Objetos frágiles (45 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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—Ni de lejos —respondió Sombra, con frustración.

Había gente armando jaleo en el pasillo del caserón; estaban borrachos. Iban tambaleándose, chistándose unos a otros entre ataques de risa tonta.

Sombra se preguntó si serían del servicio o invitados que habían subido allí a ver dónde se alojaba la plebe. Y empezó a soñar otra vez...

Ahora estaba en la cabaña en la que se había refugiado el día antes cuando empezó el chaparrón. Había un cadáver tendido en el suelo: un niño, no tenía más de cinco años. Estaba desnudo, boca arriba, con los brazos y los pies estirados. De pronto, un fogonazo de luz muy intensa: alguien pasó a través de Sombra —como si él no estuviera allí—, y cambió de posición los brazos del niño. Otro fogonazo.

Sombra reconoció al fotógrafo. Era el doctor Gaskell, el hombrecillo de pelo gris que había conocido en el bar del hotel.

Gaskell sacó una bolsa de papel blanco de su bolsillo, rebuscó en su interior y sacó algo que se metió en la boca.

—Caramelitos. —Se dirigía al niño que estaba tendido en el suelo—. Nam, ñam. Tus preferidos.

Sonrió y se puso en cuclillas para hacerle otra foto al cadáver del niño.

Sombra atravesó el muro de piedra de la cabaña, pasando como el viento a través de las grietas. Se deslizó hasta la playa. Las olas rompían contra las rocas, y Sombra se metió en el agua, avanzando por el plomizo mar, meciéndose al vaivén de las olas, hacia el barco fabricado con uñas de muertos.

El barco estaba en alta mar. Sombra se deslizaba sobre la superficie del agua como si fuera la sombra de una nube.

El barco era inmenso. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo grande que era. Una mano le agarró del brazo y lo subió a pulso hasta la cubierta.

—Llévanos de vuelta —dijo una voz tan atronadora como el romper de las olas, en un tono apremiante y feroz—. Llévanos de vuelta o déjanos marchar. —Era un hombre barbudo con un solo ojo que llameaba de furia.

—Yo no os estoy reteniendo aquí.

Eran gigantes, hombres inmensos hechos de sombras y gélida espuma de mar, criaturas de sueño y espuma.

Uno de barba pelirroja, el más grande de todos, dio un paso al frente.

—No podemos desembarcar —tronó—, ni zarpar tampoco.

—Marchaos a casa —dijo Sombra.

—Vinimos con nuestro pueblo a las tierras del sur —dijo el hombre de un solo ojo—, pero ellos nos abandonaron. Se buscaron otros dioses, dioses más dóciles, y renegaron de nosotros, nos olvidaron.

—Marchaos a casa —repitió Sombra.

—Ha pasado demasiado tiempo —dijo el de la barba roja. Sombra lo reconoció por el martillo que llevaba en la mano—. Se ha derramado demasiada sangre. Por tus venas corre nuestra misma sangre, Baldur. Libéranos.

Sombra quería decirles que él no les pertenecía, que no pertenecía a nadie, pero la delgada manta se había caído al suelo y tenía los pies destapados, y la tenue luz de la luna bañaba el interior de su habitación.

El silencio se había adueñado del caserón. Un aullido llegó desde las colinas y Sombra se estremeció.

Tumbado en aquella cama demasiado corta para su estatura, imaginó el tiempo como si fuera líquido, preguntándose si habría lugares donde el tiempo pesara y se pudiera amontonar y coger con las manos —«las ciudades» pensó, «deben de estar llenas de tiempo: todos los puntos en los que convergen muchas personas, acarreando cada una su propio tiempo. Y de ser así...» musitó Sombra «... seguramente también habrá lugares en los que vivirá poca gente y donde la tierra esperará, amarga y granítica, y mil años serán para las colinas un mero parpadeo»— una palada de nubes, un vaivén de prisas y nada más, y en aquellos lugares en el que el tiempo escasea del mismo modo que la gente...

—Te van a matar —susurró Jennie, la camarera.

Sombra estaba ahora sentado junto a ella, en la colina, bajo la luz de luna.

—¿Y por qué iban a querer matarme? —le preguntó—. Yo no les estorbo.

—Es lo que hacen con los monstruos —respondió ella—. Tienen que hacerlo. Es lo que han hecho siempre.

Sombra alargó la mano para tocarla, pero ella se dio la vuelta y se fue. Por detrás, estaba hueca y vacía. Se dio la vuelta de nuevo para mirarle de frente.

—Vámonos de aquí —le susurró.

—Ven tú conmigo —replicó Sombra.

—No puedo —dijo ella—, hay cosas que me lo impiden. El camino hasta allí es difícil, y está vigilado. Pero puedes llamarme. Si me llamas, iré.

Entonces amaneció, y una nube de mosquitos se levantó de la ciénaga que había al pie de la colina. Jennie trató de espantarlos con su rabo, pero no sirvió de nada; descendieron sobre Sombra como una espesa nube y, al respirar, se introdujeron por su nariz y su boca, y Sombra sintió que se ahogaba...

Se arrastró de nuevo hasta su cama, su cuerpo y su vida, y despertó, con el corazón a punto de salirse de su pecho, respirando apresuradamente.

VII

Para desayunar se sirvió arenques, tomates asados, huevos revueltos, tostadas, dos salchichas pequeñas y dos rodajas de algo oscuro y redondo que Sombra no supo reconocer.

—¿Qué es esto? —preguntó Sombra.

—Morcilla —respondió el hombre que estaba sentado a su lado. Era uno de los guardas de seguridad, que estaba leyendo el
Sun
del día anterior mientras daba cuenta de su desayuno—. Lleva sangre y especias. Hierven la sangre con las especias hasta que se transforma en una especie de pasta oscura. —Colocó los huevos revueltos encima de una tostada, y se la comió a mordiscos—. No sé. ¿Cómo es el dicho? Es mejor que no veas cómo se hacen las salchichas ni la ley. Algo así.

Sombra se lo comió todo, excepto la morcilla.

Había café recién hecho en la cafetera, y Sombra se bebió una taza de café solo bien caliente para terminar de despertarse y despejarse la cabeza.

Smith entró en la cocina.

—Hombre, la Sombra. ¿Puedo robarte cinco minutos?

—Para eso me pagas —respondió Sombra, y salió con él al pasillo.

—Es el señor Alice —dijo Smith—. Quiere hablar contigo un momento.

Cruzaron la desangelada zona de servicio y pasaron a la parte noble, enorme y con las paredes forradas de madera. Subieron por una elegante escalinata de madera y entraron en la gran biblioteca. No había nadie allí.

—Sólo tardará un minuto —dijo Smith—. Voy a decirle que ya estás aquí.

Los libros de las estanterías estaban protegidos de los ratones, el polvo y la gente por unas puertas de cristal y malla metálica. En la pared había un óleo de un ciervo, y Sombra se acercó a echarle un vistazo. El ciervo posaba en actitud arrogante y altanera: al fondo, un valle cubierto por la bruma.

—El monarca de la cañada
—dijo el señor Alice, avanzando a paso lento, apoyado en su bastón—. El cuadro más reproducido de la época victoriana. No es el original, pero es una copia que hizo el propio Landseer de su famosa obra a finales de la década de 1850. A mí me encanta, aunque seguramente no debería. Landseer esculpió también los leones que hay en Trafalgar Square.

Se acercó al ventanal, y Sombra le imitó. Abajo, en el patio, los camareros estaban colocando sillas y mesas. Junto a la fuente del centro, algunos invitados preparaban la leña para hacer las hogueras.

—¿Por qué no dejan que el personal de servicio se encargue de preparar las hogueras? —preguntó Sombra.

—¿Y por qué dejarles a ellos toda la diversión? —replicó el señor Alice—. Sería como enviar a un criado a cazar faisanes para uno en una fría tarde de invierno. No sé por qué, pero se disfruta más de una hoguera cuando has acarreado la leña con tus propias manos y has colocado los troncos con cuidado para que el fuego tire bien. O eso dicen. Yo no lo he hecho en mi vida. —Se apartó de la ventana—. Me va a dar una tortícolis de mirarte a la cara.

Sombra se sentó.

—Me han hablado mucho de ti —dijo el señor Alice—. Hace tiempo que quería conocerte. Me han dicho que eres un joven muy listo que algún día llegará lejos. Eso es lo que me han contado.

—¿Así que no ha contratado usted a un turista para mantener a los vecinos alejados de su fiesta, así sin más?

—Pues, sí y no. Teníamos varios candidatos, obviamente. Pero tú nos pareciste perfecto para este trabajo. Y cuando caí en quién eras... En fin, un auténtico regalo de los dioses, ¿no?

—No lo sé, ¿usted cree?

—Desde luego. Verás, esta fiesta tiene una larga tradición a sus espaldas. Se lleva celebrando casi mil años, sin fallar ni uno solo. Cada año hay una pelea entre nuestro hombre y el suyo. Y siempre gana nuestro hombre. Este año, tú eres nuestro hombre.

—¿Quiénes...? —comenzó Sombra—. ¿Quiénes son ellos? ¿Y quiénes ustedes?

—Yo soy tu anfitrión. Y supongo... —el señor Alice hizo una pausa, y se puso a dar golpecitos en el suelo con el bastón— que ellos son los que perdieron, hace mucho tiempo. Ganamos nosotros. Nosotros éramos los caballeros y ellos los dragones; nosotros matábamos gigantes y ellos eran los ogros. Nosotros éramos los hombres y ellos los monstruos. Y ganamos nosotros. Los pusimos en su sitio. Y lo de esta noche es un modo de no dejar que lo olviden. Es a toda la humanidad a quien vas a representar esta noche. No podemos permitir que ellos se hagan con el control. Ni por un momento. Somos nosotros contra ellos.

—El doctor Gaskell dijo que yo era un monstruo —replicó Sombra.

—¿El doctor Gaskell? —preguntó el señor Alice—. ¿Algún amigo tuyo?

—No —respondió Sombra—. Trabaja para usted. O para la gente que trabaja para usted. Me parece que mata niños y luego les hace fotos.

Al señor Alice se le cayó el bastón de la mano. Con dificultad, se agachó y lo recogió del suelo. A continuación, dijo:

—Pues yo no creo que seas un monstruo, Sombra. Yo creo que eres un héroe.

«No —se dijo Sombra—, tú piensas que soy un monstruo. Sólo que crees que soy tu monstruo.»

—En cualquier caso, tú preocúpate sólo de hacerlo bien esta noche —le dijo el señor Alice—, estoy seguro de que así será. Puedes pedirme lo que tú quieras. ¿No te has preguntado nunca por qué algunos llegan a ser estrellas de cine, famosos, o ricos? Seguro que alguna vez has pensado: «Pero si no tiene talento, ¿qué tiene él que no tenga yo?». Pues, muchas veces, lo que tiene es a un padrino como yo.

—¿Es usted un dios? —le preguntó Sombra.

El señor Alice soltó una sonora carcajada.

—Eso ha tenido gracia, señor Moon. En absoluto. Sólo soy un chico de Streatham que ha sabido sacarse partido a sí mismo.

—¿Y contra quién voy a luchar, pues? —preguntó Sombra.

—Le conocerás esta noche —dijo el señor Alice—. Hay que bajar algunas cosas del desván, ¿por qué no vas y le echas una mano a Smithie? Le has gustado a ese grandullón, será pan comido.

La audiencia había llegado a su fin y, como si lo hubieran preparado de antemano, Smith entró en la biblioteca.

—Justamente le estaba diciendo a nuestro chico que te echara una mano para bajar las cosas del desván —le dijo el señor Alice.

—Estupendo —replicó Smith—. Ven, Sombra, vamos arriba.

Subieron por una oscura escalera hasta llegar a una puerta que estaba cerrada con candado. Smith abrió el candado y entraron en un desván todo de madera, abarrotado de...

—¿Tambores? —preguntó Sombra.

—Tambores —confirmó Smith. Estaban hechos de madera y cuero, y todos tenían diferentes tamaños—. Bueno, pues abajo con ellos.

Bajaron los tambores por las escaleras. Smith los bajaba de uno en uno, tratándolos como oro en paño. Sombra los bajaba de dos en dos.

—¿Qué es lo que va a pasar aquí esta noche, en realidad? —preguntó Sombra al tercer viaje, o quizás al cuarto.

—Pues —dijo Smith—, en general, yo creo que es mejor que lo veas tú mismo y saques tus propias conclusiones.

—¿Y qué papel desempeñáis tú y el señor Alice en todo esto?

Smith le miró con cara de pocos amigos. Dejaron los tambores al pie de las escaleras, en el salón principal. Había varios hombres allí, charlando junto a la chimenea.

Una vez estuvieron arriba otra vez, donde los invitados no podían oírles, Smith le dijo:

—El señor Alice se irá a última hora de la tarde, yo me quedaré por aquí.

—¿Se marcha? ¿Él no va a participar en esto?

Smith parecía ofendido.

—Él es el anfitrión. Pero... —no terminó la frase. Sombra lo entendió. Smith nunca hablaba de su jefe.

Siguieron bajando los tambores que quedaban. Una vez acabaron con los tambores, bajaron unas pesadas bolsas de cuero.

—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó Sombra.

—Baquetas —respondió Smith. Y continuó—: Pertenecen a familias de rancio abolengo. Todos esos de ahí abajo. Fortunas muy antiguas. Saben perfectamente quién es el que manda, pero eso no le convierte en uno de ellos. ¿Me comprendes? La fiesta de esta noche es sólo para ellos. No quieren aquí al señor Alice, ¿entiendes?

Sombra comprendía. Habría preferido que Smith no le hubiera hablado del señor Alice. Sospechaba que Smith no le habría dicho nada a nadie que pensara que podría vivir para contarlo.

Pero todo cuanto contestó fue:

—Pues sí que pesan estas baquetas.

VIII

Un helicóptero pequeño vino a llevarse al señor Alice a última hora de la tarde. Los coches se llevaron al personal de servicio. Smith iba al volante del último. Sólo quedaron allí Sombra y los invitados, con sus elegantes trajes y sus sonrisas.

Miraban a Sombra como si fuera un león que hubieran traído para amenizarles la fiesta, pero ninguno de ellos le hablaba.

La mujer morena, la que le había sonreído cuando Sombra le llevó las maletas, le trajo algo de comer: un filete prácticamente crudo. Se lo trajo en un plato sin cubiertos, como si esperara que se lo comiese con los dedos. Sombra tenía mucha hambre, así que eso fue lo que hizo.

—No soy vuestro héroe —les dijo, pero ellos no le miraron a los ojos. Nadie le habló, no de forma directa. Se sentía como un animal.

Al poco, anocheció. Llevaron a Sombra hasta el patio interior, junto a la herrumbrosa fuente y, a punta de pistola, le despojaron de toda su ropa. Las mujeres le embadurnaron el cuerpo con una especie de grasa espesa y amarillenta, extendiéndola bien por todas partes.

Delante de él, en la hierba, dejaron un cuchillo. Le hicieron un gesto con la pistola, y Sombra cogió el cuchillo. La empuñadura era de metal negro, tosca y fácil de agarrar. La hoja parecía estar bien afilada.

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