Authors: Neil Gaiman
La rubia fue la primera que se lanzó a aplaudirme, y los demás la siguieron; el director del departamento de música me miraba con expresión atónita.
—No imaginaba que un contrabajo pudiera tener esa versatilidad —comentó el director—. Una pieza muy bonita. Moderna, y al mismo tiempo, clásica. Magnífico, muchacho. Bravo.
Y, dicho esto, les invitó a continuar con la visita. Yo me quedé allí sentado, sudando a mares y acariciando el contrabajo con ambas manos.
Como sucede con todas las historias verídicas, la cosa acabó de manera algo ridícula y decepcionante: al día siguiente, al pasar por el patio de camino al ensayo en la capilla, bajo una suave llovizna, resbalé sobre las losas mojadas y me caí de bruces; con tan mala suerte que, al caer, chafé el puente del contrabajo y la tapa delantera.
Lo mandaron reparar, pero cuando me lo devolvieron ya no era el mismo instrumento. Las cuerdas estaban más tensas y me costaba mucho pulsarlas, y el puente nuevo daba la impresión de haber sido colocado en el ángulo equivocado. Incluso para mi inexperto oído, el timbre del contrabajo sonaba muy distinto. No la había cuidado, así que ella no iba a volver a cuidarme a mí.
Al año siguiente cambié de colegio, pero no volví a tomar clases de contrabajo. La idea de cambiarlo por otro instrumento me parecía una especie de traición y, además, aquel contrabajo negro y polvoriento que había en un armario de la escuela de música de mi nuevo colegio parecía mirarme con cierto rencor. Yo le había pertenecido a otro. De todos modos, había pegado ya el estirón y no habría resultado incongruente verme tocar un contrabajo.
Y dentro de muy poco, de eso estaba completamente seguro, vendrían las chicas.
E
mpecemos por el final: coloqué la loncha de jengibre, rosada y translúcida, sobre el pálido lomo del pez limón y mojé toda la pieza de sushi en salsa de soja, con el pescado en la parte de abajo; a continuación, me lo comí en dos bocados.
—Creo que deberíamos ir a la policía —dije.
—¿Y decirles qué, exactamente? —preguntó Jane.
—Bueno, podríamos denunciar su desaparición, o algo. No sé.
—¿Y dónde la vieron por última vez? —preguntó Jonathan, imitando a la perfección el tono de un policía—. Ya veo. Importunar a la policía sin motivo es un delito, ¿lo sabía, caballero?
—Pero todo el circo...
—Estamos hablando de artistas itinerantes, caballero, y mayores de edad. Vienen y van. Pero si me da sus nombres, supongo que podría poner una denuncia...
Desanimado, me comí un rollo de salmón.
—Vale. Entonces —insistí—, podríamos recurrir a los periódicos, ¿no?
—Una idea cojonuda —replicó Jonathan, pero el tono de su voz indicaba claramente que pensaba justo lo contrario.
—Jonathan tiene razón —terció Jane—. No nos harían ningún caso.
—¿Y por qué no iban a creernos? Somos gente de fiar. Ciudadanos respetables y todo ese rollo.
—Tú escribes literatura fantástica —replicó—. Te ganas la vida inventando cosas como ésta. Nadie te creería.
—Pero vosotros lo visteis todo, igual que yo. Respaldaríais mi historia.
—Jonathan va a sacar una nueva serie de películas de terror en otoño; dirán que es un montaje para conseguir algo de publicidad gratuita para el programa. Y yo también tengo un libro a punto de salir: lo mismo.
—¿Me estáis diciendo que no podemos contárselo a nadie? —dije, y bebí un sorbo de té verde.
—No —respondió Jane en tono razonable—, podemos contárselo a quien nos dé la gana. Lo difícil va a ser que nos crean. De hecho, más que difícil, yo diría que es imposible.
—Puede que tengas razón —repliqué—. Y seguro que la señorita Finch está mejor dondequiera que esté en este momento.
—Pero si no se apellida Finch, es ... —Y Jane pronunció el verdadero nombre de nuestra desaparecida amiga.
—Ya lo sé. Pero es lo que pensé la primera vez que la vi —le expliqué—. Como en una de esas películas, ya sabes a qué me refiero, cuando la mujer se quita las gafas y se suelta el pelo: «¡Caray, señorita Finch, es usted realmente atractiva!».
—Y vaya si lo era —intervino Jonathan—. Al final, claro. —Y se estremeció al recordarlo.
Ya está. Ahora ya sabéis cómo terminó todo y cómo los tres lo dejamos estar, hace ya unos cuantos años. Ya sólo quedan el principio y los detalles.
Para que conste, no espero que creáis nada de todo esto. Al fin y al cabo, mi oficio es mentir; aunque me gusta pensar que soy un mentiroso sincero. Si fuera socio de algún club privado, probablemente me conformaría con contar esta historia después de cenar, junto a la chimenea y con una buena copa de oporto en la mano, pero no pertenezco a ningún club y, además, se me da mejor escribir historias que contarlas. De modo que os hablaré de la señorita Finch (cuyo apellido, como ya sabéis, no era Finch, ni siquiera se parece a su verdadero apellido, pero he cambiado los nombres para disfrazar al culpable) y de por qué no pudo compartir el sushi con nosotros aquella noche. Vosotros veréis si me creéis o no, eso queda a criterio de cada uno. A estas alturas, ni siquiera estoy seguro de creerlo yo. Todo parece ya muy lejano.
Se me ocurren al menos una docena de maneras de empezar, pero quizá lo mejor sea comenzar en la habitación de un hotel, en Londres, hace ya unos años. Eran las once de la mañana. De pronto, sonó el teléfono —cosa que me sorprendió— y corrí a descolgar el auricular.
—¿Dígame? —Era demasiado temprano para que alguien pudiera llamarme desde Estados Unidos, y se suponía que no había nadie en Inglaterra que supiera que yo me encontraba allí en aquel momento.
—Hola —saludó una voz conocida al otro lado de la línea, con un acento americano absolutamente inverosímil—. Soy Hiram P. Muzzledexter, de Colossal Pictures. Estamos trabajando en una nueva película, un
remake
de
En busca del arca perdida
en el que, en lugar de nazis, habrá un montón de tías buenas con enormes melones. Hemos oído por ahí que está usted muy bien dotado y pensamos que quizá le interesaría interpretar el papel de nuestro héroe, Minnesota Jones...
—¿Jonathan? —aventuré— ¿Cómo demonios me has localizado?
—Me has reconocido —dijo en tono apesadumbrado y ya con su acento británico natural.
—Cómo no voy a reconocer tu voz, a estas alturas —le dije—. Pero no has respondido a mi pregunta. Se supone que nadie sabe que estoy aquí.
—Uno tiene sus recursos —respondió sin más—. Escucha, ¿qué dirías si Jane y yo te llevamos al teatro y luego a comer sushi? Si mal no recuerdo, solías engullir pescado crudo con la voracidad de una foca monje.
—No sé. Probablemente diría «sí». Y quizá añadiría: «¿Dónde está la trampa?».
—Trampa, lo que se dice trampa, no hay —respondió—. Yo no lo llamaría trampa, exactamente. Estrictamente hablando, no, desde luego.
—Mientes como un cabrón, ¿a que sí?
Oí que alguien le decía algo y, a continuación, Jonathan me explicó:
—Espera un segundo, te paso con Jane.
—Hola, ¿qué tal te va? —dijo Jane.
—Bien, Jane, gracias.
—Oye, si vienes nos harías un favor gordísimo. No es que no nos apetezca verte, que nos apetece muchísimo, pero es que además hay alguien...
—Una amiga tuya —oí que decía Jonathan detrás de ella.
—No es amiga mía. Apenas la conozco —dijo, dirigiéndose a Jonathan, y luego siguió hablando conmigo—. Esto... verás, en realidad nos la han encasquetado. No estará en Inglaterra mucho tiempo, y me han liado para que la saque por ahí mañana por la noche. La verdad es que su aspecto es más bien espeluznante. Jonathan se enteró de que estabas aquí por alguien de la productora y pensamos que si nos acompañabas la cosa sería más llevadera. Por favor, por favor, di que sí, anda.
Y dije que sí, qué remedio.
Con el tiempo, he llegado a creer que la culpa de todo aquello la tuvo el difunto Ian Fleming, el creador de James Bond. Un mes antes había leído un artículo en el que Fleming aconsejaba a los escritores que sufrieran el típico bloqueo del escritor y no supieran cómo acabar una novela que se encerraran a escribir en la habitación de un hotel. Yo no estaba atascado con una novela, sino con un guión de cine, pero imaginé que daría lo mismo. Saqué un billete para Londres, prometí a los de la productora que les entregaría el guión en tres semanas y cogí una habitación en un excéntrico hotel de Little Venice.
No le había dicho a nadie en Inglaterra que me encontraba allí. Si la gente lo hubiera sabido, me habría pasado todo el día quedando con unos y con otros, en lugar de pasármelo contemplando la pantalla de mi ordenador y, de cuando en cuando, escribiendo.
A decir verdad, estaba aburrido, distraído y deseando que alguien me interrumpiera.
La noche siguiente llegué pronto a casa de Jonathan y Jane, que estaba más o menos en Hampstead. Había un deportivo verde aparcado afuera. Subí las escaleras de la entrada y llamé a la puerta. Jonathan salió a abrir; llevaba puesto un traje impresionante. Su cabello de color castaño claro estaba algo más largo de como yo lo recordaba de la última vez que lo vi, en vivo o en la televisión.
—Hola —me saludó Jonathan—. Han cancelado la obra que pensábamos ir a ver. Pero podemos improvisar otro plan, ¿te parece?
Iba a contestarle que, de todos modos, no tenía ni idea de qué era lo que íbamos a ver en un principio, así que me daba lo mismo tener que cambiar el plan, pero Jonathan me estaba llevando ya hacia el salón y había decidido que me apetecía un vaso de agua con gas, mientras me aseguraba que lo del sushi seguía en pie y que Jane bajaría en cuanto acostara a los niños.
Acababan de redecorar el salón en un estilo que Jonathan describió como de burdel morisco.
—En realidad no pretendíamos darle este aire de burdel morisco —me explicó—, ni de burdel de ninguna otra clase. Pero al final terminamos así, en el estilo burdel.
—¿Te ha contado ya cómo es la señorita Finch? —preguntó Jane. La última vez que la vi llevaba el cabello rojo, ahora lo llevaba de color castaño oscuro.
—¿Quién?
—Hablábamos del estilo de Ditko —se disculpó Jonathan—. Y de los números de
Jerry Lewis
que dibujó Neal Adams.
—Pero está a punto de llegar. Y tiene que saber a qué atenerse antes de conocerla.
Jane es periodista, pero hace unos años, casi por casualidad, se convirtió en una escritora de éxito. Escribió un libro que, en un principio, formaba parte de la promoción de una serie de televisión sobre dos investigadores paranormales, pero que finalmente llegó al número uno en las listas de libros más vendidos y la catapultó a la fama.
Jonathan, por su parte, se había hecho famoso presentando un
late-night
y desde entonces había utilizado su encanto trasgresor para adentrarse en otros campos. Es él mismo tanto delante de las cámaras como fuera, algo que no puede decirse de todas las estrellas televisivas.
—Es una especie de compromiso familiar —me explicó Jane—. Bueno, no estrictamente familiar.
—Es amiga de Jane —apuntó su marido, con sorna.
—No es mi amiga. Pero no podía decirles que no, ¿entiendes? Y sólo va a estar por aquí un par de días.
Nunca supe quiénes eran esos a los que Jane no podía decirles que no, ni tampoco qué clase de compromiso había contraído con ellos, porque justo en ese momento llamaron al timbre e inmediatamente me encontré siendo presentado a la señorita Finch (nombre que, como ya he explicado antes, no es el verdadero).
Llevaba un abrigo de cuero negro con un gorro a juego, y su cabello era negro como ala de cuervo, recogido en una coleta bien tirante adornada con un broche de cerámica. Su esmerado maquillaje le daba un aspecto severo que hubiera despertado la envidia de cualquier dominátrix profesional. Tenía los labios finos y tensos, y llevaba unas gafas de montura negra que acentuaban aún más la severidad de su rostro.
—Bien —dijo, como si estuviera pronunciando una sentencia de muerte—, creo que vamos al teatro, ¿no?
—Pues sí y no —replicó Jonathan—. Quiero decir que sí vamos a salir, pero no vamos a poder ver
Los romanos en Inglaterra.
—Estupendo —dijo la señorita Finch—. De todos modos, es un auténtico bodrio. No sé a quién se le pudo ocurrir la feliz idea de montar un musical con un tema tan absurdo.
—Vamos a ir al circo —se apresuró a añadir Jane— y luego iremos a un japonés a comer sushi.
La señorita Finch frunció los labios en un gesto de desaprobación y afirmó:
—No me gusta el circo.
—No es un circo clásico, en éste no hay animales —aclaró Jane.
—Estupendo —replicó la señorita Finch con aire displicente.
Empezaba a entender por qué Jonathan y Jane tenían tanto interés en que yo les acompañara.
Al salir de casa nos encontramos con que estaba lloviendo y había oscurecido casi por completo. Nos apiñamos los cuatro en el interior del deportivo y pusimos rumbo a Londres. La señorita Finch y yo íbamos desagradablemente apretujados en el asiento trasero.
Jane le explicó a la señorita Finch que yo era escritor, y me dijo que la señorita Finch era bióloga.
—En realidad soy biogeóloga —puntualizó la señorita Finch—. ¿Lo de ir a comer sushi era en serio, Jonathan?
—Esto... sí. ¿Por qué? ¿No te gusta el sushi?
—Por mí no te preocupes, pediré algo que esté cocinado —dijo, y comenzó a enumerar todos los gusanos y parásitos que anidan en el interior de los peces y que únicamente se eliminan al cocinarlos. Nos habló de sus ciclos vitales mientras fuera seguía lloviendo. La lluvia hacía que la noche londinense brillara con los chillones colores de las luces de neón. Jane me lanzó una mirada de complicidad desde el asiento del copiloto y luego ella y Jonathan volvieron a concentrarse en un papel en el que alguien había escrito una serie de indicaciones para llegar adondequiera que fuéramos. Cruzamos el Támesis por el Puente de Londres mientras la señorita Finch seguía ilustrándonos acerca de las terribles consecuencias de ingerir dichos parásitos: ceguera, locura y fallo hepático. Luego se puso a hablarnos de los síntomas de la elefantiasis —con tanto entusiasmo que daba la impresión de haberlos inventado ella misma—, pero justo en ese momento llegamos a nuestro destino y aparcamos el coche en una callejuela detrás de la catedral de Southwark.
—¿Dónde está el circo? —pregunté.