Authors: Neil Gaiman
—Veamos. ¿Qué más necesitas saber para esta noche? Lo principal ya te lo he dejado claro: habla sólo cuando te pregunten. Con eso no vas a tener ningún problema, ¿eh?
Sombra no hizo ningún comentario.
—Estupendo. Si un invitado te pide algo, encárgate de proporcionárselo. Si tienes alguna duda, vienes y me preguntas pero, en principio, haz lo que te pidan, siempre y cuando no te impida hacer el trabajo que has venido a hacer, ni vaya en contra de la primera norma.
—¿A saber?
—Ni se te ocurra. Empujar. Con el ganado vip. Seguro que habrá alguna señorita que, después de beberse media botella de vino, querrá que le des lo suyo. Llegado el caso, tú te marcas un
Sunday People.
—No tengo ni la menor idea de lo que es eso.
—«Nuestro reportero se disculpó muy educadamente y se marchó», ¿vale? Se mira pero no se toca. ¿Estamos?
—Estamos.
—Así me gusta.
Sombra descubrió de repente que el tal Smith empezaba a caerle bien. Y trató de convencerse a sí mismo de que no era nada sensato por su parte simpatizar con aquel hombre. No era la primera vez que tropezaba con esa clase de gente —gente sin conciencia, sin escrúpulos, sin alma—, y todos ellos eran tan simpáticos como peligrosos.
A primera hora de la tarde llegó el personal de servicio. Los trajeron en un helicóptero como los que utiliza el ejército para transportar comandos: abrieron las cajas en las que traían la comida y el vino y lo organizaron todo haciendo gala de una asombrosa eficiencia. Traían también cajas llenas de servilletas y de manteles. Había cocineros, camareros, camareras y doncellas.
No obstante, los primeros que bajaron del helicóptero fueron los de seguridad: tipos grandes y fuertes, con pinganillos en las orejas y un bulto en la chaqueta que, pensó Sombra, debían de ser pistolas. Uno por uno, todos se fueron presentando ante Smith, que los organizó para que inspeccionaran el edificio y el terreno adyacente a la casa. Sombra les ayudó a descargar las cajas del helicóptero y a llevarlas hasta la cocina. Podía transportar el doble de peso que los demás. En una de esas, Smith pasó por su lado y Sombra le preguntó:
—Y con tanto guardaespaldas como traéis, ¿qué pinto yo aquí?
Smith le sonrió con afabilidad.
—Mira, hijo. Esta noche viene gente que vale más dinero del que tú o yo manejaremos a lo largo de toda nuestra vida, y quieren asegurarse de que estarán perfectamente protegidos. Los secuestros no son tan raros. Esa gente tiene enemigos. Pueden pasar un millón de cosas. Sólo que no va a pasar absolutamente nada, porque todos esos tipos se van a encargar de que así sea. Pero si se presentan unos cuantos paletos a armar gresca, no les puedes poner a lidiar con ellos; eso sería como sembrar el perímetro de minas antipersona para disuadir a los visitantes inoportunos. ¿Lo entiendes?
—Vale —replicó Sombra.
Se fue hacia el helicóptero y cargó otra caja. La etiqueta rezaba así:
«Baby aubergines»,
y estaba llena de pequeñas berenjenas negras. La colocó sobre un cajón lleno de repollos y se llevó las dos a la cocina; ahora ya podía estar seguro de que le estaban mintiendo. La respuesta de Smith había sido razonable, incluso convincente. Pero no le había dicho la verdad. Su presencia allí no era necesaria y, si lo era, la razón no tenía nada que ver con lo que le había dicho Smith.
Se puso a darle vueltas a la cabeza, intentando imaginar qué otra razón podía haber y confiando en no estar exteriorizando nada que pudiera delatarle. Se guardó sus sospechas para sus adentros. Ahí estarían bien seguras.
V
A primeras horas de la noche, cuando el cielo empezaba ya a adquirir un tono rosado, llegaron más helicópteros, de los que salieron unas veinte personas o más; gente muy elegante. La mayoría estaban entre los treinta y los cuarenta años. Sombra no reconoció a ninguno de ellos.
Smith se movía entre ellos con mucha desenvoltura pero sin demasiadas confianzas, saludando con aplomo a unos y a otros.
—Bien, entrad por allí, luego seguid hacia la derecha y esperad en el salón principal. Hay leña ardiendo en la chimenea y se está de cine. Alguien pasará a buscaros para acompañaros a vuestras habitaciones. Vuestro equipaje os estará esperando arriba. Si veis que no, llamadme inmediatamente, pero seguro que estará. Señora duquesa,
qué
tal; está usted
ab
solutamente espectacular... Si me permite, haré que alguien se ocupe de su bolso. ¿No tiene unas ganas locas de que llegue mañana?
Sombra observaba, fascinado, cómo trataba Smith a cada uno de los invitados, sus modales eran una combinación perfecta de familiaridad y deferencia, su actitud era cortés pero tenía un toque canalla: cambiaba el tono, el vocabulario e incluso su dicción según con quien estuviera hablando.
Una mujer morena de cabello corto, muy guapa, sonrió a Sombra cuando éste le cogió las maletas para llevarlas adentro.
—Ganado vip —murmuró Smith, al pasar a su lado—. Manos quietas.
El último en bajarse del helicóptero fue un caballero bastante corpulento al que Sombra le calculó unos sesenta años. Caminó al encuentro de Smith, apoyándose en un bastón vulgar y corriente, y le dijo algo en voz baja. Smith le contestó en el mismo tono.
«Ése es el jefe», pensó Sombra. Estaba implícito en su lenguaje corporal. Smith ya no sonreía, ni se andaba con marrullerías. Estaba informando a su jefe de forma eficaz y en voz baja, poniéndole al corriente de todos los detalles que el viejo debía conocer.
Smith le hizo un gesto a Sombra para que se acercara, y éste se apresuró a obedecerle.
—Sombra —le dijo Smith—, te presento al señor Alice.
El señor Alice le ofreció su mano, rosada y regordeta, y estrechó la oscura manaza de Sombra.
—Me alegro mucho de conocerte —le dijo—. Me han hablado muy bien de ti.
—Es un placer —replicó Sombra.
—Bien —dijo el señor Alice—, te dejo que sigas con lo tuyo.
Smith asintió con la cabeza para darle a entender que podía marcharse.
—Si le parece bien —le dijo Sombra a Smith—, me gustaría echar un vistazo por ahí ahora que todavía hay luz. Para hacerme una idea de por dónde podrían colársenos los vecinos.
—No te alejes demasiado —replicó Smith. Luego, cogió el maletín del señor Alice y ambos se dirigieron hacia la casa.
Sombra recorrió el terreno que rodeaba la mansión. Le habían enredado. Todavía no sabía por qué, pero no le cabía la menor duda de que allí había gato encerrado; demasiadas cosas que no terminaban de encajar. ¿Por qué contratar a un desconocido que está allí de paso, teniendo ya tantos guardaespaldas profesionales? No tenía sentido, ni tampoco el hecho de que Smith le hubiera presentado personalmente al señor Alice después de que una veintena de personas hubieran actuado como si Sombra fuese poco más que un jarrón.
Frente a la casa, había un muro de piedra no muy alto. En la parte de atrás, una colina tan alta como una montaña pequeña y, justo delante de la colina, una suave pendiente que descendía hasta el lago. En un lateral, a cierta distancia de la casa, estaba el camino por el que habían llegado aquella mañana. Dio la vuelta hasta el otro lateral y se encontró en una especie de huerto, al fondo del cual había una tapia de piedra muy alta por la que asomaban las copas de los árboles que había al otro lado. Entró en el huerto y fue hacia la tapia para echar un vistazo.
—¿Qué? ¿Inspeccionando el terreno? —le preguntó uno de los guardas de seguridad, vestido de riguroso esmoquin. Sombra no le había visto hasta ese momento, lo cual indicaba, pensó Sombra, que sabía bien cómo hacer su trabajo. Como la mayor parte del personal de servicio, hablaba con acento escocés.
—Sólo estaba echando un vistazo por los alrededores.
—Familiarizándote con el lugar, buena idea. Por este lado no tienes de qué preocuparte. En esa dirección, a unas cien yardas, hay un río que llega hasta el lago y, más allá, no hay más que un montón de rocas mojadas que se extienden en un área de unos cien pies. Una trampa mortal.
—Ah. Y los vecinos, los que vienen a quejarse del ruido, ¿por dónde suelen entrar?
—Ni la menor idea.
—Creo que iré hacia allí y echaré un vistazo —le dijo Sombra—, a ver si me hago una idea de por dónde pueden colarse.
—Yo, en tu lugar, no lo haría —le aconsejó el de seguridad—. El terreno es muy traicionero. Un resbalón, y te partirás la crisma con las rocas del lago. Y de ser así, nunca encontrarán tu cadáver.
—Ya, entiendo —replicó Sombra, y lo entendía.
Siguió con su paseo de reconocimiento. Ahora que iba atento, descubrió a otros cinco guardas de seguridad. Pero estaba seguro de que habría algunos más que le habían pasado desapercibidos.
Por una de las cristaleras de la parte noble de la casa vio a los invitados sentados alrededor de una mesa, charlando y riendo, en un comedor con las paredes forradas de madera.
Volvió a las dependencias del servicio. Cuando los invitados pasaban al siguiente plato, los camareros retiraban las fuentes del aparador y se servían la comida sobrante en platos de papel. Smith compartía mesa con el resto del personal, en la cocina. Estaba dando buena cuenta de un plato de rosbif con ensalada.
—Eso de ahí es caviar —le dijo a Sombra—. Golden Osetra, el mejor: impresionante. El que los que dirigían la fiesta se reservaban para ellos en los viejos tiempos. Yo nunca he sido muy aficionado, pero sírvete lo que quieras.
Sombra se sirvió una cucharadita, por no hacerle un feo. Se sirvió también unos huevos pequeñitos, algo de pasta y un poco de pollo. Se sentó al lado de Smith y se puso a comer.
—No sé muy bien por dónde podrían colársenos los vecinos —le comentó—. Tus hombres tienen controlado el camino, así que para llegar hasta aquí tendrían que atravesar el lago.
—Has inspeccionado el terreno a conciencia, ¿eh?
—Sí —respondió Sombra.
—¿Te has encontrado con alguno de mis chicos?
—Sí.
—¿Y qué opinas?
—Que no me gustaría tener problemas con ninguno de ellos.
Smith sonrió con aire satisfecho.
—¿Un tío tan grande como tú? Seguro que sabrías defenderte.
—Ellos son capaces de matar —respondió Sombra.
—Sólo si es imprescindible —replicó Smith. Ahora no estaba sonriendo—. ¿Por qué no te quedas en tu habitación? Ya te daré una voz si te necesito.
—Claro —contestó Sombra—. Si no me necesitas, será un fin de semana de lo más relajado para mí.
Smith le miró fijamente.
—Te habrás ganado tu dinero.
Sombra subió por la escalera de servicio hasta el largo pasillo del último piso. Fue directo a su habitación. Se oía ya el jaleo de la fiesta, y se asomó por el ventanuco. La puerta de la cristalera de enfrente estaba abierta de par en par y, copa en mano, los invitados, que ahora llevaban abrigo y guantes, habían ocupado el patio. Le llegaban fragmentos de sus conversaciones, distorsionados por el eco; los sonidos eran nítidos pero no entendía las palabras ni el sentido. De vez en cuando, alguna frase lograba destacarse entre el maremágnum. Una voz masculina dijo: «Le contesté: los jueces te adoran, yo no compro, yo vendo...». Y otra voz femenina decía: «Es un monstruo, querida. Un verdadero monstruo. En fin, ¿qué le vamos a hacer?». Y otra: «¡Ay, ojalá pudiera decir lo mismo de la de mi chico!», seguido de una risotada.
Sombra tenía dos alternativas: quedarse o intentar largarse.
—Me quedo —dijo, en voz alta.
VI
Fue una noche de sueños peligrosos.
En el primer sueño, Sombra estaba en Estados Unidos, parado junto a una farola. Dio unos pasos, abrió una puerta de cristal y entró en un restaurante de esos que parecen un vagón-restaurante. Se oía cantar a un anciano; su voz era grave y rugosa, y la melodía era la de «My Bonnie Lies Over the Ocean»:
Mi abuelo vende condones a los marineros
Perfora las puntas con un alfiler
Mi abuela practica abortos ilegales
Menudo filón encontraron mis abuelos.
Sombra caminó hasta la mesa del fondo del vagón, donde había un hombre con el cabello gris. El hombre tenía un botellín en la mano y cantaba:
—Menudo filón, menudo filón. —Al ver a Sombra, le dedicó una amplia sonrisa de chimpancé y alzó la mano con la que sujetaba la cerveza—. Siéntate, siéntate —le invitó.
Sombra se sentó frente al hombre al que había conocido como Miércoles.
—¿Cuál es el problema? —le preguntó Miércoles, que llevaba casi dos años muerto o, al menos, todo lo muerto que podía estar un ser como él—. Te invitaría a una cerveza, pero aquí no atiende ni Dios.
Sombra le dijo que no importaba. No quería cerveza.
—¿Y bien? —le preguntó Miércoles, rascándose la barba.
—Estoy en Escocia, en un caserón, con una gente que está podrida de dinero, y sé que están tramando algo. Estoy metido en un lío, y no sé en qué clase de lío estoy metido. Pero me temo que es algo muy feo.
Miércoles bebió un trago.
—Los ricos son muy suyos, hijo —dijo, tras una pausa.
—¿Y qué coño quiere decir eso?
—Pues, en primer lugar —dijo Miércoles—, la mayoría de ellos probablemente son mortales. Así que tú no tienes nada de qué preocuparte.
—Déjate de rollos.
—Pero es que tú no eres mortal —replicó Miércoles—. Moriste colgado de un árbol, Sombra. Moriste y volviste de entre los muertos.
—¿Y? Ni siquiera recuerdo cómo hice aquello. Si me matan ahora, me muero y se acabó.
Miércoles remató su cerveza. Luego, se puso a agitar la botella en el aire, como si estuviera dirigiendo una orquesta invisible, y cantó otra estrofa más:
Mi hermano se fue de misionero,
Aparta de la mala senda a las pecadoras
Por cinco pavos te apartará una pelirroja,
Menudo filón ha encontrado mi hermano.
—Pues menuda ayuda la tuya —le dijo Sombra.
El restaurante se había convertido ahora en un vagón de tren que avanzaba por un paisaje nocturno cubierto de nieve.
Miércoles dejó su botella sobre la mesa y miró fijamente a Sombra con su ojo bueno, el que no era de cristal.
—No es más que una pauta —le dijo—. Si ellos creen que eres un héroe, se equivocan. Una vez que mueres, ya no vuelves a ser Beowulf, o Perseo, o Rama. Las reglas son otras. Ajedrez, no damas. Go, no ajedrez. ¿Me sigues?