Objetos frágiles (9 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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—Me lo imaginaba —replicó el Enano.

—Si quieres, podemos a ir a jugar allí dentro —sugirió Bienamado.

—Eso sería genial.

Era una perfecta noche de octubre: casi tan cálida como una noche de verano, con una luna de agosto dominando el firmamento que permitía verlo todo con total claridad.

—¿Cuál de éstas es la tuya? —preguntó el Enano.

Bienamado se irguió con orgullo y cogió al Enano de la mano. Le llevó hasta un rincón del prado. Los niños apartaron los altos matojos de hierba. La piedra estaba colocada horizontalmente en el suelo, y las fechas que tenía grabadas eran de hacía cien años. Apenas se podía leer, pero sobre las fechas aún se distinguían las palabras:

BIENAMADO HIJO

SIEMPRE TE RECOR

—Recordaremos, supongo —explicó Bienamado.

—Sí, eso parece —coincidió el Enano.

Atravesaron la cancela de nuevo, bajaron por un barranco y llegaron hasta las ruinas del antiguo pueblo. Las ramas de los árboles se metían dentro de las casas, y los edificios estaban completamente en ruinas, pero no daba ningún miedo. Se pusieron a jugar al escondite. Exploraron la zona. Bienamado le enseñó al Enano cosas increíbles, como una cabaña de una sola habitación que, según él, era el edificio más antiguo de aquella comarca. Y la verdad es que, teniendo en cuenta su antigüedad, se conservaba relativamente bien.

—Con la luz de la luna lo veo todo muy bien —comentó el Enano—. Incluso aquí dentro. No sabía que fuera tan fácil.

—Sí —replicó Bienamado—. Y después de un tiempo llegas a ver bien incluso cuando no hay luna.

El Enano sentía un poco de envidia.

—Tengo que ir al baño —dijo el Enano—. ¿Hay algún sitio por aquí?

Bienamado se quedó pensando un momento.

—No lo sé —admitió—. Yo ya no tengo que hacerlo. Todavía quedan en pie algunas letrinas, pero puede que no sea muy seguro meterse dentro. Será mejor que lo hagas entre los árboles.

—Como un oso —dijo el Enano.

Se fue hacia la parte de atrás, a los árboles que crecían junto al muro de la cabaña, y se metió detrás de uno de ellos. Era la primera vez que hacía sus necesidades al aire libre, y se sintió como un animal salvaje. Una vez hubo terminado, se limpió con un puñado de hojas y, a continuación, volvió a la parte delantera. Bienamado se había sentado a esperarle a la luz de la luna.

—¿Cómo moriste? —le preguntó el Enano.

—Me puse malo —respondió Bienamado—. Me dolía mucho la garganta y me puse muy enfermo. Luego, me morí.

—Si me quedo aquí contigo —preguntó el Enano—, ¿tendría que morirme también?

—Puede —contestó Bienamado—. O sea, sí. Supongo.

—¿Y qué se siente estando muerto?

—Nada en especial —dijo Bienamado—. Lo peor de todo es que no tienes a nadie con quien jugar.

—Pero en ese prado debe de haber mucha gente muerta —señaló el Enano—. ¿No juegan nunca contigo?

—Qué va —dijo Bienamado—. La mayor parte del tiempo están dormidos. E incluso cuando se levantan, lo último que les apetece es ir a explorar y hacer cosas. No me hacen mucho caso. ¿Ves ese árbol?

Estaba señalando un haya cuya corteza suave y grisácea estaba resquebrajada por el tiempo. Crecía en lo que debió de ser la plaza del pueblo, unos noventa años antes.

—Sí —contestó el Enano.

—¿Quieres que nos subamos?

—Parece muy alto.

—Lo es. Altísimo. Pero es fácil trepar hasta arriba. Te enseñaré cómo.

Llevaba razón, era fácil trepar por aquel tronco. La corteza tenía grietas donde se podían apoyar los pies, y los niños se pusieron a trepar como si fueran monos, o piratas. Desde allí arriba se podía ver el mundo entero. El día empezaba a clarear, muy levemente, por el este.

Todo parecía estar esperando. La noche llegaba a su fin. El mundo contenía la respiración, preparándose para comenzar de nuevo.

—Ha sido el mejor día de mi vida —afirmó el Enano.

—Y de la mía —coincidió Bienamado—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Ni idea —contestó el Enano.

Se imaginó viajando por todo el mundo y llegando, por fin, al mar. Imaginó que se hacía mayor sin ayuda de nadie. Y un día sería inmensamente rico, y volvería a casa, con los gemelos, y llegaría en un cochazo de película. O mejor, regresaría en mitad de un partido de fútbol (en sus fantasías los gemelos seguían siendo niños y él había dejado de ser un enano) y les miraría, pero sin rencor. Invitaría a comer a sus padres y a sus hermanos en el mejor restaurante del pueblo, y ellos se lamentarían por haberle subestimado y haberle tratado tan mal. Le pedirían perdón, llorando, y él les escucharía sin decir nada. Y luego les haría un regalo a cada uno y volvería a salir de sus vidas, pero esta vez para siempre.

Era un sueño fantástico.

Pero la realidad era muy distinta; seguiría su camino y mañana, o pasado, darían con él, y al llegar a casa le echarían una buena bronca, y todo volvería a ser como antes y, día tras día, hora tras hora, hasta el final, seguiría siendo el Enano, sólo que ahora todos estarían furiosos con él por haber tenido el valor de marcharse de casa.

—Voy a tener que irme a dormir ya —dijo Bienamado, y empezó a bajarse de la gran haya.

Bajar resultaba algo más difícil, o eso le pareció al Enano. No veías dónde ponías el pie y tenías que ir tanteando para encontrar una grieta. Se resbaló en varias ocasiones, pero Bienamado, que iba delante, le iba indicando: «Un poquito más a la derecha».

El cielo seguía clareando, y la luna se veía cada vez menos. Subieron por el barranco. Había momentos en que el Enano pensaba que Bienamado había desaparecido, pero al llegar arriba vio que el niño estaba esperándole.

Apenas hablaron mientras subían hasta el prado cuajado de lápidas. El Enano rodeó el hombro de Bienamado con su brazo y continuaron subiendo la pendiente.

—Bueno —dijo Bienamado—, gracias por la visita.

—Me lo he pasado muy bien —replicó el Enano.

—Sí, yo también.

Un poco más abajo, entre los árboles, se oía el canto de un pájaro.

—Y si quisiera quedarme... —aventuró el Enano. Pero no terminó la frase. «Puede que ésta sea mi última oportunidad de cambiar las cosas», pensó. Sabía que no lograría llegar al mar. Ellos nunca lo permitirían.

Bienamado guardó silencio un buen rato. El mundo tenía ahora un color grisáceo. Otros pájaros se unieron al canto del primero.

—Yo no puedo ayudarte —dijo por fin Bienamado—. Pero puede que ellos sí.

—¿Quiénes?

—Aquellos de allí. —El niño señaló la granja en ruinas, cuyas destartaladas ventanas se veían ahora recortadas contra la luz del amanecer. Bajo aquella luz grisácea seguía resultando igual de siniestra.

El Enano se estremeció.

—¿Hay gente ahí dentro? —le preguntó—. ¿No me habías dicho que estaba vacía?

—No dije que estuviera vacía —le explicó Bienamado—, dije que estaba deshabitada, que no es lo mismo. —Levantó la vista al cielo—. Tengo que irme ya —añadió, estrechando la mano de su amigo. Y, sin más, desapareció.

El Enano se quedó solo en medio del pequeño cementerio, escuchando el canto de los pájaros y contemplando el amanecer. Luego, siguió caminando colina arriba. Le costaba más subir ahora que iba solo.

Recogió su bolsa y se comió el último Milky Way mientras contemplaba la granja en ruinas. Las vacías ventanas parecían ojos que estuvieran observándole.

El interior de la casa estaba oscuro. Muy oscuro.

Echó a andar por el pastizal plagado de malas hierbas. La puerta de la vieja granja estaba carcomida y desvencijada. Se detuvo frente a ella, dubitativo, preguntándose si sería buena idea quedarse allí parado. Olía a humedad y a podredumbre, pero percibía también otro olor que no terminaba de identificar. Le pareció oír un ruido procedente del interior, del sótano, quizá, o del desván. Podía ser de alguien que caminara arrastrando los pies. O saltando. Era difícil decirlo.

Finalmente, se decidió a entrar.

Nadie dijo una sola palabra. Terminada su historia, Octubre se bebió un vaso de sidra y, a continuación, se sirvió otro.

—Ésa sí que es una buena historia —afirmó Diciembre—. Francamente buena, sí señor. —Se frotó sus pálidos ojos azules. El fuego estaba prácticamente extinguido ya.

—¿Y qué ocurrió después? —preguntó, inquieta, Junio—. ¿Qué pasó cuando entró en la casa?

Mayo, sentada a su lado, colocó su mano en el brazo de su compañera.

—Es mejor no pensar en ello —le dijo.

—¿Alguien más quiere intervenir? —inquirió Agosto. Todos permanecieron callados—. En ese caso, creo que podemos dar por terminada la reunión.

—Hay que hacer una votación formal —señaló Febrero.

—¿Quiénes están a favor? —preguntó Octubre, y todos contestaron a coro: «yo»—. ¿En contra? —Silencio—. Se levanta la sesión, pues.

Los doce meses se pusieron en pie, estirándose y bostezando, y se fueron hacia el bosque, en parejas y grupos de tres. Sólo Octubre y Noviembre permanecieron en su sitio.

—Te toca a ti presidir la próxima —dijo Octubre.

—Lo sé —replicó Noviembre. Tenía los labios muy finos y el rostro pálido. Ayudó a Octubre a levantarse de la silla—. Me gustan tus historias. Las mías son siempre demasiado oscuras.

—A mí no me lo parece —dijo Octubre—. Simplemente, tus noches son más largas. Y no eres tan cálido.

—Visto así —respondió Noviembre—, me quedo más tranquilo. Cada uno es como es, y no se puede hacer nada para evitarlo.

—Así me gusta —replicó su hermano y, estrechándose la mano, se alejaron de la extinguida hoguera y se internaron en la oscuridad, llevándose sus historias con ellos.

La habitación oculta

No temas a los fantasmas que pueblan esta casa; ellos

son el menor de tus problemas.

Personalmente, los ruidos que hacen me reconfortan.

Los crujidos y pisadas en mitad de la noche,

los objetos que desaparecen o cambian de sitio, a mí

me resultan entrañables, no irritantes. Hacen que me sienta

en este lugar como en mi propio hogar.

Habitado.

Aparte de los fantasmas, nadie se queda aquí mucho tiempo.

Ni los gatos, ni los ratones, ni las moscas, ni los

sueños, ni los murciélagos. Anteayer vi una mariposa, era una monarca,

creo, que iba bailando de habitación en habitación

y se posaba en las paredes y se quedaba junto a mí.

No hay flores en esta casa vacía,

y la mariposa, asustada, se moriría de hambre, así que

abrí una ventana de par en par,

coloqué mis manos alrededor de su alado ser,

sintiendo cómo sus alas besaban suavemente mis manos,

la saqué de allí, y se alejó volando.

Las estaciones se me hacen eternas aquí, pero

tu llegada mitigó este gélido invierno.

Echa un vistazo por ahí. Explora bien, a tus anchas.

He roto con la tradición en ciertos aspectos. Si hay

una habitación cerrada con llave aquí, nunca lo sabrás.

No encontrarás

huesos viejos ni cabellos

en la chimenea del sótano. No encontrarás sangre.

Mira:

sólo hay herramientas, una lavadora, una secadora, un

calentador y un manojo de llaves.

Nada que pueda alarmarte. Nada siniestro.

Quizá yo sea algo triste, tan triste como cualquiera

que haya sufrido lo mismo que yo. Calamidades,

imprudencias o dolores, lo peor es siempre la pérdida. Verás

el desengaño grabado en mi mirada, y soñarás

con hacerme olvidar cuanto me ha pasado antes de que tú

pisaras esta casa. Trayendo la calidez del verano

en tu mirada y en tu sonrisa.

Mientras estés aquí oirás, como es natural,

a los fantasmas, siempre en la habitación de al lado,

y puede que despiertes a mi lado en mitad de la noche,

sabiendo que hay un espacio sin puerta,

sabiendo que hay una habitación cerrada

que en realidad no está aquí. Oyendo

sus escaramuzas, sus ecos, sus golpes y aldabonazos.

Si eres lista correrás afuera a refugiarte en la noche,

te alejarás volando hacia el frío

vestida quizá con tu más fino camisón.

Los duros guijarros de la entrada

lastimarán tus pies que, sangrando, seguirán corriendo,

y así, si yo quisiera, podría seguirte,

saboreando la sangre y los océanos de tus

lágrimas. Pero, en cambio, me quedaré

aquí, a solas conmigo, y pondré

una vela

en la ventana, mi amor, para guiarte cuando vuelvas a casa.

El mundo revolotea como los insectos. Creo que así

es como voy a recordarte,

con mi cabeza reposada sobre la blanca curva de tus senos,

escuchando los aposentos de tu corazón.

Las esposas prohibidas de los siervos
sin rostro de la secreta morada de la noche

I.

Era medianoche, y alguien estaba escribiendo.

II.

La grava crujía bajo sus pies, que corrían desenfrenados por el camino flanqueado de árboles. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho, sentía los pulmones a punto de estallar con cada bocanada de aquel gélido aire nocturno. Tenía la mirada fija en la casa del final del camino, y la luz que iluminaba la ventana más alta la atraía hacia ella del mismo modo que la llama atrae a la polilla. Por encima de su cabeza y allá a lo lejos, en el interior del bosque que había detrás de la casa, se oía el canto de las aves nocturnas. De pronto, oyó a su espalda un grito fugaz; un animal pequeño que había caído víctima de algún ave rapaz esperaba, pero no podía asegurarlo.

Corría como si todos los demonios del infierno fueran pisándole los talones, y no se atrevió a volver la vista hasta llegar al pórtico de la vieja mansión. A la pálida luz de la luna, las blancas columnas se le antojaban huesos, como si fueran las gigantescas costillas de un fabuloso animal. Se apoyó en el quicio de la puerta, tratando de recobrar el aliento, sin perder de vista el largo sendero, como si estuviera esperando a que sucediera algo y, a continuación, llamó a la puerta; tímidamente al principio, luego con más fuerza. Los golpes resonaron en el interior de la casa. Al oír el eco, le pareció como si, allá a lo lejos, otra persona estuviera llamando a otra puerta.

—¡Hola! —gritó—. Si hay alguien ahí, quien sea, ábrame la puerta, por favor. Se lo suplico. Se lo imploro.

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