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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (43 page)

BOOK: Objetos frágiles
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—Usted debe de ser el señor Moon. Yo soy Smith. Me han encargado que le lleve hasta la casa grande. —Le estrechó la mano con firmeza—. Caramba, menudo bigardo.

Le faltó añadir: «Pero podría tumbarle sin despeinarme», y a Sombra no le pasó desapercibido.

—Eso dicen, sí —replicó Sombra—. Usted no es escocés, ¿verdad?

—No, señor. Sólo he venido a asegurarme personalmente de que todo salga como está previsto. Soy de Londres. —Una sonrisa se dibujó bajo su impresionante nariz. Sombra le calculó unos cuarenta y pocos años—. Tengo el coche ahí delante. En un pispás nos plantamos allí. ¿Es ésa tu mochila?

Sombra llevó su mochila hasta el coche, un Land Rover con el motor en marcha y la carrocería llena de barro. Sombra soltó la mochila en el asiento de atrás y se acomodó en el asiento del copiloto. Smith le dio una última calada al cigarrillo, que ya era prácticamente una colilla, y lo arrojó por la ventanilla.

Salieron del pueblo.

—¿Cómo se pronuncia tu nombre? —le preguntó Smith—. ¿Bál-der... Bórl-der, o cómo? Como
Cholmondely,
que se pronuncia
Chámlii.

—Puedes llamarme Sombra. Así es como me llama todo el mundo.

—Estupendo.

Silencio.

—Muy bien, Sombra. No sé muy bien lo que te ha contado Gaskell sobre la fiesta de este fin de semana.

—Poca cosa.

—Vale. Vamos a ver, lo más importante es lo siguiente: pase lo que pase, tú, chitón, ¿estamos? Veas lo que veas, gente pasando un buen rato, o lo que sea, tú no hablas con nadie, por mucho que les reconozcas; tú ya me entiendes lo que te quiero decir, ¿no?

—Yo no conozco a nadie —dijo Sombra.

—Veo que has pillado la idea. Nosotros estamos aquí para asegurarnos de que todos se lo pasen bien sin que nadie les moleste, y punto. Han hecho un viaje muy largo para disfrutar de un buen fin de semana.

—Entendido —replicó Sombra.

Llegaron al ferry que iba hasta el cabo. Smith aparcó el Land Rover, cogió el equipaje y cerró el coche.

Al otro lado del estrecho les esperaba un Land Rover idéntico. Smith abrió la puerta, soltó el equipaje en el asiento de atrás y condujo el coche por un camino de tierra.

Salieron del camino antes de llegar al faro y, en silencio, siguieron por otro sendero de tierra que a pocos metros se convertía en una simple vereda. Sombra tuvo que bajarse del coche varias veces para abrir las cancelas que cerraban ciertos tramos del camino; esperaba a que pasara el Land Rover y, a continuación, volvía a cerrar la cancela.

Se veían muchos cuervos en los campos y posados sobre los muros de piedra. Tenían un tamaño considerable, y observaban a Sombra con ojos implacables.

—¿Es cierto que estuviste en la trena? —preguntó, de repente, Smith.

—¿Perdón?

—En la trena. El trullo. El talego. Todas empiezan por «t» y significan lo mismo: bazofia tres veces al día, retretes inmundos y poca libertad de movimientos.

—Sí.

—No eres muy hablador, ¿verdad?

—Creí que eso se consideraba una virtud.

—Oído cocina. Era sólo por hablar. Tanto silencio me estaba poniendo de los nervios. ¿Te gusta esto?

—Supongo. Sólo llevo un par de días aquí.

—Pues a mí me da un yuyu de cojones. Demasiado apartado. Hay pueblos en Siberia donde me he sentido mucho más a gusto. ¿Has pasado por Londres? ¿No? Cuando vayas, te enseñaré todo aquello. Unos pubs cojonudos, comida de verdad y todas esas mariconadas que tanto os gustan a los turistas americanos. El tráfico es un infierno, eso sí. Por aquí, al menos, se puede conducir. No tienes que andar pendiente de los putos semáforos. Al final de Regent Street hay uno que... te lo juro, te pasas cinco minutos esperando a que se ponga verde y, cuando por fin cambia, sólo dura cinco segundos. Lo justito para que pasen dos coches. Es ridículo, joder. ¿Y dicen que es el precio que hay que pagar por el progreso?

—Sí —dijo Sombra—, supongo que sí.

Ya no había camino ni nada, iban dando bandazos y botes por un pequeño valle entre dos colinas.

—Y los invitados, ¿también vienen en Land Rover? —preguntó Sombra.

—Qué va. Ellos vienen en helicóptero. Llegarán esta noche, justo a tiempo para cenar. Se bajan del helicóptero y el lunes por la mañana otra vez al helicóptero.

—Como si fuera una isla.

—Ojalá fuera una isla, así no tendríamos que preocuparnos de que los paletos vinieran a dar la nota. Nadie se queja del ruido que hacen los de la isla de al lado.

—¿Vuestra fiesta es muy ruidosa?

—No es mi fiesta, chaval. Yo vengo a currar, a encargarme de que todo vaya como la seda. Pero sí. La verdad es que, cuando se ponen, pueden armar mucho ruido.

El verde valle se convirtió en una vereda y, de la vereda, pasaron a un camino que subía casi en línea recta por la falda de la colina. Una pequeña curva, una vuelta inesperada, y Sombra pudo divisar por fin la casa que había visto desde la colina. La que le había señalado Jennie el día anterior, a la hora de comer.

Era una casa antigua. Eso saltaba a la vista. Pero ciertas partes parecían más antiguas que otras: en un ala del edificio había un muro de piedra gris, parecía sólido y grueso. Justo a continuación, había otro muro de ladrillo de color más o menos pardo. El tejado, que cubría ambas alas del edificio, era todo de pizarra. De la puerta principal salía un sendero de gravilla y, un poco más allá, había un pequeño lago. Sombra bajó del coche. Mirando aquella casa, se sentía pequeño. Tenía la sensación de haber llegado a su casa, y no era una sensación agradable.

Había varios coches más aparcados a lo largo del sendero de gravilla.

—Las llaves de los coches se cuelgan en un tablero que hay en la despensa. Te lo digo por si, en un momento dado, tienes que coger el coche. Pero ya te diré exactamente dónde cuando pasemos por allí.

Atravesaron la gigantesca puerta de madera y salieron directamente al patio principal, que estaba pavimentado sólo en parte. En el centro, había una pequeña parcela de césped más bien ralo, rodeada de losas de piedra, con una fuente en el medio.

—Aquí es donde se va a montar el sarao el sábado por la noche —le explicó Smith—. Ven que te enseñe el sitio donde vas a dormir.

Se dirigieron hacia el ala más pequeña, atravesaron una puerta bastante menos impresionante y salieron a una habitación en la que había un tablero con varias llaves colgadas, cada una con una etiqueta. Luego, pasaron a otra habitación llena de estantes vacíos. Cruzaron un lóbrego zaguán y subieron por una escalera. La escalera estaba completamente desnuda, aunque las paredes estaban enyesadas. («Al fin y al cabo, éstas son las dependencias de servicio. Nadie se gastaba el dinero en estas cosas.») Hacía frío, algo a lo que Sombra empezaba a acostumbrarse: hacía más frío en el interior que en el exterior. Se preguntaba cómo lo hacían, debía de ser un secreto reservado únicamente a los arquitectos británicos.

Smith llevó a Sombra hasta el último piso y le mostró una oscura habitación en la que había un armario antiguo, una cama individual con la estructura de hierro que, según descubrió Sombra a simple vista, se le iba a quedar corta, un lavabo antiguo y un ventanuco que daba al patio interior.

—Hay un retrete al final del pasillo —le explicó Smith—. Y el baño del servicio está en la planta de abajo. Hay dos lavabos: uno para los hombres y otro para las mujeres. No hay duchas. Y me temo que el suministro de agua caliente en este ala del edificio es más que limitado. Tienes tu uniforme de gorila colgado en el armario. Pruébatelo ahora mismo, a ver qué tal te queda; luego te lo quitas para tenerlo en condiciones esta noche, cuando lleguen los invitados. Si te manchas el uniforme, va a ser difícil limpiarlo. Hazte a la idea de que estamos en Marte. Si me necesitas, estaré en la cocina. En principio, aquello estará un poco más caldeado, si es que funciona la Aga. Bajas la escalera hasta el final, luego, a la izquierda y a la derecha. Si te pierdes, grita fuerte. No entres para nada en la otra ala, a menos que alguien te pida que vayas.

Smith se marchó, dejando a Sombra completamente solo.

Sombra se probó el uniforme: esmoquin negro, camisa blanca de vestir y una pajarita negra. También había unos zapatos negros exageradamente relucientes. Le estaba todo perfecto, como si se lo hubieran hecho a la medida. Se cambió y volvió a guardar la ropa en el armario.

Bajó por las escaleras y se tropezó con Smith en el descansillo, golpeando con furia un pequeño móvil plateado.

—No hay cobertura, me cago en la puta. Me han llamado y se ha cortado, y ahora intento llamar yo y no me da señal. ¿Estos paletos están en la puta Edad de Piedra o qué? ¿Qué tal el traje?, ¿te queda bien?

—Perfecto.

—Éste es mi chico. Para qué vas a decir cinco palabras si con una ya te entienden, ¿eh? He conocido muertos que hablaban más que tú.

—¿En serio?

—No, hombre, no. Es un decir. Vamos. ¿Te apetece comer algo?

—Claro, gracias.

—Estupendo. Ven conmigo. Esto es casi un laberinto, pero le pillarás el truco enseguida.

Comieron en la gigantesca y desierta cocina: Sombra y Smith cogieron unos platos de loza y se sirvieron unos exquisitos canapés de salmón y unas lonchas de queso curado, que acompañaron con unas tazas de té bien cargado y con azúcar. Sombra descubrió que la famosa Aga era una pesada caja de metal con un horno en la parte inferior y fogones en la parte superior. Smith abrió una de las portezuelas que había en el frontal, y echó varias paladas de carbón en el interior.

—¿Y dónde está el resto de la comida? ¿Y los camareros, y los cocineros? —preguntó Sombra—. Supongo que habrá alguien más, aparte de nosotros.

—Buena pregunta. Lo traen todo de Edimburgo. Está todo perfectamente organizado. La comida y el personal de servicio llegarán a las tres y lo colocarán todo. Los invitados llegan a las seis. El bufé de la cena estará listo a las ocho. Comer, charlar a gusto, unas risas; pero sin cansarse mucho. Mañana, se servirán desayunos desde las siete hasta las doce. Por la tarde, podrán salir a pasear y a ver el paisaje y, mientras, nosotros iremos preparando unas cuantas hogueras en el patio. Luego, encenderemos las hogueras y los invitados se correrán una buena juerga al más puro estilo escocés, con un poco de suerte sin que vengan los vecinos a molestar. El domingo por la mañana, y por consideración hacia nuestros resacosos huéspedes, andaremos de puntillas y, por la tarde, llegarán otra vez los helicópteros y les diremos adiós con la mano. Tú coges tu paga, y yo te llevo de vuelta al hotel. O, si prefieres cambiar de aires, puedes venirte al sur conmigo. Qué, ¿te suena bien?

—Fantástico —respondió Sombra—. ¿Y quiénes son esos que podrían reventar la fiesta del sábado por la noche?

—Simples aguafiestas. Paletos de los alrededores dispuestos a amargarles la fiesta a todos.

—Pero ¿qué paletos? —preguntó Sombra—. Si no he visto nada más que ovejas por el camino.

—Pues paletos. Están por todas partes —le dijo Smith—, sólo que no los has visto. Se esconden, como Sawney Beane y su familia.

—Me suena ese nombre. Creo que he oído hablar de él...

—Es un personaje histórico —dijo Smith, dando un trago a su té y recostándose contra el respaldo de su silla—. Vivió hace, no sé, seis siglos; después de que los vikingos se largaran a Escandinavia, o se casaran con los de aquí y se convirtieran, transformándose en escoceses, pero antes de morir la reina Isabel y de que viniera Jacobo para reinar sobre los dos países. Más o menos por esa época. —Bebió un poco más de té—. Bien. Pues resulta que los viajeros desaparecían. Tampoco es que fuera raro en esos tiempos. Me refiero a que cuando alguien emprendía un viaje muy largo, no siempre volvía a casa. Podían pasar meses hasta que alguien se daba cuenta de que el que se había ido de viaje ya no iba a volver, y entonces le echaban la culpa a los lobos o al mal tiempo, así que empezaron a viajar en grupo, y únicamente en verano.

»Pero, un día, iba un viajero cabalgando por la cañada con unos cuantos más y, de repente, se les echó encima una pandilla de mocosos (saltaron desde un peñasco o desde las copas de los árboles, algo así) y los mocosos iban armados con puñales, machetes y cachiporras de hueso. Derribaron a los jinetes y les dieron una somanta que los dejaron secos. Palmaron todos menos el viajero este que te decía, que venía un poco más despacio y, al ver la escabechina, se marchó a galope tendido. Fue el único que vivió para contarlo, pero basta uno, ¿no? Fue hasta el pueblo más cercano y dio la voz de alarma. Se juntaron unos cuantos del pueblo con algunos soldados y fueron con una jauría de perros hasta el lugar de la matanza.

»Tardaron varios días en encontrar su guarida, de hecho estaban a punto de dejarlo por imposible cuando, al llegar a la entrada de una cueva junto al mar, los perros se pusieron a ladrar como locos. Y allá que se fueron.

»Se metieron en la cueva y descubrieron que era enorme, con un montón de galerías subterráneas, y en la galería más grande y más profunda encontraron al viejo Sawney Beane con toda su prole. Tenían un montón de cadáveres colgados, bien ahumaditos, asándose a fuego lento. Manos, pies, brazos, piernas y muslos humanos, tanto de hombres como de mujeres y niños, colgados en fila, como quien pone a curar la matanza, o conservados en salmuera, como un cerdo. También había oro, plata, relojes, anillos, pistolas, ropa; una millonada, porque nunca gastaron un solo penique. Se pasaban la vida en la cueva, comiendo, aumentando la familia y asesinando a todo el que pasaba por su territorio.

»Llevaban años viviendo allí. El viejo Sawney era el rey, con su mujer, sus hijos y sus nietos. Y muchos de sus nietos eran a la vez sus hijos, porque el incesto era de lo más normal entre ellos.

—¿Todo eso es verdad?

—Eso dicen. Y hay documentos oficiales. Se los llevaron a Leith para juzgarlos. El dictamen del tribunal es muy interesante: decidieron que, en virtud de sus actos, Sawney Beane se había excluido voluntariamente de la raza humana y, por tanto, debía ser tratado como un animal. No le ahorcaron ni le cortaron la cabeza, no. Simplemente, hicieron una hoguera y arrojaron al fuego a toda la familia; los quemaron vivos a todos.

—¿A toda la familia?

—Pues no recuerdo exactamente. No sé si quemaron también a los niños. Probablemente sí. Por estos lares tienden a ser muy eficientes con los monstruos.

Smith lavó los platos y las tazas en el fregadero, y los dejó sobre el escurridor. Los dos hombres salieron al patio. Smith se lió un cigarrillo como un auténtico experto. Lamió el extremo del papel con la punta de la lengua, lo alisó con los dedos y se encendió el cigarrillo con un Zippo.

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