Objetos frágiles (35 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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En el invernadero sólo había una chica. Su cabello era tan rubio que parecía blanco, lo llevaba largo y liso, y estaba sentada en la mesa de cristal, con las manos entrelazadas, contemplando el jardín. Tenía una expresión melancólica.

—¿Te importa si me siento aquí? —le pregunté.

Ella negó con la cabeza y, a continuación, se encogió de hombros para indicarme que le daba lo mismo. Me senté.

Vic pasó por delante de la puerta del invernadero. Iba hablando con Stella, pero me miró y me vio allí sentado, muerto de vergüenza, incómodo, y me hizo un gesto abriendo y cerrando la mano como si fuera una boca. Habla. Vale.

—¿Vives por aquí? —le pregunté a la chica.

Ella negó con la cabeza. Llevaba un top plateado, y traté de no mirarle descaradamente a las tetas.

—Me llamo Enn, ¿y tú?

—Wain's Wain —respondió, o algo parecido—. Soy una segunda
[16]
.

—Es un nombre... diferente.

Ella me miró con sus ojos inmensos y líquidos.

—Quiere decir que mi progenitora también se llama Wain, y que estoy obligada a presentarme a ella. No puedo procrear.

—Ah. Vaya. Aún es un poco pronto para pensar en eso, ¿no?

La chica separó las manos, las extendió sobre la mesa, y me dijo:

—¿Ves? —Tenía torcido el dedo meñique de la mano izquierda, y se bifurcaba en la punta, dividiéndose en dos yemas. Una pequeña malformación—. Una vez terminada, había que tomar una decisión: quedarse conmigo o eliminarme. Afortunadamente, decidieron a mi favor. Ahora viajo mientras mis hermanas más perfectas permanecen estáticas en casa. Ellas son primeras. Yo soy una segunda.

»Dentro de poco tendré que volver a Wain para informarle de todo lo que he visto y comunicarle mis impresiones sobre este lugar.

—La verdad es que yo tampoco vivo en Croydon —le dije—. No soy de aquí.

Me pregunté si sería americana. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando.

—Como tú dices, ninguno de los dos somos de aquí —dijo, y colocó su mano izquierda bajo la derecha, como si quisiera ocultarla—. Yo esperaba que fuera más grande, y más limpio, y con más colores. Pero, en cualquier caso, sigue siendo una joya.

La chica bostezó, tapándose la boca con la mano derecha, pero fue sólo un segundo, enseguida volvió a ponerla sobre la mesa.

—Empiezo a estar un poco cansada del viaje, a veces me gustaría que se acabara ya. En una calle de Río, durante el Carnaval, las vi sobre un puente, doradas y altas y con ojos y alas de insecto, me puse tan contenta que estuve a punto de salir corriendo para acercarme a saludarlas, pero luego me di cuenta de que se trataba de gente disfrazada. Le pregunté a Hola Colt: «¿Por qué ponen tanto empeño en parecerse a nosotras?», y Hola Colt me respondió: «Porque se odian a sí mismos, con sus aburridos tonos rosas y marrones, y su pequeñez». Yo también tengo esa impresión, y eso que no soy adulta. Es como un mundo de niños, o de enanos. —Entonces, sonrió, y dijo—. Me alegro de que ninguno de ellos pudiera ver a Hola Colt.

—Eeh... ¿Quieres bailar?

Ella se apresuró a negar con la cabeza.

—No me está permitido —me explicó—. No puedo hacer nada que pueda provocar un daño a la propiedad. Soy de Wain.

—¿Te apetece beber algo, entonces?

—Agua —respondió.

Volví a la cocina, me serví otro vaso de coca-cola y fui a coger agua del grifo. Luego, volví con las bebidas al invernadero, pero allí ya no había nadie.

Me pregunté si habría tenido que ir al lavabo, y si cambiaría de opinión sobre lo del baile. Fui a la habitación donde estaba puesta la música y miré a ver si estaba allí. La habitación estaba abarrotada. Se habían puesto a bailar unas cuantas chicas más, y también había algunos chicos que no había visto, parecían mayores que Vic y yo. Los chicos y las chicas mantenían las distancias, pero Vic bailaba cogido de la mano de Stella y, cuando terminó la canción, le pasó un brazo por los hombros, como quien no quiere la cosa, como si no quisiese que nadie se metiera por medio.

Pensé que igual la chica del invernadero había subido al piso de arriba, porque no la veía por ninguna parte.

Entré en el salón, que estaba al otro lado del recibidor, y me senté en el sofá. Había una chica sentada allí. Tenía el cabello oscuro, corto y de punta, y una actitud algo nerviosa.

«Habla», pensé.

—Me sobra un vaso de agua —le dije—, ¿lo quieres?

La chica asintió, alargó la mano y cogió el vaso con mucho cuidado, como si no tuviera costumbre de coger cosas, como si no pudiera confiar en su vista ni en sus manos.

—Me encanta ser una turista —dijo, y sonrió tímidamente. Tenía los incisivos algo separados, y bebía el agua a sorbos, como un adulto al beber un buen vino—. En el viaje anterior fuimos al sol, y nos bañamos en los mares de fuego con las ballenas. Nos contaron muchas cosas y tiritamos de frío en las regiones exteriores, luego buceamos hasta la parte más caliente y fue una gozada.

»Yo quería volver allí esta vez. Me quedaron por ver muchas cosas. Pero al final vinimos al mundo. ¿Te gusta?

—Gustarme, ¿qué?

Ella hizo un gesto señalando a toda la habitación: el sofá, los sillones, las cortinas, la chimenea de gas.

—Sí, supongo que no está mal.

—Les dije que no quería viajar al mundo —me explicó—. Mi madre-profesora no me hizo caso. «Allí aprenderás muchas cosas», me dijo. Y yo le respondí: «Me queda mucho que aprender en el sol. O en las profundidades. Jessa tejió redes entre galaxias. Yo quiero hacer eso».

»Pero no hubo manera de convencerla, y al final tuve que venir al mundo. Mi madre-profesora me envolvió, y me dejó aquí, encarnada en un trozo de carne putrefacta colocada sobre un bastidor de calcio. Al encarnarme sentí cosas dentro de mí, cosas que vibraban y latían y fluían. Era la primera vez que soltaba aire por la boca, haciendo vibrar las cuerdas vocales, y solía decirle a mi madre-profesora que ojalá me muriera, y ella admitió que ésa era la forma inevitable de salir del mundo.

Llevaba una pulsera de cuentas negras en la muñeca, y jugaba con ellas mientras hablaba.

—Pero ahí es donde está el conocimiento, en la carne —dijo—, y estoy decidida a aprender de ella.

Estábamos ahora muy cerca el uno del otro, en el centro del sofá. Decidí que le pasaría el brazo por los hombros, como quien no quiere la cosa. Extendería el brazo sobre el respaldo del sofá y, después, lo bajaría muy suavemente hasta dejarlo sobre sus hombros.

—¿Sabes cuando se te llenan los ojos de líquido y todo se vuelve borroso? Nadie me había hablado de ello, y sigo sin entenderlo. He tocado los pliegues del Susurro y he palpitado y fluido con los cisnes tachyon y, aun así, sigo sin entenderlo.

No era la chica más guapa de la fiesta, pero estaba bastante bien y, qué demonios: era una chica. Deslicé suavemente mi brazo hasta que tocó su espalda, a ver qué pasaba, y ella no me pidió que lo retirara.

Entonces, Vic me llamó desde la puerta. Su brazo rodeaba los hombros de Stella, y me hizo un gesto con la mano para indicarme que me acercara. Intenté hacerle ver que estaba ocupado diciéndole que no con la cabeza, pero me llamó en voz alta y, no sin cierta reticencia, me levanté del sofá y fui hacia la puerta.

—¿Qué?

—Estoo. Verás. La fiesta... —me dijo Vic, en tono de disculpa—... no es la fiesta que yo creí que era. He estado charlando con Stella y, entonces, me he dado cuenta. En fin, más o menos, ha sido ella la que me lo ha explicado. No es la fiesta que íbamos buscando.

—Mierda. ¿Hay algún problema? ¿Tenemos que marcharnos?

Stella dijo que no con la cabeza. Vic se inclinó y la besó, suavemente, en los labios.

—Estás encantada de tenerme aquí, ¿verdad, cariño?

—Ya sabes que sí —contestó ella.

Vic me miró y sonrió con aquella sonrisa canalla y adorable que estaba a medio camino entre Artful Dodger y un Príncipe Azul espabilado.

—No te preocupes. Están aquí de vacaciones. Es una especie de intercambio, ¿verdad? Como cuando fuimos nosotros a Alemania.

—¿Ah, sí?

—Enn. Tienes que hablar con ellas. Y eso implica que tienes que escucharlas también. ¿Lo entiendes?

—Eso es lo que estoy haciendo. Ya he hablado con dos de ellas.

—¿Y has hecho algún avance?

—Estaba en ello cuando me has llamado.

—Siento haberte interrumpido. Sólo quería ponerte al corriente, ¿vale?

Vic me palmeó el hombro y se marchó con Stella. Entonces, los dos juntos, subieron por las escaleras.

Entendedme, todas aquellas chicas parecían preciosas con aquella luz del atardecer; sus caras eran perfectas, pero tenían algo mucho más interesante, había algo extraño en sus proporciones, algo peculiar y extrañamente humano que es lo que distingue a una verdadera belleza de un maniquí. Stella era la más guapa de todas, pero, naturalmente, ella estaba con Vic, y habían subido arriba los dos juntos, y así es como serían siempre las cosas.

Había varias personas sentadas ahora en el sofá, hablando con la chica de los dientes separados. Alguien contó un chiste y todos se rieron. Habría tenido que abrirme paso a empujones para volver a sentarme a su lado, y no parecía que ella me estuviera esperando, ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que me había levantado, así que salí al recibidor. Me asomé a mirar a los que estaban bailando y, de repente, me pregunté de dónde vendría la música. No veía ningún tocadiscos, y tampoco los altavoces.

Volví a la cocina.

Las cocinas son perfectas para las fiestas. No necesitas una excusa para estar allí y, por suerte, nada indicaba que hubiera ninguna madre en la casa. Examiné las distintas botellas y latas que había sobre la mesa de la cocina, y decidí ponerme un Pernod con coca-cola. Añadí un par de cubitos de hielo y lo probé, paladeando el sabor a golosina de mi cubata.

—¿Qué es eso que bebes? —preguntó una voz femenina.

—Es Pernod —respondí—. Sabe a anís, pero tiene alcohol.

No le dije que me había decidido a probarlo porque en un disco en vivo de la Velvet Underground se oía a alguien pedir un Pernod.

—¿Puedo tomar uno?

Le preparé otro Pernod con coca-cola y se lo pasé. Tenía el cabello de color castaño caoba, muy rizado y alborotado. No es un peinado que esté de moda ahora, pero en aquella época se veía mucho.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Triolet —respondió.

—Bonito nombre —le dije, aunque no estaba muy seguro de que me lo pareciera. Pero era muy guapa.

—Es un tipo de poema —me explicó muy orgullosa—. Como yo.

—¿Eres un poema?

La chica sonrió y bajó la mirada, como si le diera vergüenza. Tenía un perfil casi completamente recto: una nariz perfectamente griega. El año anterior habíamos interpretado
Antígona
con el grupo de teatro del colegio. Yo interpretaba al mensajero que comunica a Creonte la noticia de la muerte de Antígona. Llevábamos unas máscaras que tenían esa misma nariz. Al ver su cara, en la cocina, me acordé de aquella obra. También me recordaba a los dibujos de las mujeres de
Conan,
de Barry Smith: cinco años más tarde, me habría recordado a los prerrafaelitas, a Jane Morris y a Lizzie Siddall. Pero en aquel entonces sólo tenía quince años.

—¿Eres un poema? —le pregunté de nuevo.

La chica se mordió el labio inferior.

—Si quieres verlo así... Soy un poema, o un esquema, o de una raza cuyo mundo fue engullido por el mar.

—¿No es difícil ser tres cosas al mismo tiempo?

—¿Cómo te llamas?

—Enn.

—Así que eres Enn —dijo—. Eres un macho y eres un bípedo. ¿No es difícil ser tres cosas al mismo tiempo?

—Pero esas tres cosas no son diferentes. Quiero decir que no son contradictorias.

Había leído aquella palabra muchas veces, pero esa noche era la primera vez que la pronunciaba, y puse el acento donde no debía. Con
tra
dictorias.

Llevaba un vestido blanco de seda fina. Sus ojos eran de color verde pálido, un color que ahora me haría sospechar que llevaba lentillas de color; pero esto fue hace treinta años, y las cosas eran diferentes entonces. Recuerdo que pensé qué estarían haciendo Vic y Stella en el piso de arriba. A esas alturas, seguro que estaban en alguno de los dormitorios, y sentí tanta envidia de Vic que casi me dolía.

Pero yo al menos estaba hablando con una chica, aunque aquello pareciera un diálogo de besugos, incluso aunque no se llamara Triolet (los de mi generación no teníamos nombres hippies; todas las Arcoiris, Lluvias y Lunas tenían seis, siete u ocho años todavía). La chica dijo:

—Sabíamos que pronto se acabaría todo, así que lo pusimos todo en un poema, para contarle al resto del Universo quiénes éramos y por qué estábamos aquí, y explicarle cuáles habían sido nuestros pensamientos, sueños y anhelos. Plasmamos nuestros sueños en palabras y las ordenamos según un determinado esquema para que se mantuvieran siempre vivas, para que nunca fueran olvidadas. Después, las enviamos al corazón de una estrella, que transmite el mensaje a todo el espectro electromagnético, a la espera de que, un día, algún planeta a mil sistemas solares de distancia, capte y decodifique el mensaje y pueda así leer nuestro poema.

—¿Y qué pasó después?

La chica me miró con sus verdes ojos, parecía como si me mirara desde detrás de su propia máscara de Antígona, como si sus ojos de color verde pálido fueran un elemento independiente de la máscara, situado en algún lugar más profundo.

—No puedes leer un poema sin que te cambie de alguna manera —me dijo—. Ellos lo escucharon y el poema les colonizó. Anidó en su interior, y sus ritmos se integraron en su manera de pensar; las imágenes transformaron sus metáforas; los versos, con la actitud y las aspiraciones que llevaban implícitas, se convirtieron en su vida. La próxima generación de niños nacería conociendo el poema y, al poco tiempo, dejaron de nacer niños. No eran necesarios, ya no. Sólo quedaba un poema, que se encarnaba y caminaba y se propagaba por todo el mundo conocido.

Me arrimé más a ella, hasta que noté su pierna contra la mía. No pareció disgustarle: me puso la mano en el brazo, con cariño, y sentí que una sonrisa afloraba a mis labios.

—Hay lugares en los que somos bien recibidos —dijo Triolet—, y lugares en los que nos consideran una mala hierba, o una enfermedad, algo que hay que poner en cuarentena y eliminar de forma inmediata. Pero ¿dónde está la frontera entre el contagio y el arte?

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