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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (2 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Todos los lugares en los que transcurre la historia son reales, aunque he cambiado algunos nombres —el club Diógenes, por ejemplo, es en realidad el club Troy, que está situado en Hanway Street—. También algunos de los personajes y acontecimientos son reales, más reales incluso de lo que cabría imaginar. De hecho, en este mismo momento me estaba preguntando si seguirá existiendo aún aquella casita de juguete o si, por el contrario, la habrán derribado para construir algún edificio en aquel terreno, aunque también os confieso que no pienso volver allí para comprobarlo.

«RENACER SALVAJE»

Escrito para la antología
The Green Man,
editada por Terri Windling y Ellen Datlow.

«BITTER GROUNDS»

Escribí cuatro relatos cortos en 2002, y éste fue, a mi parecer, el mejor de todos ellos, aunque no obtuvo ningún premio. Lo escribí para la antología
Mojo: Conjure Stories,
editada por mi amigo Nalo Hopkinson.

«LOS OTROS»

No recuerdo dónde ni cuándo se me ocurrió esta historia que tiene algo de cinta de Moebius. Sólo recuerdo que anoté enseguida la idea y la frase inicial y, entonces, me pregunté si la idea era mía o era un recuerdo de algo que había leído de pequeño —¿no era un cuento de Fredric Brown o de Henry Kuttner?—. Me daba la sensación de que el cuento era de otro; la idea era demasiado elegante, demasiado audaz y completa, y eso me hizo sospechar.

Más o menos un año después cogí un avión y, al terminar la revista que estaba leyendo, aburrido, me puse a revisar mis notas y me tropecé con aquellas anotaciones. Sin más, comencé a escribir y, antes de aterrizar, ya tenía el cuento acabado. Al llegar a casa, llamé por teléfono a unos amigos (todos ellos muy cultos), se lo leí y les pregunté si les resultaba familiar, si les sonaba haberlo leído antes. Todos me contestaron que no. Normalmente sólo escribo relatos cortos por encargo, pero por una vez en la vida tenía un relato corto que nadie me había pedido. Se lo envié a Gordon Van Gelder, de la revista
Magazine of Fantasy and Science Fiction,
y lo aceptó. Únicamente le cambió el título, y yo no tuve inconveniente. (Yo lo había titulado «Ultratumba».)

Suelo escribir mientras viajo en avión. En un vuelo con destino a Nueva York, en la época en que escribía
American Gods,
escribí un relato que pensé que podría encajar en la novela —de hecho, estaba seguro—, pero no encontré dónde. Finalmente, cuando publiqué la novela, decidí aprovechar aquel relato convirtiéndolo en una felicitación de Navidad y me olvidé por completo de él. Un par de años más tarde, la editorial Hill House Press (que publica unas preciosas ediciones limitadas de mis libros) se la envió a sus suscriptores como felicitación de Navidad.

Nunca le puse título. Digamos que se titula:

El constructor de mapas

La mejor manera de describir un cuento es contándolo. ¿Os dais cuenta? Para describir un cuento es necesario contarlo. Es mitad funambulismo, mitad sueño. Cuanto más preciso es el mapa, más se asemeja al propio territorio. El mapa más preciso posible sería el territorio en sí, lo cual sería absolutamente exacto y absolutamente inútil.

Un cuento es, a un tiempo, mapa y territorio.

No lo olvidéis.

Hace casi dos mil años, hubo un emperador en China que vivía obsesionado por la idea de cartografiar sus dominios. Había mandado levantar una maqueta a escala de China en una isla construida a tal efecto en uno de los lagos de su imperial hacienda, isla cuya construcción le costó una fortuna y la vida de varios de sus súbditos (las aguas de aquel lago eran frías y profundas). En dicha isla, las montañas eran del tamaño de una topera y los ríos como el más pequeño de los arroyos. El emperador tardaba una hora entera en recorrer el perímetro de su isla.

Cada mañana, con las primeras luces del alba, un centenar de hombres nadaban hasta la isla para reparar y reconstruir con sumo esmero cualquier detalle que hubiera podido verse alterado por las condiciones meteorológicas, las aves o una crecida inesperada de las aguas del lago; también eliminaban o remodelaban aquellas áreas que representaban territorios que habían sufrido inundaciones, terremotos o corrimientos de tierras, para que la maqueta fuera en todo momento una réplica exacta de la realidad.

Durante casi un año, el emperador se dio por satisfecho con esto, pero después sintió renacer de nuevo el descontento y, en el duermevela que precede al sueño, comenzó a idear otro mapa, pero esta vez a escala uno: cien. Es decir, un mapa que reproduciría todas y cada una de las cabañas, casas y palacios del Imperio, cada árbol, cada monte y cada animal, a una centésima parte de su tamaño.

Era un proyecto titánico, y hacerlo realidad supondría esquilmar las arcas del Imperio. Harían falta más hombres que estrellas hay en el firmamento: cartógrafos, topógrafos, agrimensores, censistas, pintores; y también maquetistas, alfareros, albañiles y artesanos. Serían necesarios al menos seiscientos soñadores profesionales para revelar la naturaleza de cuanto permanece oculto bajo las raíces de los árboles y en la profundidad de las más profundas cuevas y fosas marinas —pues el mapa, para ser perfecto, debería contener no sólo el Imperio visible, sino también el invisible.

Ése era el proyecto que tenía en mente el emperador.

El ministro de su mano derecha trató de disuadirle una noche, mientras paseaban por los jardines del palacio, bajo una inmensa luna dorada.

—Debo advertir a su Alteza Imperial —comenzó el ministro de la mano derecha— de que esta nueva empresa es...

Y en este punto, le faltó valor para seguir. Una carpa plateada turbó la superficie del estanque, rompiendo el reflejo de la dorada luna en mil lunas diminutas y, después, aquellas lunas volvieron a fundirse para formar un solo reflejo dorado, que quedó flotando sobre las aguas teñidas de cielo, un cielo tan rabiosamente purpúreo que a nadie podría parecer negro.

—¿Imposible? —preguntó el emperador, en tono afable.

Cuando un emperador o un rey se muestra así de afable, hay que echarse a temblar.

—Todo cuanto el emperador desea es siempre, y por su propia naturaleza, posible —replicó el ministro de la mano derecha—. No obstante, será oneroso. Para sufragar un mapa de esas características haría falta todo el tesoro imperial. Su Majestad tendría que evacuar ciudades y aldeas enteras para poder disponer de un lugar donde construirlo. Sus herederos serían demasiado pobres para gobernar el país que Su Majestad les legaría. Como consejero suyo que soy, faltaría a mi deber si no le advirtiera del riesgo que corre.

—Es posible que tengas razón —dijo el emperador—. Es posible. Pero, aun suponiendo que siguiera tu consejo y me olvidara del mapa, la idea me atormentaría de por vida, y me impediría paladear la comida y el vino.

El emperador se detuvo. Desde un lejano confín de los jardines, les llegó el canto de un ruiseñor.

—Pero este mapa —le dijo el emperador, en tono confidencial— no es más que el principio. Porque, antes incluso de que esté terminado, volveré a sentir este mismo anhelo y empezaré a fraguar la que ha de ser mi obra maestra.

—¿Y cuál es esa obra maestra? —preguntó, cauteloso, el ministro de la mano derecha.

—Un mapa de mis dominios en el que cada casa estará representada por una casa a tamaño natural; cada montaña, por una montaña de igual altura; cada árbol, por un árbol del mismo tamaño y especie; cada río, por un auténtico río; y cada hombre, por un hombre de carne y hueso.

El ministro de la mano derecha se inclinó con gran ceremonia y siguió al emperador basta el palacio imperial, manteniendo en todo momento la distancia de rigor, y sumido en una profunda reflexión.

Cuentan las crónicas que el emperador murió mientras dormía. Así consta en el archivo imperial y así sucedió, aunque cabría señalar también que alguien le asistió en su último trance; y a su hijo primogénito, que le sucedió en el trono, no le interesaban lo más mínimo los mapas ni la construcción de mapas.

La isla que había en mitad del lago fue transformada en una reserva de aves salvajes. Perforaron las diminutas montañas de barro con el pico para hacer sus nidos, y las aguas del lago fueron erosionando la isla y, con el tiempo, la deshicieron por completo, y sólo quedó el lago.

El mapa desapareció, y también su constructor, pero el país siguió viviendo.

«RECUERDOS DE FAMILIA Y OTROS TESOROS»

Este cuento, subtitulado «Una historia de amor», o al menos una parte de él, comenzó siendo un cómic que escribí para la serie
It's Dark in London,
editada por Oscar Zarate e ilustrada por Warren Pleece. Warren hizo un trabajo magnífico, pero no quedé contento con la historia, y me preguntaba qué habría hecho que el tipo que se llamaba a sí mismo Smith fuera lo que era. Al Sarrantonio me pidió un cuento para su antología 999, y decidí que sería interesante volver de nuevo al señor Smith y al señor Alice y a su historia. Estos dos personajes aparecen también en otro cuento de esta selección.

Creo que aún quedan por contar muchas historias sobre el desagradable señor Smith, en particular, una en la que él y el señor Alice toman caminos distintos.

«LA VERDAD SOBRE EL CASO DE LA DESAPARICIÓN DE LA SEÑORITA FINCH»

Esta historia comenzó cuando me enseñaron un cuadro de Frank Frazetta que representaba una mujer salvaje rodeada de tigres y me pidieron que escribiera un relato para ilustrarlo. No se me ocurría nada, así que me limité a contar lo que le sucedió a la señorita Finch.

«NIÑAS EXTRAÑAS»

...es en realidad una serie compuesta de siete relatos muy breves. Fueron escritos para el CD
Strange Little Girls,
de Tori Amos. Inspirada por las fotografías de Cindy Sherman y por sus propias canciones, Tori creó un personaje distinto para cada canción, y yo escribí una historia para cada personaje. Nunca han formado parte de ninguna antología, aunque se publicó en el libro que recoge aquella gira, y algunas frases aparecen también en el folleto que acompaña al álbum.

«CORAZÓN DE ARLEQUÍN»

Lisa Snellings-Clark es una escultora cuya obra admiro desde hace mucho tiempo. Lisa construyó una noria, y decidieron pedir a diversos escritores que escribieran relatos sobre sus pasajeros y publicar con ellos un libro titulado
Strange Attraction.
A mí me pidieron que escribiera sobre el personaje que vendía los tiques, un arlequín sonriente.

Y eso hice.

Por lo general, los relatos no se escriben solos, pero de éste en particular no recuerdo haber inventado más que la primera frase. El resto fue como escribir al dictado del Arlequín, mientras bailaba alegremente por su día de San Valentín.

Arlequín es el personaje burlón de la Commedia dell'Arte, un bromista invisible ataviado con un traje de rombos, una máscara y un palo mágico. Estaba locamente enamorado de Colombina y, persiguiéndola en cada pieza, se iba encontrando con otros personajes como el Doctor y el Pierrot, provocando su transformación a lo largo de la obra.

«RIZOS»

El poeta Robert Southey escribió la historia de «Ricitos de Oro y los tres ositos». En realidad, en su versión no aparecía Ricitos de Oro sino una anciana. La historia en sí estaba bien, pero la gente sabía que quedaba mejor con una niña como protagonista en lugar de una anciana, así que al contar el cuento, lo cambiaban.

Evidentemente, los cuentos populares son transmisibles. Puedes cogerlos de manera voluntaria o por contagio. Son el legado que nos une con quienes habitaron este mundo antes que nosotros. (Contarles a mis hijos los cuentos que, a su vez, me contaron a mí de niño mis padres y abuelos me hace sentirme parte de algo extraño y muy especial, del fluir continuo de la propia vida.) Mi hija Maddy, que tenía dos años cuando le escribí este poema, tiene ya once, y seguimos compartiendo historias, sólo que ahora provienen del cine y de la televisión. Leemos los mismos libros y los comentamos, pero ya no se los leo yo. En cualquier caso, leerle cuentos nunca fue tan divertido como contarle los que yo inventaba.

Creo que tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos. Eso es lo más parecido a un credo que he profesado y profesaré a lo largo de mi vida.

«EL PROBLEMA DE SUSAN»

El médico al que avisaron en el hotel me explicó cuál era la causa de aquel espantoso dolor en el cuello, los vómitos, el dolor generalizado y la confusión; era gripe, y el hombre me hizo una lista de analgésicos y relajantes musculares que pensó que podrían irme bien. Escogí uno de los analgésicos de la lista y me arrastré hasta mi habitación, donde caí fulminado, incapaz de moverme, ni de pensar ni de mantener la cabeza erguida siquiera. Al tercer día recibí una llamada de mi médico habitual (al que Lorraine, mi secretaria, había puesto en antecedentes), que me dijo: «No soy muy amigo de hacer diagnósticos por teléfono, pero tienes meningitis». Y tenía razón, era meningitis.

Tardé varios meses en recuperarme un poco y tener la claridad mental suficiente para poder escribir, y éste fue el relato en el que me puse a trabajar. Fue como aprender a andar de nuevo. Lo escribí para el libro
Flights,
una antología de cuentos fantásticos editada por Al Sarrantonio.

«INSTRUCCIONES»

Mi último libro de cuentos,
Humo y espejos,
contenía varios poemas pero, en principio, no pensaba incluir ninguno en este nuevo proyecto. Finalmente, cambié de opinión y decidí incorporar también los poemas, más que nada por lo mucho que me gusta éste en particular. Si eres una de esas personas que no sienten el menor interés por la poesía, espero que te consuele saber que, al igual que esta introducción, son gratis. El libro te costará lo mismo con o sin ellos, no me han pagado ningún plus. A veces viene bien tener algo breve que leer en un momento dado, y también de vez en cuando resulta interesante conocer un poco el contexto en el que fue escrito determinado relato, pero ninguna de las dos cosas son obligatorias. Además, aunque yo haya pasado semanas rompiéndome de muy buena gana la cabeza para decidir cómo ordenar esta selección de cuentos y qué forma darle al libro, tú puedes —y debes— leerlo como te venga en gana.

Este poema es, casi literalmente, un manual de instrucciones para saber qué hacer cuando te veas metido dentro de un cuento de hadas.

«¿CÓMO CREES QUE ME SIENTO?»

Me pidieron que escribiera un cuento para una antología dedicada a las gárgolas, y vi cómo se me iba echando encima el plazo de entrega sin tener la más remota idea de lo que iba a escribir.

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