Authors: Neil Gaiman
—La ocasión merece un trago —me dijo.
Me pareció buena idea, pero le expliqué que con el día tan bueno que hacía, con ese sol y esa brisa que llegaba del mar, era una pena meterse en un pub. Así que nos pusimos a buscar un chino. Le compré una botella de vodka, un cartón de zumo de naranja y un vaso de plástico y, para mí, un par de latas de Guiness.
—Son los hombres —me explicó el profesor. Estábamos sentados en un banco de la orilla sur del Támesis—. No hay muchos, por lo visto. Uno o dos en cada generación. El Tesoro de los Shahinai. Las mujeres son las guardianas de los hombres. Ellas se encargan de alimentarlos y de mantenerlos a salvo.
»Se dice que Alejandro Magno se compró un amante shahinai. Y también Tiberio y, al menos, dos papas. Corría el rumor de que incluso Catalina la Grande tenía uno, pero yo creo que no es más que un rumor.
Le dije que toda aquella historia parecía sacada de un libro de cuentos.
—Piénselo un momento. Hablamos de una raza cuyo único patrimonio es la belleza de sus varones. Cada siglo, venden a uno de ellos a precio de oro y ese dinero permite a la tribu seguir viviendo otros cien años —le di un trago a mi Guiness—. ¿Cree usted que aquellas mujeres que vimos en la casa son toda la tribu?
—Me inclino a pensar que no.
Se sirvió un poco más de vodka, añadió un chorrito de zumo y alzó el vaso de plástico a modo de brindis.
—Por el señor Alice —dijo—. Debe de ser un hombre muy rico.
—Ni se lo imagina.
—Yo soy hetero —dijo Macleod, que estaba más borracho de lo que creía, con la frente sudorosa—, pero me habría tirado a ese chico sin pensármelo dos veces. En toda mi vida había visto una belleza igual.
—Sí, supongo que no está mal.
—¿Tú no te lo tirarías?
—No es mi tipo —le dije.
Un taxi negro pasó por delante. Llevaba apagada la señal de «Libre», pero no había nadie en el asiento de atrás.
—Y entonces, ¿cuál es tu tipo?
—Me gustan jovencitas.
Macleod tragó.
—¿Cómo de jovencitas?
—Nueve. Diez. Incluso once o doce, no sé. Cuando les salen los pelos del pubis y tetas de verdad, pierden todo interés para mí. Simplemente, no me ponen.
Me miró como si acabara de confesarle que me gusta follar con perros muertos y, por un momento, se quedó callado. Siguió dándole al vodka.
—¿Sabes? En mi país ese tipo de cosas son ilegales.
—Hombre, aquí tampoco está muy bien visto.
—Creo que ya va siendo hora de que vuelva al hotel —dijo.
Un taxi negro dobló la esquina y, esta vez, llevaba la luz encendida. Era uno de nuestros Pintorescos Taxis ingleses. Que serán muy bonitos, pero son una trampa mortal: no hay manera de bajarse de ellos.
—Al Savoy, por favor —le dije al taxista.
—Lo que usted diga, jefe —replicó, y se llevó al profesor Macleod.
El señor Alice cuidaba muy bien del chico shahinai. Siempre que me reunía con él, el chico se sentaba a sus pies y el señor Alice jugueteaba con sus negrísimos cabellos. Estaba claro que se adoraban mutuamente. Resultaban empalagosos, y debo reconocer que, incluso para un bastardo sin alma como yo, también enternecedores.
De vez en cuando soñaba con mujeres shahinai; esas brujas terroríficas con sus siniestras túnicas negras que pululaban por el inmenso caserón, que en mis sueños es al mismo tiempo la historia de la humanidad y el manicomio de Saint Andrews. Algunas llevaban hombres de acá para allá entre los pliegues de sus ropones de murciélago. Los hombres resplandecían como el sol, y sus rostros eran tan bellos que hacía daño mirarlos.
Odiaba esos sueños. Siempre que tenía uno, al día siguiente iba todo de culo.
El hombre más bello del mundo, el Tesoro de los Shahinai, duró ocho meses. Hasta que pilló una gripe.
Le subió la fiebre a más de cuarenta, se le encharcaron los pulmones y se ahogaba. El señor Alice le trajo a los mejores médicos del mundo, pero el chaval siguió consumiéndose hasta que un día se apagó como una bombilla vieja. Así, sin más.
Supongo que esos chicos no son muy fuertes. Después de todo, no los crían para que sean fuertes, sino para otros menesteres.
Fue muy duro para el señor Alice. Estaba destrozado. De camino al funeral lloraba como un bebé; estaba hecho un mar de lágrimas, parecía una madre que acabara de perder a su único hijo. Caía una lluvia muy fina ese día, así que sólo los que estábamos justo a su lado pudimos darnos cuenta. Aquel día, en el cementerio, estropeé un estupendo par de zapatos, y eso me puso de muy mala leche.
Luego me fui a casa y estuve un rato practicando el lanzamiento de cuchillos, me preparé unos espagueti a la boloñesa y me senté a ver un partido de fútbol que ponían en la tele.
Por la noche estuve con Alison. No lo pasé bien.
Al día siguiente, cogí a algunos de los chicos y nos fuimos al caserón de Earls Court para ver si los shahinai seguían todavía por ahí. En alguna parte tenía que haber más jovencitos shahinai. Parecía de cajón.
Pero las desconchadas paredes del caserón estaban empapeladas con pósteres robados de grupos de rock, y aquello olía a costo, no a especias.
Las habitaciones del laberinto estaban llenas de australianos y neozelandeses. Okupas, supongo. Pillamos a un grupito en la cocina, fumando chocolate en una pipa de agua casera hecha con una botella de limonada.
Recorrimos toda la casa —desde el sótano hasta el desván—, buscando algún rastro de las mujeres shahinai, cualquier cosa que hubieran podido dejarse olvidada, cualquier pista, algo con lo que poder animar al señor Alice.
No encontramos nada de nada.
Todo lo que me llevé del caserón de Earls Court fue la imagen del pecho de una chica, colocada e inconsciente, que dormía en una de las habitaciones de arriba. La ventana no tenía cortinas.
Me quedé un buen rato mirándola desde la puerta, y aquella imagen se me quedó grabada: un pecho turgente con la areola muy oscura que, bajo la luz amarillenta que entraba por la ventana, describía una curva francamente turbadora.
A
mis hijos les encanta escuchar historias de cuando yo era niño: «Aquella vez que papá amenazó a un guardia de tráfico con arrestarle», «El día que le rompí los dientes a mi hermana dos veces», «Cuando fingía ser dos hermanos gemelos» e, incluso, «El día que maté al jerbo sin querer».
La historia a continuación no se la he contado nunca. Me resultaría francamente difícil explicaros exactamente por qué no.
Cuando tenía nueve años, en el colegio nos pidieron que escogiéramos el instrumento musical que más nos gustara. Hubo algunos que escogieron el violín, el clarinete o el oboe. Otros se inclinaron por los timbales, el pianoforte o la viola.
Yo era algo canijo para mi edad y fui el único en toda primaria que escogió el contrabajo, más que nada porque me encantaba lo incongruente de aquella idea. Me divertía imaginarme tocando un instrumento mucho más grande que yo y llevándolo de aquí para allá.
El contrabajo pertenecía al colegio, y me causó una profunda impresión. Aprendí a saludar, aunque no me interesaban mucho las técnicas del saludo, prefería pulsar con mis dedos aquellas gruesas cuerdas metálicas. El dedo índice de mi mano derecha estaba permanentemente lleno de ampollas blanquecinas que acabaron haciendo callo.
Disfrutaba como un enano estudiando la historia del contrabajo: descubrí que no pertenecía a la misma familia que los violines, la viola y el violonchelo; sus curvas eran más suaves, más delicadas, más pronunciadas; de hecho, era el último superviviente de una familia de instrumentos ya extinguida, la del violón o, hablando con propiedad, la del contrabajo de violón.
Todo me lo enseñó el profesor de contrabajo, un anciano músico importado por mi colegio para darnos clases a mí y a un par de chicos mayores unas cuantas horas a la semana. Aquel anciano tan serio iba siempre cuidadosamente afeitado, estaba medio calvo y tenía unos dedos largos y encallecidos. Yo hacía cuanto podía por animarle a que me hablara de aquel instrumento, de su experiencia como músico profesional, de sus viajes por el país. Había añadido un artilugio a la parte trasera de su bicicleta para poder llevar el contrabajo, y así, con su contrabajo a cuestas, pedaleaba despacio por el campo.
No se había casado nunca. Un buen contrabajista, me decía, suele ser mal marido. Tenía cientos de aforismos como ése. «No hay grandes violonchelistas de sexo masculino»; ése es otro de los que recuerdo. Y en cuanto a su opinión sobre los músicos que tocan la viola, ya sean de sexo masculino o femenino, no me atrevo siquiera a reproducirla aquí.
Siempre hablaba en femenino del contrabajo de la escuela. «A ésta no le vendría mal una buena capa de barniz», decía. O: «Si la cuidas, ella cuidará de ti».
Nunca fui precisamente un virtuoso del contrabajo. Es un instrumento que se utiliza básicamente como acompañamiento, así que no me resultaba fácil practicar por mi cuenta; todo lo que recuerdo de mi obligada participación en la orquesta del colegio es que solía perderme al leer la partitura, por lo que me pasaba la mitad del tiempo mirando disimuladamente los violonchelos que tenía al lado y esperando a que pasaran la página para poder reengancharme y subrayar aquella cacofonía orquestal con notas graves y no demasiado complicadas.
Han pasado muchos años —demasiados—, y ya casi he olvidado el solfeo, pero cuando sueño que leo una partitura, todavía sueño en clave de fa.
All Cows Eat Grass. Good Boys Deserve Favors Always
[10]
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Cada día, después de comer, los alumnos que tocábamos algún instrumento bajábamos a la sala de música para practicar, mientras que los que no tocaban ningún instrumento se tumbaban a la bartola a leer novelas o cómics.
Yo no practicaba casi nunca. Cuando bajaba a la sala de música, solía llevarme algún libro para leer a hurtadillas; sentado en mi taburete, apoyaba el libro contra la delicada caja de mi contrabajo mientras sostenía el arco con una mano para disimular en caso de que alguien me estuviera observando. Fui un músico perezoso y sin demasiado talento. Al pasar el arco sobre las cuerdas no conseguía sacar más que chirridos desafinados y mi digitación era torpe e insegura. Otros chicos practicaban con sus instrumentos. Yo no. Mientras me sentara al chelo durante media hora todos los días, a nadie le importaba. Además, yo tenía la suerte de practicar en el aula principal de la escuela de música, que era donde se guardaba el contrabajo.
En mi colegio teníamos a un Ex-alumno Famoso. En mis tiempos, la expulsión del Ex-alumno Famoso era ya toda una leyenda: lo habían echado del colegio por conducir borracho un coche deportivo por el campo de criquet, y años después alcanzó la fama y se hizo rico, primero como actor secundario en las comedias televisivas de la Ealing, y más tarde como el típico calavera inglés en infinidad de películas americanas. No es que fuera lo que se dice una superestrella, pero siempre que lo veíamos aparecer en alguna de las películas de la sesión de cine de los domingos, aplaudíamos como locos.
Un día oí que alguien abría la puerta de la sala e, inmediatamente, cerré el libro y lo dejé sobre el piano. Me incliné hacia delante para hojear mi manoseado ejemplar del manual
52 ejercicios para contrabajo,
mientras oía hablar al director: «Naturalmente, este edificio fue construido ex profeso para albergar la escuela de música. Ésta es el aula principal...».
Eran el director del colegio, el director del departamento de música (un vejestorio con gafas que me caía bastante bien), el subdirector del mismo departamento (que dirigía la orquesta y me detestaba cordialmente), y el inconfundible Ex-alumno Famoso en persona, que llevaba del brazo a una fragante rubia con pinta de
starlette
hollywoodiense.
Dejé de fingir que practicaba, me bajé del taburete y, sujetando el contrabajo por el mástil, me levanté respetuosamente.
El director continuó hablándoles del aislamiento acústico, de las alfombras y de la campaña que se organizó para recaudar fondos y poder construir la escuela de música. Hizo mucho hincapié en que aún se necesitarían más donaciones para financiar la siguiente fase del proyecto y, justo cuando empezaba a explayarse sobre lo cara que resultaba la instalación del doble acristalamiento, la fragante rubia le interrumpió diciendo:
—Pero miren a ese chico, ¿no es una monería? —Y todos se volvieron a mirarme.
—¡Chico, menudo violín, no te será fácil sujetarlo con la barbilla! —bromeó el Ex-alumno Famoso, y todos le rieron la gracia.
—Sí que es grande, sí —apostilló la rubia—. Y él es tan poquita cosa... Pero ¡hemos interrumpido tus ejercicios! Sigue practicando, tesoro. Tócanos alguna pieza.
El director del colegio y el del departamento de música me miraron sonrientes y se quedaron esperando a que yo comenzara. El subdirector del departamento, que no se hacía falsas ilusiones con respecto a mis aptitudes musicales, trató de explicarles que el primer violín estaba practicando en ese momento en el aula contigua y que sin duda estaría encantado de ofrecerles un breve recital y...
—Quiero oírle tocar a él —insistió la rubia—. ¿Qué edad tienes, tesoro?
—Once años, señorita —respondí.
—¿Lo has oído? Me ha llamado «señorita» —le dijo al Ex-alumno Famoso, haciéndole cosquillas en la cintura—. Venga, tócanos algo.
El Ex-alumno Famoso asintió y se quedaron allí plantados, mirándome.
El contrabajo no es el instrumento más indicado para ejecutar un solo (ni aun con un intérprete competente, que no era ni mucho menos el caso), pero volví a sentarme en el taburete, coloqué los dedos en el mástil, cogí el arco —mi corazón latía con tal fuerza que creí que se me iba a salir por la boca— y me dispuse a hacer el más espantoso de los ridículos.
Han pasado ya veinte años y todavía lo recuerdo.
Ni siquiera me molesté en abrir los
52 ejercicios para contrabajo
que tenía delante. Toqué... lo que se me ocurrió. De pronto, aquello empezó a sonar de un modo increíble. Toqué unos cuantos arpegios insólitos y magistrales, deslizando el arco suavemente sobre las cuerdas. A continuación, dejé el arco y empecé a pulsar las cuerdas con los dedos, arrancándoles una serie de intrincados y sorprendentes
pizzicato.
Ni un experto músico de jazz con unas manos tan grandes como mi cabeza habría logrado sacarle a aquel contrabajo semejantes sonidos. Y yo tocaba, y tocaba, y seguía tocando, inclinado sobre aquellas cuatro gruesas y tirantes cuerdas, abrazando aquel instrumento como jamás había abrazado a ningún ser humano. Y, finalmente, paré de tocar; estaba exhausto y feliz.