Authors: Neil Gaiman
El joven abandonó el salón y se dirigió al Salón de los Espejos —salón del que se habían retirado cuidadosamente todos los espejos, dejando unas marcas irregulares en la madera que revestía las paredes— y, creyéndose a solas, se puso a pensar en voz alta.
—De eso es precisamente de lo que estaba hablando. Si en uno de mis cuentos sucediera algo como esto (y es la clase de cosas que ocurren todo el tiempo), me habría sentido obligado a ridiculizarlo sin piedad. —Estrelló el puño contra la pared, en la marca dejada por un espejo de forma hexagonal—. ¿Qué demonios me está pasando? ¿De dónde me viene esta inclinación?
Se oyó un embarullado rumor de voces que salía de detrás de las negras cortinas al fondo de la estancia, y de entre la penumbra de las vigas de roble, y de detrás del zócalo de madera, pero las voces no articularon respuesta alguna. Tampoco esperaba recibir ninguna.
Subió por la escalinata y cruzó una oscura sala para volver a su estudio. Le dio la impresión de que alguien había estado curioseando entre sus papeles. Presintió que esa misma noche sabría quién, después de la Reunión.
Se sentó de nuevo ante su escritorio, introdujo la pluma en el tintero una vez más, y continuó escribiendo.
VI.
Al otro lado de la puerta, una legión de espíritus malignos aullaban de hambre y frustración y, en su furiosa voracidad, empezaron a cargar contra la puerta, pero los recios cerrojos resistían de momento sus violentos embates, y Amelia confiaba en que siguieran resistiendo.
¿Qué le había dicho aquel leñador? Sus palabras acudieron en su auxilio en ese preciso momento, cuando más necesitaba oírlas, como si el hombre estuviera justo a su lado, su viril figura a escasos centímetros de sus femeninas curvas, el aroma de su honesto esfuerzo rodeándola como el más embriagador de los perfumes, y volvió a oír sus palabras como si él mismo se las estuviera susurrando al oído. «No siempre fui como tú me ves ahora, preciosa. Hubo un tiempo en que tenía otro nombre, y un destino que nada tenía que ver con transformar en leña los árboles caídos. Pero escucha con atención lo que te voy a decir: el buró tiene un compartimento secreto, o eso me dijo mi tío abuelo en una de sus borracheras...»
¡El buró! ¡Eso es!
Corrió hacia el viejo buró. Al principio no vio el menor indicio de que aquel mueble albergara un compartimento secreto. Uno por uno, fue abriendo todos los cajones, y entonces reparó en que uno de ellos era más corto que los demás. Sacó el cajón de su sitio e introdujo su pálida mano en el hueco y, finalmente, en el fondo, encontró un botón. Lo pulsó desesperadamente hasta notar que algo se abría. Tanteó con la mano y encontró un apretado rollo de papel.
Amelia sacó la mano del hueco. El rollo estaba atado con un polvoriento lazo negro y, con los dedos temblorosos, se apresuró a deshacer el nudo y desenrolló el pliego. Comenzó a leer, tratando de descifrar la arcaica caligrafía. Según iba avanzando en la lectura, su hermoso rostro se tornó lívido, e incluso sus bellos ojos de color violeta se volvieron turbios y ausentes.
Empezaban a arreciar los golpes y los arañazos en la puerta. Sin duda, estaban ya a punto de echarla abajo. Ninguna puerta podría contenerlos eternamente. Irrumpirían en la habitación y se abalanzarían sobre ella. A menos que, a menos que...
—¡Deteneos! —gritó con voz trémula—. Yo abjuro de vosotros, de todos y cada uno de vosotros, y especialmente de ti, oh Príncipe de la Carroña. En nombre del antiguo pacto que existe entre tu linaje y el mío.
Los sonidos cesaron. La joven tenía la impresión de que había cierta conmoción en aquel silencio. Finalmente, una voz ajada rompió el silencio.
—¿El pacto?
Y una docena de siniestras voces murmuraron a coro:
—El pacto...
Pues aquel rollo de papel, largamente escondido, no era otra cosa que el pacto: el temido acuerdo firmado en otros tiempos por los Señores de la Casa y los moradores de la cripta. En él se describían y enumeraban los delirantes rituales que los habían mantenido encadenados unos a otros a lo largo de los siglos, rituales de sangre y de sal, entre otros.
—Si has leído el pacto —dijo una profunda voz al otro lado de la puerta—, sabrás qué es lo que necesitamos, hija de Hubert Earnshawe.
—Esposas —replicó Amelia.
—¡Nuestras esposas! —murmuraron desde el otro lado, y siguieron repitiéndolo una y otra vez, cada vez más alto, hasta que el eco de aquellas palabras resonó por toda la casa; dos palabras cargadas de anhelo, de amor y de hambre.
Amelia se mordió el labio inferior.
—Eso es, vuestras esposas. Traeré esposas para vosotros. Conseguiré esposas para todos vosotros.
Amelia pronunció estas palabras en voz baja, pero ellos debieron de oírla, porque al otro lado de la puerta todo estaba en silencio, un silencio absoluto y aterciopelado.
Entonces, una demoníaca voz susurró:
—Bien. ¿Crees que podríamos convencerla para que nos trajera además unos rollitos de pan rellenos?
VII.
Las lágrimas ardían en los ojos del joven literato. Apartó sus papeles de un manotazo y arrojó la pluma al otro lado del estudio. La tinta salpicó el busto de su bistatarabuelo y dejó el blanco mármol lleno de manchas marrones. El ocupante del busto, un enorme y lúgubre cuervo, sobresaltado, estuvo a punto de caerse al suelo, pero aleteó levemente para no perder el equilibrio. Luego, se volvió dando un saltito para mirar al joven con sus diminutos y brillantes ojos.
—¡Oh, esto es intolerable! —exclamó el joven. Estaba pálido y temblaba como una hoja—. No soy capaz de hacerlo, nunca seré capaz. Por todos los... —y se interrumpió, dubitativo, para buscar en el extenso archivo familiar la maldición más adecuada.
El cuervo no se inmutó.
—Antes de ponerte a maldecir, a turbar la paz de los muertos y a sacar a tus respetables antepasados de su bien merecido descanso eterno, ten la bondad de responderme a una sola pregunta. —La voz del ave sonaba como una piedra al chocar contra otra piedra.
En un primer momento, el joven no dijo nada. Se han dado casos de cuervos parlantes, pero era la primera vez que oía hablar a aquel cuervo en particular y, por tanto, le pilló desprevenido.
—Cómo no. Formula tu pregunta.
El cuervo ladeó un poco la cabeza.
—¿Te gusta escribir esa clase de cosas?
—¿Que si me gusta?
—Eso es, ¿te gusta escribir sobre la vida real? De vez en cuando miro por encima de tu hombro. Incluso he leído algún que otro párrafo. ¿Te gusta escribir eso que escribes?
El joven miró al cuervo con aire de suficiencia.
—Es literatura —le explicó, como si estuviera hablando con un niño—. Literatura real. La vida real. El mundo real. La función del artista es mostrarle a la gente el mundo en el que vive, ponerles delante de un espejo.
Fuera, un rayo partió el cielo en dos. El joven miró por la ventana: la cegadora descarga eléctrica creaba distorsionadas y ominosas siluetas a partir de los desnudos árboles y la abadía en ruinas de la colina.
El cuervo se aclaró la garganta.
—La pregunta era: ¿tú disfrutas con ello?
El joven miró al pájaro, luego apartó la vista y, sin abrir la boca, negó con la cabeza.
—Por eso te estás saboteando. No es que tu lado satírico se apodere de ti, es que te aburre el mundo tal como es. ¿No lo ves? —Hizo una pausa para atusarse una pluma con el pico y, a continuación, levantó la vista de nuevo hacia el joven—. ¿No has pensado nunca en escribir relatos fantásticos?
El joven literato se echó a reír.
—¿Relatos fantásticos? Yo me dedico a la literatura. La fantasía no tiene nada que ver con la vida real. Eso no son más que sueños esotéricos, un género cultivado por una minoría y destinado a una minoría, es...
—Lo que escribirías si supieras lo que es mejor para ti.
—Soy un clasicista —replicó el joven. Señaló con el dedo el estante de los clásicos:
Los misterios de Udolfo, El castillo de Otranto, El manuscrito encontrado en Zaragoza, El monje,
etc.—. Eso es literatura.
—Nunca más —dijo el cuervo. Y fueron las últimas palabras que el joven le oyó pronunciar. De un salto, levantó el vuelo, se deslizó fuera del estudio y se perdió en la oscuridad.
El joven literato se estremeció y, a continuación, se puso a repasar mentalmente posibles temas para un relato fantástico: coches, agentes de bolsa, amas de casa, policías, consultorios sentimentales, anuncios de detergente, impuestos, restaurantes baratos, revistas, tarjetas de crédito y semáforos y ordenadores...
—No es más que una forma de escapismo, cierto —dijo en voz alta—, pero ¿acaso no es la necesidad de escapar, la búsqueda de la libertad, la pulsión más fuerte del hombre?
El joven volvió a su escritorio, recogió todas las páginas de su inacabada novela y las guardó en el último cajón, entre amarillentos mapas, crípticos testamentos y documentos firmados con sangre. El polvo acumulado en el cajón se alborotó y le hizo toser.
Cogió una pluma nueva y la afiló con su cortaplumas; en cinco diestros cortes la dejó lista para escribir. Introdujo la pluma en el tintero de cristal y, una vez más, se puso manos a la obra.
VIII.
Amelia Earnshawe colocó las rebanadas de pan integral en el tostador y presionó la palanca. Ajustó el temporizador para que quedaran bien tostadas, justo como le gustaban a George. Amelia las prefería sólo levemente tostadas. Es más, prefería el pan blanco, pese a que no tuviera tantas vitaminas. Llevaba diez años sin probar el pan blanco.
Sentado a la mesa del desayuno, George leía el periódico. No levantó la vista. Nunca levantaba la vista.
«Le odio», pensó ella, y el simple hecho de ser capaz de expresarlo con palabras la sorprendió. Mentalmente, lo repitió de nuevo: «Le odio». Era como una canción. «Le odio por sus tostadas, y por su cabeza de calvo, y por el modo en que persigue a las jovencitas de la oficina (chicas recién salidas del instituto que se ríen de él a sus espaldas), y por cómo me ningunea cuando no le apetece estar conmigo, y por ese "¿Qué dices, mi amor?" que me suelta cuando le hago una pregunta sencilla, como si ya no recordara ni cómo me llamo. Como si no recordara siquiera que tengo un nombre.»
—¿Revueltos o pasados por agua? —le preguntó en voz alta.
—¿Qué dices, mi amor?
George Earnshaw miró a su esposa con ternura, y se hubiera quedado atónito de saber cuánto le odiaba. Él sentía por ella lo mismo que por cualquier electrodoméstico que llevara diez años en la casa y siguiera funcionando bien. El televisor, por ejemplo. O el cortacéspedes. Él pensaba que el amor era eso.
—Estoy pensando que deberíamos asistir a alguna manifestación de ésas —dijo George, señalando el editorial del periódico—, para demostrar que somos personas comprometidas. ¿No, mi amor?
El tostador hizo un ruido que indicaba que el pan estaba listo. Sólo había saltado una tostada. Amelia cogió un cuchillo y pescó la otra rebanada, que salió rota. El tostador había sido el regalo de boda de su tío John. Dentro de poco tendría que comprar uno nuevo, o empezar a tostar el pan en la parrilla, como hacía su madre.
—George, ¿prefieres los huevos revueltos o pasados por agua? —volvió a preguntarle, casi en un susurro, y algo en su voz hizo que George levantara la vista de su periódico.
—Como tú quieras, mi amor —respondió, en tono amable.
Y, por más que lo intentó, ni cuando un rato después se lo contó a todos los de la oficina, consiguió entender por qué Amelia se había quedado petrificada con la tostada en la mano ni por qué se había echado a llorar.
IX.
La pluma siguió haciendo
crich, crich, crich
por el papel, y el joven literato estaba absorto en lo que escribía. Su rostro delataba una insólita satisfacción, y la sonrisa afloraba sucesivamente a sus labios y a sus ojos.
Estaba completamente fascinado.
Extraños seres pululaban por detrás del zócalo, pero él ni siquiera los oía.
En el ático, la tía Agatha aullaba y vociferaba, al tiempo que hacía sonar las cadenas. Se oyó una espeluznante carcajada procedente de la abadía: desgarró el nocturno aire y subió de tono hasta convertirse en un estallido de demente risa. En el oscuro bosque que había detrás de la casa, informes figuras corrían y avanzaban arrastrando los pies, y jovencitas de negros cabellos huían aterrorizadas.
—¡Júralo! —decía Toombes, el mayordomo, en las dependencias del servicio, a la intrépida muchacha que se hacía pasar por la doncella—. Júrame por lo más sagrado, Ethel, que jamás revelarás a ningún otro ser humano una sola palabra de lo que yo te diga...
Había rostros asomados a las ventanas y palabras escritas con sangre; en lo más profundo de la cripta, un solitario demonio masticaba algo que probablemente había sido antes un ser vivo; terribles rayos acuchillaban el ébano de la noche; los sin rostro habían echado a andar; el mundo estaba en perfecta armonía.
M
e gusta que las cosas tengan sentido completo, como los cuentos.
La realidad, sin embargo, no tiene forma de cuento, como tampoco la tienen las cosas extrañas que nos suceden en la vida. El final no suele ser del todo satisfactorio. Narrar lo extraño es como contar los propios sueños: se puede comunicar lo que sucede en ellos, pero no su contenido emocional, la manera en que un sueño puede condicionar todo el día siguiente.
De niño creía que ciertos sitios —casas abandonadas y, en general, todos aquellos lugares que me asustaban— estaban encantados. Yo me limitaba a evitarlos, y por eso, mientras que mis hermanas tenían sus propias historias acerca de extrañas siluetas que acechaban tras las ventanas de ciertas casas deshabitadas, yo no tenía ninguna. A día de hoy, sigo sin tenerla.
Ésta es la única historia de fantasmas que yo he vivido, y tampoco es que sea gran cosa:
Ocurrió cuando tenía quince años. Acabábamos de mudarnos a una casa nueva, construida en el jardín de nuestra antigua vivienda. Yo aún añoraba la vieja mansión que hasta hacía poco había sido mi hogar. Mi familia ocupaba la mitad del edificio. Los que vivían en la otra mitad acabaron vendiendo su parte a una inmobiliaria, de modo que mi padre decidió venderles también nuestra parte.