Objetos frágiles (4 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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1. Un nuevo amigo

D
IRECTAMENTE DESDE SU FANTÁSTICA GIRA EUROPEA, DONDE HAN ACTUADO ANTE VARIOS MIEMBROS DE LA
REALEZA DEL VIEJO CONTINENTE
,
COSECHANDO APLAUSOS Y ELOGIOS CON SUS MAGNÍFICAS INTERPRETACIONES TANTO DE
COMEDIA
COMO DE
TRAGEDIA
,
LA COMPAÑÍA DE LOS
STRAND PLAYERS
SE COMPLACE EN ANUNCIAR QUE ACTUARÁ EN EL
T
EATRO
R
OYAL
C
OURT
,
DE
D
RURY
L
ANE
,
DURANTE UN
PERÍODO IMPRORROGABLE
DEL MES DE ABRIL, DONDE OFRECERÁN LAS OBRAS
M
I
H
ERMANO
T
OM
, L
A
P
EQUEÑA
V
IOLETERA
Y
L
OS
G
RANDIOSOS
A
NCESTROS
(ÉPICA HISTÓRICA, POMPA Y DELEITE); TODAS ELLAS EN UNA ÚNICA FUNCIÓN EN TRES ACTOS
. E
NTRADAS YA A LA VENTA EN TAQUILLA
.

Es la inmensidad, creo yo. La enormidad de las cosas allí abajo. La oscuridad de los sueños.

Otra vez estoy soñando despierto. Discúlpenme ustedes. No soy un hombre de letras.

Andaba yo, por aquel entonces, buscando alojamiento. Así fue como le conocí. Buscaba a alguien con quien compartir el alquiler de unas habitaciones. Nos presentó un amigo común, en los laboratorios de Saint Bart.

—Veo que ha estado usted en Afganistán —me dijo, y aquello me dejó con la boca y los ojos abiertos de par en par.

—Asombroso —repliqué.

—En absoluto —respondió el extraño de bata blanca que finalmente se convertiría en mi amigo—. Por el modo en que se sujeta el brazo, deduzco que le han herido. Y se le ve muy bronceado. También he reparado en su porte marcial, y no hay demasiados lugares en el Imperio donde un militar pueda adquirir ese bronceado y haber sido, además (dada la naturaleza de la herida que tiene en el hombro y conociendo las tradiciones de los cavernícolas afganos), torturado.

Visto así, naturalmente, la cuestión parecía absurda de puro simple. Yo estaba muy moreno. Y también había sido torturado, como bien había señalado el desconocido.

Tanto los afganos como sus dioses eran unos salvajes, que rehusaban ser gobernados desde Whitehall o Berlín o incluso desde Moscú, y no había manera de hacerles entrar en razón. Me habían enviado allí junto con el resto del regimiento. La batalla había comenzado en las montañas, y mientras se desarrolló allí, luchamos en igualdad de condiciones. Pero a medida que las escaramuzas se fueron desplazando hacia la oscuridad de las cuevas, nos encontramos perdidos y desamparados.

Jamás olvidaré las cristalinas aguas de aquel lago subterráneo, ni el ser que emergió de él, abriendo y cerrando los ojos, ni los cantarines susurros que acompañaron su aparición, como el zumbido de unas moscas titánicas.

Fue un milagro que lograra sobrevivir a todo aquello, pero sobreviví, y regresé a Inglaterra con los nervios absolutamente destrozados. El lugar donde me tocó aquella boca como de sanguijuela quedó tatuado para siempre en la piel de mi brazo lisiado. Hasta entonces yo había sido un tirador de primera. Ahora ya no me quedaba nada, excepto un miedo al mundo subterráneo que raya en el pánico, debido al cual prefiero gastarme seis peniques de mi pensión del ejército en un coche a pagar un solo penique por viajar en metro.

Sin embargo, la niebla y la oscuridad de Londres me reconfortaron, me acogieron. Había perdido mi primer alojamiento porque solía gritar en mitad de la noche. Estuve en Afganistán; pero ya no estaba allí.

—Suelo gritar en mitad de la noche —le dije.

—Dicen que yo ronco mucho —replicó—. Además, mis horarios son un tanto anárquicos, y suelo utilizar la repisa de la chimenea para mis prácticas de tiro. Necesitaré la sala de estar para recibir a mis clientes. Soy egoísta, reservado, y me aburro con facilidad. ¿Todo esto le supone algún problema?

Sonreí, negando con la cabeza, y sellamos el acuerdo con un apretón de manos.

Las habitaciones que había alquilado estaban en Baker Street y resultaban más que adecuadas para dos solteros como nosotros. Tenía presente lo que me había dicho mi amigo sobre su deseo de conservar su intimidad, y me abstuve de preguntarle a qué se dedicaba. No obstante, había muchas cosas que despertaban mi curiosidad. Recibía visitas a cualquier hora del día o de la noche y, cuando llegaban, yo me marchaba de la sala de estar y me retiraba a mi alcoba, preguntándome qué asuntos podían tener en común con mi amigo aquella dama pálida con un ojo completamente blanco, un hombre pequeño con aspecto de viajante de comercio y un corpulento dandi con chaqueta de terciopelo, entre otros muchos. Algunos venían con frecuencia, otros sólo le visitaron en una ocasión, hablaban con él y se marchaban, unas veces con expresión satisfecha y otras con cara de preocupación.

Aquel hombre era un misterio para mí.

Una mañana, mientras dábamos cuenta de uno de los magníficos desayunos de nuestra casera, mi amigo hizo sonar la campanilla para llamarla.

—En unos cuatro minutos, vendrá a visitarnos un caballero —le dijo—. Habrá que poner un cubierto más en la mesa.

—Muy bien —respondió la mujer—. Pondré a asar unas cuantas salchichas más.

Mi amigo volvió a enfrascarse en la lectura de su periódico. Yo esperaba impaciente a que me explicara quién era el misterioso caballero y cuál era el motivo de su visita. Finalmente, mi curiosidad pudo más que mi discreción.

—No lo entiendo. ¿Cómo puede usted saber que su visitante llegará dentro de cuatro minutos exactamente? No ha recibido ningún telegrama, ni mensaje de cualquier otra clase.

Mi amigo esbozó una sonrisa.

—¿No ha oído pasar una berlina hace ya un rato? Aminoró la velocidad al pasar frente a nuestra casa (obviamente el conductor quería asegurarse de cuál era nuestra puerta), y a continuación volvió a acelerar la marcha y siguió hacia Marylebone. Allí paran cientos de carruajes cuyos pasajeros se dirigen a la estación o al museo de cera, y precisamente eso es algo muy conveniente para cualquiera que desee apearse sin llamar la atención. Se tarda exactamente cuatro minutos en llegar a pie desde allí...

Echó un vistazo a su reloj de bolsillo y, justo entonces, oyeron que alguien subía las escaleras de la calle.

—Pase, Lestrade —dijo—. La puerta está entornada, y sus salchichas ya están listas.

Un caballero que, supuse, debía de ser Lestrade, entró por la puerta y la cerró tras de sí.

—No debería —replicó—, pero, a decir verdad, todavía no he tenido tiempo de desayunar esta mañana. Acepto encantado su oferta, daré buena cuenta de esas salchichas.

Era el hombre pequeño que había venido a visitar a mi amigo en varias ocasiones y cuya actitud me recordaba a un viajante de comercio.

Mi amigo esperó a que nuestra casera se retirara antes de decir:

—Obviamente, deduzco que viene usted por algún asunto de suma importancia para el país.

—¡Cielo santo! —replicó Lestrade, que se había quedado pálido de repente—. No es posible que la noticia esté ya en la calle. Dígame que no es así.

Lestrade comenzó a llenarse el plato de salchichas, filetes de arenque, arroz con pescado y tostadas, pero las manos le temblaban un poco.

—Desde luego que no —le tranquilizó mi amigo—, pero a estas alturas conozco bien el chirriar de las ruedas de su coche: oscila entre un sol sostenido y un do mayor. Y si el inspector Lestrade no puede permitirse que lo vean entrando en casa del único detective privado de Londres y aun así viene de todos modos, y sin desayunar, no puedo sino inferir que no se trata de un caso común y corriente.
E
rgo,
es algo relacionado con las altas esferas y de suma importancia para la nación.

Lestrade se limpió la barbilla con la servilleta. Me quedé mirándolo. No se parecía en absoluto a la idea que yo me había hecho de un inspector de policía, pero lo cierto es que mi amigo tampoco coincidía con la idea que yo tenía de un detective privado —fuera lo que fuese.

—Quizá deberíamos tratar el asunto en privado —sugirió Lestrade, mirándome de reojo.

Mi amigo sonrió con picardía, y movió la cabeza hacia los lados, como hacía siempre que se recreaba íntimamente en alguna broma.

—Bobadas —replicó—. Dos cabezas piensan mejor que una. Y además, mi amigo es de toda confianza.

—Si mi presencia les incomoda... —tercié de manera algo brusca, pero mi amigo no me dejó siquiera terminar la frase.

Lestrade se encogió de hombros.

—A mí me es indiferente —afirmó, tras una breve pausa—. Si usted logra resolver el caso, seguiré en mi puesto. De lo contrario, perderé mi empleo. Usted tiene sus propios métodos, como yo digo. Y, en cualquier caso, no puede empeorar la situación.

—Si algo nos ha enseñado la historia, es que toda situación es susceptible de empeorar —sentenció mi amigo—. ¿Cuándo salimos para Shoreditch?

Lestrade soltó su tenedor.

—¡Esto es lo último! —exclamó—. ¡Usted aquí, riéndose de mí, y resulta que ya está al corriente de todo el asunto! Debería darle vergüenza...

—Nadie me ha contado nada sobre este particular. Si un inspector de policía se presenta en mi casa con manchas de barro fresco de ese peculiar amarillo mostaza en las botas y en el pantalón, cabe esperar que deduzca que ha estado recientemente en las excavaciones de Hobbs Lane, en Shoreditch, puesto que es el único lugar en todo Londres donde se puede encontrar un barro con ese característico color mostaza.

El inspector Lestrade parecía avergonzado.

—Dicho así —reconoció—, parece algo obvio.

Mi amigo apartó su plato.

—Y lo es, por supuesto —afirmó, en un tono levemente impertinente.

Tomamos un coche hasta el East End. El inspector Lestrade había regresado a Marylebone Road para recuperar su coche, de modo que íbamos solos.

—¿Así que es cierto que es usted un detective privado?

—El único en todo Londres, y puede que en todo el mundo —respondió mi amigo—. Pero no acepto casos, me limito a asesorar. La gente recurre a mí para que le ayude a resolver problemas que considera insolubles. Me explican los detalles del problema en cuestión y, a veces, lo resuelvo.

—De modo que esas personas que vienen a visitarle...

—Son, en su mayoría, oficiales de policía, o detectives, sí.

Hacía una mañana espléndida, pero pasábamos en ese momento por el suburbio de Saint Giles —esa madriguera que da cobijo a ladrones y criminales de todo pelaje y que se ha instalado en Londres como un cáncer en el rostro de una hermosa violetera—, y la luz que entraba por la ventanilla era escasa y desvaída.

—¿Está seguro de que quiere que lo acompañe?

Mi amigo me miró fijamente y sin pestañear.

—Tengo una corazonada —replicó—. Algo me dice que estábamos destinados a encontrarnos. Que usted y yo hemos peleado la buena batalla mano a mano en el pasado, o en el futuro, eso no lo sé. Soy un hombre cerebral, pero sé lo valioso que es un buen compañero y, desde el mismo momento en que le vi, supe que podía confiar en usted tanto como en mí mismo. Sí. Quiero que me acompañe.

Me ruboricé, o dije algo sin sentido. Por primera vez desde que estuve en Afganistán, sentí que mi vida tenía una razón de ser.

2. La habitación

¡V
ICTOR
V
ITAE: UN FLUIDO ELÉCTRICO!
¿S
IENTE QUE SU MIEMBRO Y SUS PARTES BAJAS PIERDEN VITALIDAD?
¿S
IENTE NOSTALGIA DE SUS DÍAS DE JUVENTUD?
¿H
A OLVIDADO YA LOS PLACERES DE LA CARNE?
V
ICTOR
V
ITAE DARÁ VIDA ALLÍ DONDE SE HAYA PERDIDO;
¡H
ASTA EL CABALLO MÁS VETERANO VOLVERÁ A SER DE NUEVO UN SEMENTAL!
D
EVUELVE VIDA A LO QUE YA NO LA TIENE, EN UNA COMBINACIÓN DE UNA VIEJA RECETA DE FAMILIA CON LA CIENCIA MÁS MODERNA.
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ARA RECIBIR TESTIMONIOS FEHACIENTES DE LA EFICACIA DE
V
ICTOR
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ITAE ESCRIBA A
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OMPAÑÍA
V. V
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F., 1B C
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TREET
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ONDRES
.

Era una casa de huéspedes barata, en Shoreditch. Había un policía en la puerta principal. Lestrade le saludó por su nombre y nos cedió el paso, pero mi amigo se acuclilló en el umbral de la puerta y sacó una lupa del bolsillo de su abrigo. Examinó el limpiabarros de hierro forjado, y palpó el fango con el dedo índice. Una vez lo hubo inspeccionado a sus anchas, y sólo entonces, nos dejó entrar en la casa.

Subimos por las escaleras. No había duda de cuál era la habitación en la que se había cometido el crimen: la puerta estaba custodiada por dos fornidos agentes de policía.

Lestrade les hizo un gesto con la cabeza y los agentes se hicieron a un lado. Entramos.

Como ya he dicho, no soy un escritor profesional, y no sé si atreverme a describir el lugar, pues sé que mis palabras no van a hacerle justicia. Sin embargo, ahora que he comenzado esta narración, temo que no tendré más remedio que continuarla. En aquel pequeño dormitorio se había cometido un asesinato. El cadáver, o lo que quedaba de él, seguía estando allí, en el suelo. Lo tenía delante de mí pero, de algún modo, no lo vi. Lo que vi era, en realidad, lo que la víctima había arrojado por la boca y la nariz: el color iba del verde bilis al verde hierba. La raída alfombra estaba completamente empapada en aquella sustancia, que también había salpicado el papel de la pared. Por un momento, imaginé que aquello era obra de algún artista diabólico que había decidido crear un estudio en esmeralda.

Me pareció que pasaban cien años hasta que fui capaz de mirar el cadáver, que estaba abierto en canal, y traté de comprender lo que estaba viendo. Me quité el sombrero, y mi amigo hizo lo mismo.

Se arrodilló e inspeccionó el cadáver, examinando uno por uno los cortes y heridas. Luego, sacó su lupa y se acercó a la pared para examinar las gotas de podre que habían salpicado el papel.

—No se moleste, ya lo hemos hecho nosotros —dijo el inspector Lestrade.

—¿En serio? —replicó mi amigo— ¿Y qué opinan ustedes de esto? Yo diría que es una palabra.

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