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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (40 page)

BOOK: Objetos frágiles
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ladrones serán. Reza por que el cuento le garantice

unos cuantos días más.

Salvamos la vida por los medios más insólitos.

El monarca de la cañada

Una secuela de American Gods

Ella es, en sí misma, una casa encantada. No es ella quien se posee; sus ancestros se asoman a veces por las ventanas de sus ojos y eso es algo que da mucho miedo.

A
NGELA
C
ARTER
,

«La dama de la casa del amor»

I

—Si quieres saber mi opinión —le dijo a Sombra aquel hombrecillo—, eres una especie de monstruo. ¿Me equivoco?

Eran las dos únicas personas, aparte de la camarera, que había en el bar de aquel hotel, en una ciudad de la costa norte de Escocia. Sombra estaba allí solo, tomándose una cerveza, cuando el hombrecillo se le acercó y se sentó a su mesa. El verano había entrado ya en la recta final, y a Sombra le parecía todo frío, pequeño y húmedo. Tenía frente a sí un libro de rutas turísticas por la localidad, y estaba planificando la ruta que haría al día siguiente, a lo largo de la costa, hacia el cabo Wrath.

Cerró el libro.

—Soy americano —dijo Sombra—, si es eso lo que quiere decir.

El hombrecillo inclinó la cabeza hacia un lado y guiñó los ojos con aire teatral. Tenía el cabello de un tono gris acerado, y el rostro gris, y llevaba un abrigo gris, y tenía el aspecto de un abogado de provincias.

—Bueno, quizá fuera eso lo que quería decir —replicó.

En el poco tiempo que llevaba en Escocia, Sombra había tenido muchos problemas con el acento escocés —aquellas erres tan ásperas, todas esas palabras extrañas, y el tono cantarín—, pero no tenía ninguna dificultad para entender a ese hombre. Todo lo que el hombre decía era pequeño y seco, su pronunciación era tan perfecta que al propio Sombra le hacía sentir como si él hablara con la boca llena de cereales.

El hombrecillo dio un trago a su bebida y dijo:

—Así que eres americano. Demasiado sexo, demasiado dinero y aquí estás, ¿eh? ¿Trabajas en una de esas plataformas petrolíferas?

—¿Disculpe?

—¿Trabajas para una petrolera? En una de esas enormes plataformas metálicas. De vez en cuando, viene por aquí alguno de los trabajadores.

—No, no trabajo en una plataforma.

El hombrecillo sacó una pipa del bolsillo y un cortaplumas, y se puso a rascar el interior de la cazoleta. Luego, la sacudió contra un cenicero.

—Hay petróleo en Texas, ya sabes —continuó, tras una breve pausa, como si le estuviera confiando un gran secreto—. En Estados Unidos.

—Sí —replicó Sombra.

Quiso decirle que había tejanos que pensaban que Texas estaba en Texas, pero luego se dio cuenta de que seguramente tendría que explicarle lo que quería decir con eso, así que se abstuvo de hacer comentarios.

Sombra llevaba casi dos años lejos de América. Estaba fuera cuando cayeron las dos torres. A veces pensaba que no le importaría no volver nunca, y a veces casi llegaba a creérselo de verdad. Había llegado a Escocia dos días antes, en las Orkneys había cogido un ferry hasta Thurso, y allí había tomado un autobús que le había llevado hasta donde estaba ahora.

El hombrecillo seguía hablando.

—Así que llega uno de Texas a trabajar en las plataformas petrolíferas, y en un pub de Aberdeen se encuentra con un tipo y se ponen a charlar, como estamos haciendo tú y yo ahora, y el tejano le dice: «Cuando estoy en Texas, me levanto por la mañana, me subo al coche...» (si no te importa, prefiero no imitar el acento), «... giro la llave para poner en marcha el motor, y piso el acelerador», ¿cómo lo llamáis vosotros, el...?

—Pedal de aceleración —respondió, solícito, Sombra.

—Eso es. «Piso el pedal de aceleración a primera hora de la mañana, me da la hora de comer y todavía no he llegado a la cancela de mi finca.» Y el vejete escocés, que es más listo que el hambre, asiente con la cabeza y le dice: «Sí, yo también tuve un coche que me daba muchos problemas».

El hombrecillo soltó una risotada para indicar que había llegado al final del chiste. Sombra le sonrió y asintió, para indicarle que lo había entendido.

—¿Qué bebes? ¿Cerveza? Otra ronda, Jennie, haz el favor. Yo bebo Lagavulin, un whisky de malta. —El hombrecillo sacó una petaca y cargó su pipa—. ¿Sabías que Escocia es más grande que Estados Unidos?

Aquella noche, cuando Sombra bajó al bar del hotel, no había ni un alma, sólo aquella camarera flaca que leía el periódico mientras fumaba un cigarrillo. Se había sentado junto a la chimenea, porque su habitación estaba helada y los radiadores metálicos todavía más. No esperaba tener compañía.

—No —respondió Sombra, siempre deseoso de mostrarse amable—, no lo sabía. ¿Y cómo ha hecho usted el cálculo?

—Es cosa de fractales —replicó el hombrecillo—. Cuanto más pequeño pareces, más cosas salen de dentro. Tardarías lo mismo en cruzar toda Escocia que en cruzar Estados Unidos de costa a costa, si lo haces como hay que hacerlo. Por ejemplo, en un mapa, las costas son líneas planas. Pero si te pones a recorrerlas a pie, ves que tienen relieve. La otra noche vi un programa en la tele que hablaba de eso. Interesantísimo.

—Vale —dijo Sombra.

El hombrecillo encendió el mechero y se puso a aspirar y a echar el humo hasta que consideró que el tabaco había prendido bien. Luego, volvió a guardar el encendedor, la petaca y el cortaplumas en el bolsillo de su abrigo.

—Por cierto —dijo el hombrecillo—, creo que piensas quedarte a pasar el fin de semana.

—Sí —replicó Sombra— ¿Y usted se... trabaja usted en el hotel?

—No, no. La verdad es que estaba en el vestíbulo cuando usted llegó. Le oí hablar con Gordon, el del mostrador de recepción.

Sombra asintió. Le pareció que no había nadie en el vestíbulo cuando se acercó al mostrador de recepción para registrarse, pero es posible que el hombrecillo anduviera por ahí. De todos modos... había algo raro en aquella conversación. Había algo raro en todo.

Jennie, la camarera, dejó sus bebidas sobre la barra.

—Cinco libras con veinte —dijo. Cogió el periódico y se puso a leerlo de nuevo. El hombrecillo fue hasta la barra, pagó y llevó las bebidas a la mesa.

—¿Y cuánto tiempo vas a estar en Escocia? —le preguntó el hombrecillo.

Sombra se encogió de hombros.

—Me apetecía conocer el país. Darme algún que otro paseo por ahí. Ver el paisaje. Igual me quedo una semana. O a lo mejor un mes.

Jennie dejó el periódico sobre la barra.

—Esto es el culo del mundo —dijo, en tono de broma—. Sería mejor que fueras a algún lugar más interesante.

—En eso te equivocas —protestó el hombrecillo—. Sólo es el culo del mundo si lo miras mal. ¿Ves ese mapa de allí? —Señaló un mapa del norte de Escocia que había en la pared de enfrente de la barra—. ¿Sabes qué le pasa?

—No.

—¡Que está al revés! —exclamó el hombrecillo con aire triunfal—. El norte está arriba. Le está diciendo al mundo que ahí se acaba todo. No hay nada más allá. El mundo se acaba aquí. Pero, verás, antes las cosas eran de otra manera; esto no era el norte de Escocia: era el extremo sur del mundo vikingo. ¿Sabes cómo se llama el siguiente condado más al norte de Escocia?

Sombra echó un vistazo rápido al mapa, pero estaba demasiado lejos para poder leer los nombres. Negó con la cabeza.

—¡Sutherland! —exclamó el hombrecillo, mostrándole todos sus dientes—. La Tierra del Sur. No lo era para ninguno de los otros pueblos, pero para los vikingos sí.

Jennie se acercó hasta su mesa.

—Tengo que salir un momento —les dijo—. Llamad a alguien de recepción si necesitáis algo mientras tanto.

Jennie echó un tronco al fuego y se marchó.

—¿Es usted historiador? —preguntó Sombra.

—Muy bueno —replicó el hombrecillo—. Puede que seas un monstruo, pero eres muy divertido. Hay que reconocerlo.

—No soy un monstruo —dijo Sombra.

—Ya, eso es lo que dicen todos los monstruos. En otros tiempos, yo era un especialista. En Saint Andrews. Ahora me dedico a la medicina general; bueno, me dedicaba. Estoy medio jubilado. Sólo voy por la consulta un par de días a la semana, para no perder la práctica.

—¿Y por qué dice usted que soy un monstruo? —le preguntó Sombra.

—Porque —respondió el hombrecillo, alzando su whisky como si fuera a plantear un argumento irrefutable— yo mismo tengo algo de monstruo. Dios los cría y ellos se juntan. Todos somos monstruos, ¿no te parece? Monstruos magníficos, arrastrándonos por las ciénagas de la sinrazón... —Bebió un trago de whisky y continuó—: Dime una cosa, tú eres un tipo grande, ¿has trabajado de gorila alguna vez? «No, chaval, lo siento pero esta noche no puedo dejarte pasar, hay una fiesta privada, así que venga, date el piro.»

—No —respondió Sombra.

—Pero seguramente habrás tenido que hacer alguna cosa de ese estilo.

—Sí —admitió Sombra, que había sido guardaespaldas de un viejo dios en una ocasión. Pero aquello fue en otro país.

—Tú, hum, perdona la impertinencia, no vayas a pensar mal, pero, ¿necesitas dinero?

—Todo el mundo necesita dinero. Pero ahora mismo no, voy bien.

Aquello no era del todo verdad, pero lo que sí es verdad es que cuando Sombra necesitaba dinero, el mundo cambiaba su curso para proporcionárselo de alguna manera.

—¿Y no te gustaría ganarte un dinerillo haciendo de gorila? Sería una cosa muy sencillita. Dinero regalado.

—¿En una discoteca?

—No exactamente. En una fiesta privada. Han alquilado una casa antigua cerca de aquí, para finales de verano, y vendrá gente de todas partes. Ya se hizo el año pasado, y todo el mundo lo pasó en grande, sirvieron champán y todo eso, pero hubo algún que otro problemilla con una panda de gamberros. Acabaron fastidiándole el fin de semana a todo el mundo.

—¿Eran gente de por aquí?

—No creo.

—¿Fue por una cuestión de política? —preguntó Sombra. No quería verse metido en asuntos de política local.

—Qué va. Gamberros, melenudos, simplemente idiotas. De todos modos, no creo que vuelvan este año. Probablemente andarán por ahí, manifestándose contra el capitalismo internacional en alguna parte. Pero para curarse en salud, los que organizan la fiesta me han pedido que les busque a alguien que pueda plantarse delante de ellos en un momento dado y acojonarles un poco. Tú eres un tío grande, y eso es exactamente lo que buscan.

—¿Cuánto pagan? —preguntó Sombra.

—¿Sabrías defenderte en una pelea, suponiendo que se diera el caso? —le preguntó el hombrecillo.

Sombra no dijo nada. El hombrecillo miró a Sombra de arriba abajo, y luego sonrió de nuevo, mostrando sus dientes manchados por el tabaco.

—Mil quinientas libras por un fin de semana largo. Es una buena cantidad. Y en efectivo. Los señores de Hacienda no tienen por qué enterarse.

—¿El fin de semana que viene? —preguntó Sombra.

—Empezarías el viernes por la mañana. Es una casa antigua y muy grande. Parte de ella fue en tiempos un castillo. Queda al oeste del cabo Wrath.

—No sé qué decirle —replicó Sombra.

—Si aceptas —le dijo el hombrecillo gris—, pasarás un estupendo fin de semana en una casa solariega y, además, te garantizo que conocerás a un montón de gente interesante. Un trabajo perfecto para las vacaciones. Ojalá tuviera veinte años menos, y treinta centímetros más de estatura, claro.

—Trato hecho —respondió Sombra. Y, nada más decir aquello, se preguntó si al final no acabaría lamentándolo.

—Bien hecho. Ya hablaré con esta gente y te iré concretando los detalles.

El hombrecillo gris se puso en pie y, al pasar a su lado, le dio una palmadita en el hombro. Luego, se marchó y Sombra se quedó solo en el bar del hotel.

II

Sombra llevaba unos dieciocho meses rodando por ahí. Había viajado de mochilero por toda Europa y por el norte de África. Había cogido aceitunas y había pescado sardinas y conducido un camión y también había vendido vino en un puesto de carretera. Finalmente, varios meses atrás, había ido a dedo hasta Oslo, en Noruega, lugar donde nació hace treinta y cinco años.

No estaba muy seguro de qué era lo que andaba buscando. Sólo sabía que aún no lo había encontrado, aunque en ciertos momentos, en alguna montaña, en un acantilado o en una cascada, había sentido que, fuera lo que fuese, estaba a tiro de piedra: tras un saliente de granito, o en el pinar más cercano.

Sin embargo, había sido un viaje muy decepcionante, y cuando estando en Bergen le preguntaron si quería embarcarse en un yate que zarpaba rumbo a Cannes para recoger allí a su propietario, respondió que sí.

Navegaron desde Bergen hasta las Shetlands, y de ahí a las Orkneys. Pasaron la noche en un hostal de Stromness y, a la mañana siguiente, cuando salían del puerto, los motores del yate fallaron por última vez y de manera definitiva, y hubo que llevar el yate a remolque hasta el puerto.

Bjorn, que era el capitán y la otra mitad de la tripulación, se quedó allí para hablar con los del seguro y hacer frente a las furibundas llamadas del propietario del barco. Sombra no vio razón para quedarse allí: cogió el ferry hasta Thurso, en la costa norte de Escocia.

Estaba inquieto. Por las noches soñaba con autopistas, con las luces de los suburbios de una ciudad donde la gente hablaba inglés. Unas veces era una ciudad del medio oeste, otras veces Florida, otras la costa este y otras la oeste.

Al bajar del ferry se compró un libro de rutas panorámicas, cogió un horario de autobuses y se fue a la aventura.

Jennie, la camarera, volvió al bar y se puso a limpiar las mesas con una bayeta. Su cabello era tan rubio que casi parecía blanco, y lo llevaba recogido en una coleta.

—¿Qué hace la gente de aquí para divertirse? —preguntó Sombra.

—Beben. Esperan a que les llegue la hora de morir —respondió ella—. O se van al sur. Creo que ésas son todas las opciones.

—¿Está segura?

—Bueno, tú dirás: aquí no hay nada más que montes y ovejas. Vivimos del turismo, claro, pero tampoco venís muchos por aquí. Triste, ¿no?

Sombra se encogió de hombros.

—¿Eres de Nueva York? —le preguntó la camarera.

—De Chicago. Pero vine aquí desde Noruega.

—¿Hablas noruego?

—Un poco.

—Pues aquí hay alguien a quien deberías conocer —le dijo, así, de repente. Luego miró su reloj de pulsera—. Es alguien que vino de Noruega, hace ya muchos años. Ven.

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