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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (6 page)

BOOK: Objetos frágiles
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El espectáculo terminaba con una pieza de carácter épico ambientada setecientos años antes: la compañía al completo interpretaba a los habitantes de un pueblo costero que veían surgir del mar unas figuras, y el héroe les decía que eran los Ancestros, aquellos cuyo regreso anunciaban las profecías, y que venían de R'lyeh y de la oscura Carcosa, y de las llanuras de Leng, donde habían permanecido dormidos —o a la espera, o quizá muertos— hasta ese momento. El caricato opinaba que sus vecinos se habían atiborrado de pasteles o de cerveza y estaban sufriendo alucinaciones. Un rollizo caballero que interpretaba a un sacerdote católico les decía a los habitantes del pueblo que aquellas figuras eran monstruos y demonios, y que debían ser destruidos.

La obra alcanzaba el clímax cuando el héroe mataba a palos al sacerdote católico con su propio crucifijo y se preparaba para recibir a los Ancestros con todos los honores. La heroína cantaba entonces un aria memorable, mientras, en medio de un asombroso despliegue de ilusiones ópticas creadas por medio de una linterna mágica, se proyectaban sobre el cielo que había al fondo del escenario las sombras de aquellos míticos seres: la mismísima reina de Albión y el Señor Oscuro de Egipto (representado como una figura casi humana), seguidos por el Venerable Macho Cabrío, padre de Mil, Emperador de toda la China, y el Incontestable Zar, y Aquel que Preside el Nuevo Mundo, y la Dama Blanca del Antártico Reducto y todos los demás. El público saludaba cada una de estas apariciones al grito espontáneo y unánime de «¡Hurra!». En el cielo pintado del escenario salía la luna y, una vez alcanzado su cenit, el espectáculo finalizaba con un toque de magia teatral: la pálida luna de los viejos cuentos se teñía del rojo carmesí que ilumina ahora nuestras noches.

Los actores salieron a escena para el saludo final, y el público les reclamó con sus encendidos aplausos una y otra vez hasta que cayó el telón por última vez y la función se dio por concluida.

—Se acabó —dijo mi amigo—. ¿Qué le ha parecido?

—Fantástica, absolutamente fantástica —repliqué, con las manos enrojecidas de tanto aplaudir.

—Es usted un bendito —me dijo, sonriendo—. Vamos a los camerinos.

Salimos por la puerta principal y nos dirigimos al callejón en el que estaba situada la entrada de artistas, donde nos tropezamos con una mujer menuda con un quiste sebáceo en la mejilla que tricotaba afanosamente. Mi amigo le mostró una tarjeta de visita, y la mujer nos condujo por el pasillo hasta un pequeño vestuario común.

Candiles y velas iluminaban con su luz oscilante a los hombres y mujeres que, en despreocupada promiscuidad, se desmaquillaban y se cambiaban de ropa frente a los sucios espejos. Yo aparté la mirada con discreción. Mi amigo ni se inmutó siquiera.

—Quisiera hablar con el señor Vernet —dijo en voz alta.

Una joven que había interpretado a la mejor amiga de la heroína en la primera obra, y a la descarada hija del posadero en la última, nos indicó que buscáramos al fondo del vestuario.

—¡Sherry! ¡Sherry Vernet! —gritó.

El joven que se levantó en respuesta a la llamada era muy delgado, y de una belleza menos convencional que la que aparentaba en escena. Nos buscó con la mirada.

—No creo haber tenido el placer de...

—Me llamo Henry Camberley —le dijo mi amigo, hablando con un cierto dejo exótico—. Quizá haya oído hablar de mí.

—Debo confesarle que no he tenido ese privilegio —replicó Vernet.

Mi amigo le ofreció una tarjeta de visita.

El joven miró la tarjeta con genuino interés.

—¿Un empresario teatral? ¿Del Nuevo Mundo? Caramba. ¿Y usted es...? —preguntó, dirigiéndose a mí.

—El caballero es mi amigo, el señor Sebastian. No pertenece a la profesión.

Mascullé unas palabras de felicitación y le estreché la mano.

—¿Ha estado alguna vez en el Nuevo Mundo? —le preguntó mi amigo.

—Aún no he tenido ese honor —admitió Vernet—, aunque ése ha sido siempre mi mayor sueño.

—Muy bien, mi querido colega —dijo mi amigo, con la natural familiaridad de un hombre del Nuevo Mundo—. Es muy posible que su sueño se vea cumplido. Esa última obra... jamás había visto nada parecido. ¿Es usted el autor?

—Lamentablemente, no. La escribió un buen amigo mío, aunque fui yo quien ideó el montaje final con la linterna mágica. No encontrará nada más sofisticado en la escena de hoy en día.

—¿Podría decirme el nombre del autor? Quizá sea mejor que hable directamente con su amigo.

Vernet negó con la cabeza.

—Me temo que eso no va a ser posible. Mi amigo es un profesional liberal, y no quiere que su relación con el mundo escénico salga a la luz pública.

—Ya comprendo. —Mi amigo sacó la pipa de su bolsillo y se la puso en la boca. Luego, se tanteó los bolsillos—. Disculpe, pero creo que me he dejado la petaca.

—Yo fumo picadura, negro y bastante fuerte —dijo el actor—, pero si a usted no le importa...

—¡En absoluto! —replicó efusivamente mi amigo—. Qué suerte la mía, yo también fumo tabaco negro de picadura. —Y cargó su pipa con el tabaco del actor.

Se pusieron a fumar los dos mientras mi amigo le contaba una idea que tenía en mente para un montaje que se podría llevar de gira por las ciudades del Nuevo Mundo, desde la isla de Manhattan hasta la última ciudad del lejano sur. El primer acto sería la última obra que habíamos visto esa noche. Y el resto de la función podría girar, quizá, en torno al dominio de los Ancestros sobre la humanidad y sus dioses, o plantear lo que podría haber sucedido si no hubiera familias reales a las que admirar —un mundo de barbarie y oscuridad.

—Pero tendría que ser su misterioso amigo quien la escribiera y, desde luego, tendría carta blanca —aclaró mi amigo—. Haremos nuestro su texto. Pero puedo garantizarles más espectadores de los que pueda soñar su imaginación, y un sustancioso porcentaje de la recaudación. Digamos, ¡un cincuenta por ciento!

—Eso suena muy interesante —replicó Vernet— ¡Espero que no se convierta en humo!

—No, señor. ¡De ninguna manera! —afirmó mi amigo, dando una calada a su pipa y riendo el chiste del actor—. Venga a verme mañana por la mañana a Baker Street, le espero a eso de las diez, y traiga también a su amigo. Tendré sus contratos listos para firmar.

El actor se subió a una silla y batió palmas pidiendo silencio.

—Damas y caballeros, tengo algo que anunciarles —proclamó, impostando su hermosa voz para que todos pudieran oírle con claridad—. Este caballero es Henry Camberley, el empresario teatral, y quiere llevarnos al otro lado del Atlántico para labrar fama y fortuna.

Aquello suscitó muestras de entusiasmo entre sus compañeros, y el caricato dijo:

—Por fin podremos comer algo más que arenques y repollo en vinagre. —Y toda la compañía estalló en risas.

Finalmente, abandonamos el teatro entre las sonrisas de los actores y salimos a las calles cubiertas de niebla.

—Mi querido amigo —le dije—, de qué demonios...

—No diga una palabra más —me replicó—. Esta ciudad tiene oídos.

Así pues, no intercambiamos una sola palabra hasta hallarnos en un coche de camino a Baker Street.

Incluso entonces, antes de decidirse a hablar, mi amigo se sacó la pipa de la boca y vació el contenido de la cazoleta en una cajita metálica. Presionó bien la tapa y se la guardó en el bolsillo.

—Ya está —dijo—. Ya tenemos al Hombre Alto, como que la luna es roja. Ahora, sólo nos queda esperar a que la codicia y la curiosidad del Médico Cojo sean lo suficientemente poderosas para traerle hasta nosotros mañana por la mañana.

—¿El Médico Cojo?

Mi amigo suspiró.

—Ése es el sobrenombre que le he puesto. Al examinar las huellas y otros muchos detalles en la habitación en la que apareció el cadáver del príncipe, comprendí que era obvio que aquella noche había dos personas más en la habitación: un hombre alto a quien, si mis suposiciones no son erróneas, acabamos de encontrar, y un hombre cojo de menor estatura, que evisceró al príncipe con una pericia que lo delata como un profesional de la medicina.

—¿Un médico?

—En efecto. Odio tener que decir esto, pero la experiencia me ha enseñado que cuando un médico escoge el camino del mal, es peor y más peligroso que el peor de los criminales. Está el caso de Huston, el que sumergía a sus víctimas en un baño de ácido, y el de Campbell, que trajo a Ealing la cama de Procusto...
[3]
—Y siguió en la misma línea durante todo el trayecto.

El coche se detuvo junto al bordillo.

—Una libra y diez peniques, por favor —dijo el cochero. Mi amigo le lanzó un florín, que el hombre cogió al vuelo, y se llevó la mano al raído sombrero de copa a modo de saludo—. Muchas gracias a los dos —gritó, mientras el caballo se alejaba entre la niebla.

Subimos hasta la puerta principal. Mientras yo abría la puerta, mi amigo comentó:

—Qué extraño. Nuestro cochero ha ignorado a ese hombre que hay en la esquina.

—No es de extrañar, si ha acabado su turno —observé.

—Cierto, muy cierto.

Aquella noche soñé con sombras, gigantescas sombras que eclipsaban al sol. Yo las llamaba a gritos, desesperado, pero no me escuchaban.

5. La piel y el pozo

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El inspector Lestrade fue el primero en llegar.

—¿Tiene a sus hombres apostados en la calle? —le preguntó mi amigo.

—Todos en sus puestos, sí —respondió Lestrade—. Tienen órdenes estrictas de dejar entrar a cualquiera que venga y de arrestar a cualquiera que intente escapar.

—¿Y ha traído usted sus esposas?

Lestrade se metió la mano en el bolsillo y, con aire resuelto, hizo sonar dos pares de esposas.

—Muy bien —dijo—. Y mientras esperamos, ¿por qué no me explica qué es lo que estamos esperando, exactamente?

Mi amigo sacó la pipa del bolsillo pero, en lugar de llevársela a la boca, la dejó sobre la mesa que tenía delante. A continuación, sacó la cajita metálica de la noche anterior y la ampolla de cristal en la que había guardado la muestra de ceniza que recogió en la habitación de Shoreditch.

—Ahí lo tiene —dijo—. La soga que servirá, tal como espero poder demostrar en breve, para ahorcar al señor Vernet.

Hizo una pausa. Sacó su reloj de bolsillo y lo depositó cuidadosamente sobre la mesa.

—Todavía tardarán unos minutos en llegar. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué sabe usted sobre los restauracionistas?

—Ni media palabra —confesé.

Lestrade tosió.

—Si está usted hablando de lo que yo creo que habla —dijo—, quizá deberíamos dejarlo aquí. Ya es suficiente.

—Demasiado tarde para eso —replicó mi amigo—. Hay algunos que, en contra de lo que todos nosotros creemos firmemente, opinan que la llegada de los Ancestros no es motivo de celebración. Anarquistas recalcitrantes que aspiran a restaurar el viejo orden, a volver a dejar en manos de los hombres el control de su propio destino, si así lo prefiere.

—No estoy dispuesto a escuchar una palabra más sobre esta sedición —dijo Lestrade—. Debo exhortarle a...

—Y yo debo exhortarle a que no sea tan estúpido —replicó mi amigo—. Porque fueron los restauracionistas quienes mataron al príncipe Franz Drago. Ellos asesinan, matan, en un vano intento de forzar a nuestros amos a dejarnos solos en la oscuridad. El príncipe fue asesinado por un
rache,
que es un término antiguo que designa un perro de caza, inspector, como usted mismo habría podido averiguar si hubiese consultado un diccionario. También significa «venganza». Y el cazador dejó su firma en el papel de la pared de la habitación del crimen, del mismo modo que un artista firmaría un lienzo. Pero no fue él quien mató al príncipe.

—¡El Médico Cojo! —exclamé.

—Muy bien. Aquella noche había allí un hombre alto, pude deducirlo del hecho de que la palabra estaba escrita a la altura de los ojos. Fumaba en pipa; recuerde que encontré la ceniza y el tabaco a medio consumir junto a la chimenea, y es de suponer que si golpeó su pipa contra la repisa de la chimenea para vaciarla, debía de ser un hombre alto, pues a un hombre de menor estatura no le habría resultado fácil. El tabaco era de picadura, con una mezcla bastante inusual. Las huellas de los zapatos habían sido borradas en su mayor parte por sus hombres, pero quedaban algunas huellas claras detrás de la puerta y bajo la ventana. Alguien había estado esperando allí: un hombre de menor estatura, a juzgar por la longitud de la zancada, y que cargaba el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. En la calle, pude observar también algunas huellas claras, y los distintos colores del barro que había en el limpiabarros de la puerta de la calle me proporcionaron alguna información adicional: un hombre alto, que había acompañado al príncipe hasta aquella habitación y que, más tarde, se marchó de allí. Arriba les estaba esperando el hombre que descuartizó al príncipe con tan asombrosa pericia...

Lestrade emitió una especie de gruñido que no llegó a transformar en palabras.

—He dedicado varios días a volver sobre los pasos de Su Alteza. Visité los antros de juego, los burdeles y los manicomios en busca del fumador de pipa y de su amigo. No saqué nada en limpio hasta que decidí echar un vistazo a los periódicos de Bohemia, a ver si ahí encontraba alguna pista sobre las recientes actividades del príncipe, y de ese modo averigüé que una compañía teatral inglesa había estado actuando allí el mes pasado, y que el príncipe Franz Drago había asistido a una de sus funciones...

—Santo cielo —exclamé—. Así que ese tal Sherry Vernet...

—Es un restauracionista. Exacto.

Estaba sacudiendo la cabeza en un gesto de incredulidad, fascinado por la inteligencia de mi amigo y sus dotes para la observación, cuando alguien llamó a la puerta.

—¡Debe de ser nuestra presa! —dijo mi amigo— ¡Prepárense!

Lestrade metió la mano en un bolsillo, donde sin duda debía de llevar una pistola, y tragó saliva. Estaba nervioso.

Mi amigo alzó la voz y dijo:

—¡Adelante, pase!

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