Authors: Neil Gaiman
Crawcrustle tosió levemente, pero la tos resonó dentro de su viejo pecho.
—La verdad es que empiezo a ser demasiado viejo para dormir a la intemperie —dijo—, pero sigo teniendo mi orgullo.
—Bueno —replicó Virginia, mirando a su amigo—, si quieres, puedes dormir en mi sofá.
—Te agradezco la oferta, de verdad —le dijo Crawcrustle—, pero hay un banco en la estación de autobuses que lleva mi nombre.
Y dicho esto, se enderezó y se alejó tambaleándose majestuosamente.
Era verdad que en la estación de autobuses había un banco que llevaba su nombre escrito. Lo había donado él mismo cuando aún tenía dinero más que suficiente, y tenía en el respaldo una placa de bronce con su nombre. Zebediah T. Crawcrustle no fue siempre un hombre pobre. Había épocas en las que incluso podría decirse que era rico, pero le resultaba difícil conservar su fortuna. Siempre que se enriquecía, descubría que la gente no veía con buenos ojos que un hombre con posibles comiera con los vagabundos que se reúnen detrás de las vías del tren, o que confraternizara con los borrachos del parque. Y, entonces, se dedicaba a dilapidar su fortuna del mejor modo posible. Pero siempre quedaba algún dinero que había olvidado que tenía y, a veces, incluso se le olvidaba que no le gustaba ser rico y acababa amasando otra fortuna.
Hacía una semana que no se afeitaba, y empezaba a percibirse ya una blanca sombra de barba.
Tres domingos más tarde, los epicúreos partieron rumbo a Egipto. Estaban los cinco socios y Hollyberry SinPlumas McCoy, que había ido con ellos al aeropuerto para desearles buen viaje. Era un aeropuerto muy pequeño, de esos en los que uno puede decir adiós con la mano a los pasajeros y ver despegar el avión.
—¡Adiós, papá! —gritó Hollyberry SinPlumas McCoy.
Augustus DosPlumas McCoy alzó la mano para despedirse de ella mientras caminaban por la pista, donde les esperaba ya el pequeño avión de hélice en el que efectuarían la primera etapa de su viaje.
—Me parece recordar —dijo Augustus DosPlumas McCoy—, aunque muy vagamente, haber vivido un día como éste hace muchos, muchos años. Yo no era más que un niño (o, al menos, así lo recuerdo) y estaba diciendo adiós con la mano. Creo que aquélla fue la última vez que vi a mi padre. Y, como aquel día, tengo un mal presentimiento.
Augustus se despidió una vez más de su hija y ella le devolvió el saludo.
—Sí, aquel día te despediste con el mismo entusiasmo que hoy —comentó Zebediah T. Crawcrustle—. Pero yo diría que Hollyberry tiene más aplomo.
Y era cierto. Hollyberry tenía más aplomo.
Emprendieron la primera etapa de su viaje a bordo del pequeño aeroplano, luego tomaron otro avión mayor, después otro más pequeño, un dirigible, una góndola, un tren, un globo y, finalmente, alquilaron un jeep.
Atravesaron la ciudad de El Cairo, dejaron atrás el viejo mercado y se metieron por la tercera calle (de haber continuado sin desviarse, habrían llegado al canal de desagüe que antes era una acequia). Sentado en la calle, en una vieja silla de mimbre, estaba el mismísimo Mustafá Stroheim en persona. Todas las mesas y sus respectivas sillas estaban colocadas a un lado de la calle, y la calle en cuestión no era precisamente amplia.
—Bienvenidos a mi
kahwa,
amigos —les saludó Mustafá—. En egipcio,
kahwa
significa café o, si lo prefieren, cafetería. ¿Les sirvo un té? ¿O prefieren que les traiga un dominó?
—Antes preferiríamos ver nuestras habitaciones —dijo Jackie Newhouse.
—Yo no —dijo Zebediah T. Crawcrustle—, pienso dormir al aire libre. La temperatura es muy agradable, y aquel portal de allí tiene pinta de ser muy cómodo.
—A mí tráigame un café, por favor —pidió Augustus DosPlumas McCoy.
—Desde luego, caballero.
—¿Podría traerme un poco de agua, si es tan amable? —dijo el profesor Mandalay.
—¿Alguien ha pedido agua? —preguntó Mustafá Stroheim—. Oh, ha sido usted, el hombrecillo gris. Discúlpeme, caballero. Sí que lo había visto, pero pensé que era la sombra de alguien.
—Yo tomaré
ShaySokkar Bosta
—dijo Virginia Boote, que acababa de pedir un vaso de té caliente con el azúcar aparte—. Y, además, me encantaría jugar al
backgammon
con quienquiera que esté dispuesto a ser mi contrincante. Si es que aún recuerdo cómo se juega, claro.
ϒ
Mustafá acompañó a Augustus DosPlumas McCoy hasta su habitación. Mustafá acompañó al profesor Mandalay a su habitación. Mustafá acompañó a Jackie Newhouse a su habitación. Lo cierto es que no supuso mayor trastorno para él; después de todo, los tres ocupaban la misma habitación. Al fondo había una segunda habitación para Virginia Boote, y en la tercera dormían Mustafá Stroheim y su familia.
—¿Qué es eso que estás escribiendo? —le preguntó Jackie Newhouse al profesor Mandalay, que llevaba un rato anotando algo en un inmenso libro encuadernado en piel.
—Son las actas, los expedientes y anales del club Epicúreo —le respondió—. He ido anotando aquí todos los detalles de nuestro viaje y de lo que hemos comido a lo largo de estos días. Y seguiré tomando notas mientras degustamos el pájaro del Sol; describiré para la posteridad todos los matices de sabor y de textura, los aromas y los jugos.
—¿Os ha contado Crawcrustle cómo piensa preparar el pájaro del Sol? —preguntó Jackie Newhouse.
—Sí —respondió Augustus DosPlumas McCoy—. Dice que, primero, vaciará una lata de cerveza hasta que sólo quede un tercio de su contenido; a éste le añadirá una mezcla de hierbas y especias y, después, introducirá la lata en el interior del ave y la pondrá a asar en la barbacoa. Según él, es la receta tradicional.
Newhouse torció el gesto en una mueca de desaprobación.
—Pues a mí me suena sospechosamente moderna.
—Crawcrustle dice que la receta del pájaro del Sol se viene transmitiendo de generación en generación desde hace siglos —insistió Augustus.
—Y lo mantengo —terció Crawcrustle, desde la escalera. La casa no era muy grande. La escalera quedaba cerca, y las paredes no eran demasiado gruesas—. La cerveza egipcia es la más antigua del mundo, y forma parte de la receta del pájaro del Sol desde hace más de cinco mil años.
—Pero la invención de lata de cerveza es bastante reciente —objetó el profesor Mandalay.
Crawcrustle se acercó hasta la puerta con una taza de café en la mano (era un café turco: negro, espeso y muy caliente).
—¿No deberías dejar que se enfriara un poco ese café antes de bebértelo? —le preguntó Augustus DosPlumas McCoy.
—Nah
—replicó Crawcrustle—, así está perfecto. Y la lata de cerveza no es un invento tan reciente, Mandalay. Al principio las fabricábamos nosotros mismos, con una aleación de cobre y estaño a la que algunas veces añadíamos también cierta cantidad de plata. Otras veces no, dependía del herrero y de los materiales de que dispusiera en cada momento. Necesitábamos un recipiente que soportara bien el calor. Pero detecto aún cierto recelo en vuestra mirada. Piénsenlo un momento, caballeros: si los antiguos egipcios no sabían fabricar latas, ¿dónde demonios metían la cerveza?
Se oyó un rumor de voces que venía de afuera; concretamente, de las mesas situadas en el exterior del café de Mustafá Stroheim. Virginia Boote estaba jugando al
backgammon
con los lugareños, hacía un rato que les había convencido de que sería más emocionante si había dinero en juego y les estaba desplumando. Aquella mujer era una auténtica fiera jugando al
backgammon.
En el patio trasero del café de Mustafá Stroheim había una vieja mesa de madera y una sencilla barbacoa hecha de adobe con una herrumbrosa parrilla llena de mugre. Crawcrustle se pasó todo el día adecentándola: la arregló, la limpió a fondo y engrasó la parrilla.
—Tiene pinta de no haber sido usada en cuarenta años —comentó Virginia Boote. Nadie quería ya jugar al
backgammon
con ella, pero tenía el bolso repleto de roñosas piastras.
—Más o menos, sí —replicó Crawcrustle—. Un poco más, quizá. Oye, Ginnie, ¿por qué no te acercas al mercado a hacer la compra? Sólo necesito unas cuantas hierbas, especias y algunas astillas. Aquí tienes la lista. Puedes pedirle a uno de los hijos de Mustafá que te acompañe y te haga de intérprete.
—No faltaba más, Crusty.
Los otros tres miembros del club Epicúreo andaban ocupados cada uno con sus cosas. Jackie Newhouse tenía fascinados a los vecinos de Mustafá con sus elegantes trajes y sus dotes de violinista, Augustus DosPlumas McCoy se dedicaba a dar largos paseos por los alrededores y el profesor Mandalay había descubierto una serie de jeroglíficos grabados en los adobes de la barbacoa y se había puesto a traducirlos. Según dijo, un incauto seguramente habría llegado a la conclusión de que la vieja barbacoa de Mustafá había sido en el pasado un objeto consagrado al sol.
—Pero yo, que soy un hombre perspicaz —les explicó—, enseguida he deducido que, sin duda, esos adobes formaban parte de algún antiguo templo y fueron reutilizados posteriormente por los lugareños. Dudo que esta gente sea consciente de su extraordinario valor arqueológico.
—Qué va, son plenamente conscientes de su valor —discrepó Zebediah T. Crawcrustle—. Y para tu información, estos adobes no proceden de ningún templo. Llevan ahí cinco mil años, desde que construimos la barbacoa. Antes de eso, no teníamos más remedio que apañarnos con piedras.
Virginia Boote regresó del mercado con la cesta bien llena.
—Aquí está todo —anunció—: sándalo rojo, pachulí, vainilla, unas espigas de lavanda, hojas de salvia y de canela, nuez moscada, unas cabezas de ajo, clavos de olor y romero. Lo que me encargaste y alguna cosilla más.
Zebediah T. Crawcrustle sonrió complacido.
—El pájaro del Sol se va a poner muy contento —le dijo.
Dedicó el resto de la tarde a preparar una salsa barbacoa. Les explicó que aquello no suponía el menor demérito y que, además, la carne del pájaro del Sol era más bien seca.
Los epicúreos pasaron la velada al aire libre, sentados en las sillas de mimbre del café de Mustafá Stroheim, que les iba sirviendo té, café e infusiones de menta. Zebediah T. Crawcrustle había anunciado a sus camaradas Epicúreos que el domingo a mediodía podrían degustar por fin el famoso pájaro del Sol, y que quizá prefirieran saltarse la cena del sábado para asegurarse un buen apetito al día siguiente.
—Presiento que la tragedia se cierne sobre nosotros —profetizó Augustus DosPlumas McCoy el sábado por la noche, mientras buscaba el modo de acomodarse en una cama demasiado pequeña para un hombre tan corpulento como él—. Y mucho me temo que llegará aderezada con salsa barbacoa.
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A la mañana siguiente, los epicúreos se levantaron con un hambre de lobo. Zebediah T. Crawcrustle llevaba puesto un cómico delantal con la frase «Besa al cocinero» escrita en letras de color verde chillón. Había esparcido ya las pasas maceradas en brandy bajo el raquítico aguacate situado justo detrás de la casa de Mustafá Stroheim, y ahora estaba colocando las maderas aromáticas, las hierbas y las especias sobre el carbón de la barbacoa. Mustafá Stroheim y su familia habían ido a visitar a unos parientes que vivían en el otro extremo de la ciudad.
—¿Alguien tiene una cerilla? —preguntó Crawcrustle.
Jackie Newhouse sacó un Zippo y se lo pasó a Crawcrustle, que prendió unas hojas secas de canela y de laurel y las colocó bajo el lecho de carbón. El humo ascendió en el cálido aire del mediodía.
—El humo de la salvia y de la canela nos traerá al pájaro del Sol —les explicó Crawcrustle.
—¿Nos lo traerá? ¿De dónde nos lo traerá? —preguntó Augustus DosPlumas McCoy.
—Del sol —respondió Crawcrustle—. Es allí donde duerme.
El profesor Mandalay tosió discretamente.
—La Tierra está a unos 150 millones de kilómetros del sol —dijo Mandalay—. El halcón peregrino es el ave más veloz del planeta, y se calcula que, volando en picado, puede alcanzar una velocidad máxima de 439 km/h. Pongamos por caso que el pájaro del Sol pudiera volar a esa velocidad; si las cuentas no me fallan, tardaría treinta y ocho años en recorrer la distancia que nos separa del sol. Y eso suponiendo que pudiera sobrevivir al vacío y a las bajas temperaturas del espacio exterior, obviamente.
—Obviamente —asintió Zebediah T. Crawcrustle, mientras se hacía sombra con la mano para mirar hacia arriba—. Aquí viene.
Casi parecía que el pájaro viniera directamente del sol; pero eso no podía ser. Además, no se puede mirar directamente al sol cuando está justo en su cenit.
Al principio sólo pudieron distinguir su silueta recortada contra el azul del cielo, pero después, la luz del sol se derramó generosamente sobre las plumas del ave; cortaba el aliento contemplar aquella estampa sublime.
El pájaro del Sol agitó una vez sus grandes alas y luego empezó a descender, planeando en círculos cada vez más pequeños, sobre el café de Mustafá Stroheim.
Finalmente, el ave se fue a posar en la copa del aguacate. Plumas de oro y plata se intercalaban en ciertas zonas con otras plumas de color violáceo. Era más pequeño que un pavo, pero mayor que un gallo, y tenía las largas patas de una garza, aunque su cabeza se parecía más a la de un águila.
—Es realmente hermoso —dijo Virginia Boote—. Fijaos en las dos largas plumas que coronan su cabeza. Son de una belleza sublime, ¿no os parece?
—Absolutamente sublime, desde luego —asintió el profesor Mandalay.
—Hay algo en ellas que me resulta muy familiar —dijo Augustus DosPlumas McCoy.
—Antes de asar el pájaro del Sol, hay que arrancarle esas dos plumas —afirmó Zebediah T. Crawcrustle—. Es la costumbre.
El pájaro del Sol continuaba posado en una rama del aguacate, al sol. Parecía como si la luz del sol lo iluminara por dentro, suavemente, como si esa misma luz se hubiera materializado en sus plumas, tornasolándolas con matices violáceos, verdes y dorados. Extendió un ala y, con el pico, se fue atusando las plumas una por una hasta dejarlas todas bien huecas y lubricadas. Después, extendió la otra ala y repitió el mismo proceso. Finalmente, el pájaro emitió un alegre trino y descendió el corto tramo que separaba la rama del suelo.
Empezó a pavonearse por todo el patio, mirando alternativamente a uno y otro lado.
—¡Mirad! —exclamó Jackie Newhouse—. Ya ha encontrado las pasas.
—Yo diría que ha ido directamente a buscarlas —dijo Augustus DosPlumas McCoy—, que esperaba que las pasas estuvieran precisamente ahí.