación número once.

—Bien... seguramente querrá cambiarse antes de cenar —dijo la mujer—. Por respeto al resto de los comensales.

—Así que aún sirven cenas.

—Sí.

Sombra fue a su habitación, soltó su mochila sobre la cama y se quitó las botas. Se puso unas deportivas, se pasó un peine por el cabello y volvió al restaurante.

El comedor ya no estaba vacío. Había dos personas en la mesa del rincón, dos personas completamente diferentes entre sí, en todos los sentidos posibles: una mujer menuda y encorvada, de unos cincuenta y tantos años, que parecía un pajarito, y un joven corpulento y desmañado, con la cabeza como una bola de billar. Sombra supuso que serían madre e hijo.

Se decidió por la mesa que estaba justo en el centro del comedor.

La anciana camarera entró el comedor y les sirvió a los otros dos comensales sendos platos de sopa. El joven se puso a soplar para enfriar su sopa; su madre le reprendió dándole golpecitos en la mano con su cuchara.

—No hagas eso —le dijo, y empezó a tomar su sopa, sorbiendo ruidosamente.

El joven paseó la vista por el comedor con aire triste. Sus ojos se encontraron con los de Sombra, y él le saludó con una leve inclinación de cabeza. El otro suspiró, y volvió a concentrarse en su humeante sopa.

Sombra echó un vistazo al menú sin demasiado entusiasmo. Estaba listo para pedir, pero la camarera había vuelto a desaparecer.

El doctor Gaskell se asomó a la puerta del restaurante. Entró y fue directo hacia la mesa de Sombra.

—¿Te importa si te acompaño?

—En absoluto. Siéntese, por favor.

El hombrecillo se sentó frente a él.

—¿Qué tal se te ha dado el día?

—Muy bien. He salido a dar una vuelta.

—Eso es lo mejor para abrir el apetito. A ver. Mañana por la mañana enviarán un coche a recogerte. Tráete el equipaje. El coche te llevará hasta el castillo y allí te enseñarán cómo va todo.

—¿Y el dinero? —preguntó Sombra.

—Ellos se encargarán de eso. La mitad por adelantado, y la otra mitad al terminar el trabajo. ¿Alguna duda más?

La camarera les observaba desde un extremo del comedor, pero no hizo ademán de moverse.

—Sí. ¿Qué hay que hacer aquí para que le sirvan a uno la cena?

—¿Qué quieres? Yo te recomiendo las chuletas de cordero. Hay mucho cordero por aquí.

—Suena bien.

Gaskell se dirigió a la camarera en voz alta:

—Por favor, Maura, perdona que te moleste, pero ¿podrías traernos dos de chuletas de cordero?

La camarera frunció los labios y se volvió a la cocina.

—Gracias —dijo Sombra.

—No hay de qué. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Sí. Esa gente que viene a la fiesta, ¿cómo es que no han contratado a alguien de confianza para que se encargue de la seguridad? ¿Por qué me contratan a mí?

—También habrán contratado a alguien por su cuenta, no me cabe la menor duda —respondió Gaskell—. Se traerán a alguien de confianza, pero no está de más que haya alguien de aquí también.

—¿Incluso si ese alguien de aquí es un turista extranjero?

—Precisamente.

Maura les sirvió un plato de sopa a cada uno.

—Están incluidos en el menú —les explicó. La sopa estaba demasiado caliente, y tenía un regusto como de tomates secos y vinagre. Pero Sombra tenía tanta hambre que, para cuando se dio cuenta de que no le gustaba, prácticamente la había terminado.

—Ayer dijo usted que yo era un monstruo —le dijo Sombra al doctor.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Bueno, se ven muchos monstruos por estos pagos. —Señaló con la cabeza hacia la extraña pareja sentada a la mesa del rincón. La mujer había cogido su servilleta, la había mojado en su vaso de agua y estaba limpiándole la barbilla a su hijo. El joven parecía avergonzado—. Esto está muy apartado de todo. No salimos en las noticias a menos que un senderista o un escalador se pierda en la montaña o muera de inanición. Casi todo el mundo ha olvidado que estamos aquí.

Maura llegó con las chuletas de cordero, que venían acompañadas de unas patatas hervidas demasiado hechas, unas zanahorias demasiado crudas y una especie de plasta marrón que Sombra imaginó que podían haber sido alguna vez espinacas. Empezó a cortar las chuletas con el cuchillo y el tenedor. El doctor echó directamente los dedos y se las comió a mordiscos.

—Tú has estado en prisión —dijo el doctor.

—¿Perdón?

—En prisión. Has estado en prisión.

No era una pregunta.

—Sí.

—De modo que sabes pelear. Podrías hacerle mucho daño a alguien, si te vieras en la necesidad.

Sombra replicó:

—Si necesita a alguien capaz de hacer mucho daño, probablemente no soy el tipo que anda buscando.

El hombrecillo sonrió, sus labios grises estaban grasientos.

—Sí lo eres. No era más que una pregunta. No te vas a enfadar conmigo por una preguntita de nada. Pero, volviendo a lo que hablábamos antes, él es un monstruo —dijo, señalando hacia el rincón con el palo de la chuleta que tenía en la mano. El joven calvo estaba comiendo una especie de crema blanca—. Y su madre también.

—Pues a mí no me lo parecen —replicó Sombra.

—Te estoy tomando el pelo, me temo. Humor local. Sobre el mío, en particular, debería haber carteles a la entrada del pueblo para prevenir a los turistas. Precaución: viejo doctor chiflado en libertad. Y, hablando de monstruos, perdona a este pobre viejo. No te tomes en serio nada de lo que diga. —Sonrió fugazmente, mostrando sus dientes manchados de tabaco. Se limpió las manos y la boca con la servilleta—. Maura, haz el favor de traernos la cuenta. Yo invito.

—Sí, doctor Gaskell.

—No lo olvides —le dijo a Sombra—, mañana a las ocho y cuarto en el vestíbulo. No llegues tarde. Son gente muy ocupada. Si no estás allí a la hora acordada, se marcharán y habrás perdido mil quinientas libras por un trabajo de fin de semana. Y una gratificación, si quedan contentos contigo.

Sombra decidió que tomaría el café en el bar. Por lo menos, allí había un buen fuego. Esperaba poder sacarse el frío de los huesos.

Gordon, el de recepción, estaba trabajando tras el mostrador.

—¿Libra hoy Jennie? —le preguntó Sombra.

—¿Cómo? No, no es una empleada. A veces, cuando tenemos mucho lío, viene a echar una mano.

—¿Le importa si echo otro leño al fuego?

—Usted mismo.

«Si es así como tratan los escoceses a sus turistas —pensó Sombra, parafraseando a Oscar Wilde— no se merecen tenerlos.»

El joven calvo entró en el bar. Saludó a Sombra inclinando tímidamente la cabeza. Sombra le devolvió el saludo. Calvicie aparte, el hombre no tenía un solo pelo en la cabeza: ni cejas, ni pestañas. Parecía un bebé grande. Sombra se preguntó si se debería a alguna enfermedad, o si habría recibido quimioterapia. Percibió cierto olor a humedad.

—Ya he oído lo que ha dicho —tartamudeó el calvo—, ha dicho que soy un monstruo. Y también ha llamado monstruo a madre. Tengo buen oído. No se me escapa nada.

Y además de buen oído tenía unas buenas orejas, rosadas y translúcidas, y completamente despegadas de la cabeza, como las aletas de un pez gigantesco.

—Tienes unas buenas orejas —le dijo Sombra.

—¿Te estás quedando conmigo? —El tono de su voz denotaba tristeza. Parecía dispuesto a enzarzarse en una pelea. Era casi tan alto como Sombra, y Sombra era muy alto.

—Si eso significa lo que creo que significa
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, te aseguro que no.

El joven calvo asintió.

—Me alegro —replicó. Tragó saliva y vaciló un momento. Sombra se preguntaba si debería decir algo para congraciarse con aquel tipo, pero el joven calvo continuó hablando—. No es culpa mía. Lo de los ruidos. La gente viene aquí para alejarse del ruido. Y la gente. Qué coño, ya está bien de venir gente. ¿Por qué no os vais todos a vuestra casa y dejáis de molestarnos con tanto ruido?

La madre del calvo apareció en la puerta del bar. Sonrió nerviosamente a Sombra y luego, muy deprisa, se acercó hasta donde estaba su hijo. Le tiró de la manga.

—Venga, vamos. No te calientes por una tontería. No pasa nada. —Miró a Sombra, con su aire pajaril, y le habló en tono conciliatorio—. Lo siento mucho. Estoy segura de que el chico no pretendía ofenderle.

Llevaba un trozo de papel higiénico pegado a la suela del zapato, pero la mujer no se había dado cuenta todavía.

—No se preocupe, señora —le dijo Sombra—. No pasa nada. Es agradable conocer gente nueva.

La mujer asintió.

—Entonces, todo en orden —le dijo.

Su hijo parecía aliviado. «Tiene miedo de su madre», pensó Sombra.

—Vamos, tesoro —dijo la mujer a su hijo. Le tiró de la manga y él la siguió obedientemente.

De repente, el joven se detuvo y se volvió hacia Sombra.

—Díselo a los demás —le espetó—. Diles que no hagan tanto ruido.

—Descuida, se lo diré —replicó Sombra.

—Lo que pasa es que lo oigo todo, ¿sabes?

—No te preocupes, lo entiendo —le tranquilizó Sombra.

—Es un buen chico —le disculpó su madre y, agarrándole de la manga, se llevó a su hijo, con el papel higiénico aún pegado a la suela.

Sombra salió al vestíbulo.

—Disculpe —dijo.

Madre e hijo se volvieron.

—Tiene algo pegado al zapato —le dijo a la madre.

La mujer miró hacia abajo. Pisó el trozo de papel con el otro pie y se lo despegó de la suela. Le hizo un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento y se marchó.

Sombra se acercó al mostrador de recepción.

—Gordon, ¿no tendrás por ahí un buen mapa de la zona?

—¿Se refiere a un mapa topográfico? Por supuesto. Ahora mismo se lo llevo al bar.

Sombra volvió al bar y se terminó su café. Enseguida llegó Gordon con el mapa. Sombra se quedó francamente impresionado al verlo: se diría que figuraba hasta el último camino de cabras. Lo examinó con detenimiento, tratando de reconstruir la ruta que había seguido. Localizó la colina donde se había parado a comer y deslizó el dedo hacia el suroeste.

—¿No hay ningún castillo por esta zona?

—Me temo que no. Hay alguno más hacia el este. Tengo una guía de los castillos de Escocia, si quiere se la puedo...

—No, no. No hace falta. ¿Y alguna casa grande? ¿Algo a lo que la gente podría llamar castillo? ¿Una mansión o algo así?

—Bueno, quizá el hotel del cabo Wrath, está aquí —le dijo, señalándolo en el mapa—. Pero esa zona está prácticamente deshabitada. Técnicamente, por el número de habitantes o, ¿cómo lo llaman?... Densidad de población. Por lo que se refiere a la densidad de población, podría decirse que es un auténtico desierto. Mucho me temo que ni siquiera hay ruinas que merezcan la pena. Ninguna que se pueda visitar.

Sombra le dio las gracias y, a continuación, le pidió que le despertara temprano a la mañana siguiente. Le hubiera gustado poder localizar en el mapa la casa que había visto desde la colina, pero a lo mejor había buscado en la zona equivocada. No sería la primera vez.

Los de la habitación de al lado se estaban peleando o haciendo el amor, no estaba muy seguro; la cuestión es que cuando estaba a punto de coger el sueño, un grito o un gemido le despertaba.

Más tarde —nunca estaría seguro de si aquello había sucedido realmente, si realmente ella había venido a verlo, o si había sido el primer sueño de aquella noche—, fuera en sueños o en la realidad, poco antes de medianoche, según el reloj-radio de la mesilla, oyó que alguien llamaba a su puerta. Sombra se levantó y preguntó en voz alta:

—¿Quién es?

—Jennie.

Sombra abrió la puerta, la luz del pasillo le hizo parpadear.

Ella llevaba puesto su abrigo marrón y parecía nerviosa.

—¿Sí? —dijo Sombra.

—Mañana te vas a esa casa, ¿verdad?

—Sí.

—Sólo quería pasar a despedirme de ti —le explicó—. Por si no tengo ocasión de volver a verte. Por si no vuelves por el hotel. Por si te marchas directamente y no volvemos a vernos.

—Pues, adiós —le dijo Sombra.

Ella le miró de arriba abajo, fijándose en la camiseta y los bóxers que utilizaba como pijama, en sus pies descalzos y, finalmente, en su cara. Parecía preocupada.

—Ya sabes dónde vivo —le dijo, por fin—. Si me necesitas, llama.

Alargó el brazo y tocó suavemente sus labios con el dedo índice. Tenía el dedo muy frío. Luego hizo ademán de marcharse, pero se detuvo un momento y se quedó mirándole, inmóvil.

Sombra cerró la puerta de su habitación y oyó los pasos de Jennie alejándose por el pasillo. Volvió a meterse en la cama.

Lo siguiente fue un sueño, de eso sí estaba seguro. Era su vida, pero las cosas estaban distorsionadas y mezcladas sin orden ni concierto: primero, estaba en la cárcel, aprendiendo a hacer trucos con monedas y diciéndose a sí mismo que el amor que sentía por su mujer le ayudaría a soportar la condena. Luego, Laura estaba muerta, y él ya había salido de la cárcel; trabajaba como guardaespaldas de un estafador que le había pedido a Sombra que le llamara Miércoles. Y, a partir de ahí, empezaban a desfilar por su sueño toda clase de dioses: dioses antiguos y olvidados, abandonados por sus adoradores, y dioses nuevos, seres efímeros y asustados, ingenuos y confusos. Un cúmulo de cosas absurdas, la cama de un gato que se transformaba en una telaraña que, a su vez, se transformaba en una red que se transformaba en una madeja inmensamente grande...

En su sueño, Sombra moría en un árbol.

En su sueño, Sombra regresaba de entre los muertos.

Y, después, la oscuridad.

IV

El teléfono que había sobre la mesilla tocó diana a las siete en punto. Sombra se dio una ducha, se afeitó, se vistió y guardó todas sus cosas en la mochila. Luego, bajó al comedor a desayunar: gachas saladas, unas birriosas lonchas de panceta y unos huevos fritos chorreantes de aceite. Por el contrario, el café era sorprendentemente bueno.

A las ocho y diez estaba en el vestíbulo como un clavo.

A las ocho y catorce minutos exactamente, un hombre con un chaquetón de piel de carnero entró por la puerta. Iba fumándose un cigarrillo liado a mano. El hombre le tendió la mano con simpatía.

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