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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (5 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Lestrade se acercó hasta donde se encontraba mi amigo. Sobre el desvaído papel amarillo, un poco por encima de la cabeza de Lestrade, se veía una palabra, en letras mayúsculas, escrita con sangre verde.

—¿R-A-C-H-E...? —deletreó Lestrade en voz alta—. Obviamente, quería escribir «Rachel», pero alguien le interrumpió. Así pues, debemos buscar a una mujer...

Mi amigo guardó silencio. Regresó junto al cadáver y examinó de cerca primero una mano y luego la otra. Las yemas de los dedos no estaban manchadas de aquella sustancia.

—Creo que es evidente que no fue Su Alteza Real quien escribió esa palabra...

—¿Qué demonios le hace suponer...?

—Mi querido Lestrade, no insulte usted a mi inteligencia, por favor. Obviamente, este cadáver no es humano: el color de su sangre, el número de extremidades, los ojos, la situación de la cara; todo ello indica que nos encontramos ante un sujeto de sangre real. Ciertamente, no puedo establecer con seguridad a qué rama de la familia pertenece, pero me arriesgaría a decir que podría tratarse de un heredero... no, segundo en la línea de sucesión... en alguno de los principados alemanes.

—Es asombroso. —Lestrade vaciló un momento antes de continuar—. Es el príncipe Franz Drago, de Bohemia. Vino a Albión como invitado de Su Majestad, la reina Victoria. Estaba aquí de vacaciones, para cambiar de aires...

—Deduzco que se refiere usted a los teatros, las prostitutas y las mesas de juego.

—Como usted prefiera. —Lestrade parecía ofendido—. En todo caso, nos ha proporcionado usted una valiosa pista con lo de esa tal Rachel. Aunque, sin duda, habríamos acabado descubriéndolo de todos modos.

—Sin duda —afirmó mi amigo.

Siguió inspeccionando el resto de la habitación, dejando caer algún que otro comentario mordaz sobre el modo en que la policía había contaminado las huellas con sus propias pisadas y alterado el orden de los objetos de la habitación, detalles ambos que habrían resultado muy útiles a la hora de intentar reconstruir los hechos de la pasada noche.

Sin embargo, descubrió una pequeña mancha de barro detrás de la puerta que, al parecer, le llamó poderosamente la atención.

También descubrió restos de cenizas o de polvo junto a la chimenea.

—¿Había reparado usted en esto? —le preguntó a Lestrade.

—La policía de Su Majestad no suele conceder importancia al hallazgo de unas cenizas junto a una chimenea. No es algo impropio, precisamente —replicó Lestrade, riendo entre dientes.

Mi amigo tomó una pizca de ceniza, la frotó entre sus dedos y olfateó los restos que se le habían quedado adheridos. Finalmente, tomó una muestra con una ampolla de cristal y se la guardó en el bolsillo interior de su abrigo.

Se puso en pie.

—¿Y el cadáver?

—Enviarán a alguien de palacio para recogerlo —dijo Lestrade.

Mi amigo me hizo un gesto con la cabeza y, juntos, nos dirigimos hacia la puerta. Suspiró y dijo:

—Inspector, me temo que la búsqueda de esta tal Rachel no le llevará a ninguna parte. Entre otras cosas,
«rache»
es una palabra alemana. Significa «venganza». Consulte usted un diccionario. Tiene diversas acepciones.

Bajamos las escaleras y salimos a la calle.

—Hasta esta misma mañana, no había visto usted a ningún miembro de la realeza, ¿me equivoco? —me preguntó. Yo negué con la cabeza—. La primera vez puede resultar algo desconcertante, si le coge a uno por sorpresa. Caramba, amigo mío... ¡está usted temblando!

—Perdóneme. Se me pasará enseguida.

—¿Le ayudaría que diéramos un paseo? —me preguntó. Asentí, pues estaba seguro de que si no caminaba un rato arrancaría a gritar.

—En tal caso, sigamos hacia el oeste —dijo mi amigo, señalando la sombría torre del palacio. Y echamos a andar.

—¿De modo —me preguntó mi amigo, al cabo de unos minutos— que hasta ahora no ha tenido ocasión de conocer personalmente a ningún miembro de la realeza europea?

—No —respondí.

—Pues creo poder asegurarle que la tendrá —afirmó—. Y esta vez no será un cadáver. No tendrá que esperar mucho.

—Mi querido amigo, ¿qué le hace pensar...?

En respuesta a mi pregunta, me señaló un carruaje negro que acababa de detenerse unos cincuenta metros más adelante. Un hombre ataviado con un gabán y un sombrero negro de copa había bajado a abrir la portezuela y aguardaba en silencio. En la portezuela se veía un escudo de armas dorado que cualquier niño nacido en Albión habría reconocido de inmediato.

—Hay invitaciones que no se pueden rechazar —dijo mi amigo.

Se descubrió ante el lacayo y me pareció que sonreía mientras entraba en la cabina y se acomodaba en el mullido asiento de cuero.

Quise hablar con él durante el trayecto, pero mi amigo se llevó un dedo a los labios para indicarme que guardara silencio. A continuación, cerró los ojos y al parecer quedó sumido en una profunda reflexión. Yo, por mi parte, intenté recordar lo que sabía de la realeza alemana, y descubrí que no sabía gran cosa —aparte del hecho de que el príncipe Alberto, consorte de la Reina, era alemán.

Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y saqué un puñado de monedas, pardas y plateadas, negras y cardenillo. Contemplé la efigie de nuestra Reina grabada en cada una de ellas, y su visión me inspiró, por un lado, un profundo orgullo patriótico y, por otro, un miedo cerval. Me dije a mí mismo que el miedo es un sentimiento ajeno a todo aquel que ha servido en el ejército, y recordé que hubo una época en la que dicho pensamiento había sido una realidad. Por un momento, recordé que había sido un magnífico tirador —incluso, me gustaba pensar, un tirador de élite—, pero mi mano temblaba ahora como si estuviera paralizada, y el modo en que tintineaban aquellas monedas me hizo sentir lástima de mí mismo.

3. El palacio

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El consorte de la Reina, el príncipe Alberto, era un hombre alto que lucía un imponente mostacho y entradas en el cabello, y era inequívoca y enteramente humano. Salió a recibirnos al pasillo, nos saludó con una inclinación de cabeza y no nos preguntó nuestros nombres ni nos estrechó las manos.

—La Reina está terriblemente consternada —nos comunicó. Tenía un leve acento extranjero, pronunciaba las erres como si tuviera frenillo:
Ggueina. Tegguiblemente
—. Franz era uno de sus predilectos. Tiene muchos sobrinos, pero Franz la hacía reír. Deben hallar a los que le hicieron esto.

—Haré cuanto esté en mi mano —replicó mi amigo.

—He leído sus monografías —continuó el príncipe Alberto—. Fui yo quien sugirió que debían consultar con usted. Espero no haberme equivocado.

—Yo también lo espero —respondió mi amigo.

Entonces, se abrió la gran puerta y nos condujeron hacia la oscuridad y ante la Reina.

La llamaban Victoria, porque nos había derrotado en una batalla librada setecientos años antes, y también Gloriana, porque era gloriosa, y la llamaban la Reina, porque la laringe humana no está configurada para pronunciar su verdadero nombre. Era inmensa, más de lo que hasta ese momento había creído posible y nos observaba desde las sombras, inmóvil.

Deben rezsolver ezste cazso.
La voz venía de entre las sombras.

—Por supuesto, Señora —replicó mi amigo.

Una extremidad se enroscó y me señaló directamente.

Acérquezse.

Yo quería echar a andar, pero mis piernas no se movieron. Mi amigo vino en mi rescate. Me cogió del codo y avanzó conmigo hacia Su Majestad.

No ezs para tener miedo. Ezs para zsentirzse bien. Ezs para hacernozs compañerozs.

Eso fue lo que me dijo. Tenía una preciosa voz de contralto, que iba acompañada de un leve zumbido. Entonces, aquella extremidad se desenroscó y se extendió y la Reina me tocó en el hombro. Por un momento, pero sólo un momento, sentí un dolor más intenso y más profundo que cualquier otro dolor que yo haya experimentado y, a continuación, el dolor desapareció y una sensación de bienestar se apoderó de todo mi cuerpo. Sentí que los músculos de mi hombro se relajaban y, por primera vez desde Afganistán, dejó de dolerme el brazo.

Acto seguido, le llegó el turno a mi amigo. Victoria le habló, pero no pude escuchar sus palabras; pensé que quizá la mente de la Reina se estaba comunicando directamente con la de mi amigo, y me pregunté si sería ese el famoso Consejo de la Reina, del que tanto se habla en los libros de historia. Mi amigo le replicó en voz alta:

—Con toda certeza, Señora. Puedo asegurarle que anoche había dos hombres más, aparte de su sobrino, en aquella habitación de Shoreditch. Las huellas resultaban algo confusas, pero no dejaban lugar a dudas.

Y después:

—Sí, lo comprendo... Eso creo... Sí.

Cuando salimos del palacio, mi amigo estaba algo taciturno, y no me dirigió la palabra en el trayecto hasta Baker Street.

Había anochecido ya, y me pregunté cuánto tiempo habríamos estado en palacio.

Unos jirones de niebla cargada de hollín atravesaban la calle y el cielo de parte a parte.

Cuando llegamos a Baker Street, al mirarme en el espejo de mi alcoba, me percaté de que aquella marca blanca que tenía en el hombro había adquirido un tono rosado. Confié en que no fuera cosa de mi imaginación, o el efecto de la luz de la luna que entraba por la ventana.

4. La representación

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El que mi amigo fuera un consumado maestro en el arte del disfraz no debiera haberme sorprendido, pero el caso es que me sorprendió. A lo largo de los diez días siguientes, fueron desfilando por Baker Street una extraña recua de personajes: un anciano chino, un joven libertino, una oronda pelirroja cuya antigua profesión resultaba extraordinariamente fácil de adivinar, y un venerable ancianito, con el pie inflamado y cubierto por un vendaje a causa de la gota. El ritual era siempre el mismo: el personaje entraba en la casa, se dirigía a la alcoba de mi amigo y, con el ritmo vertiginoso de un vodevil, aparecía éste.

Nunca me contaba lo que había estado haciendo, prefería relajarse con la mirada fija en un punto del espacio, tomando notas de tanto en tanto en cualquier papel que tuviera a mano en ese momento; notas que para mí resultaban francamente ininteligibles. Parecía tan ensimismado que llegué a preocuparme por su salud. Y entonces, una tarde, volvió a casa vestido con sus propias ropas, con una sonrisa radiante en la cara, y me preguntó si me gustaba el teatro.

—¿Y a quién no? —le respondí.

—En tal caso, corra a buscar sus prismáticos —me dijo—. Nos vamos a Drury Lane.

Yo esperaba que fuéramos a ver una opereta, o algo por el estilo, pero en lugar de eso me encontré en el que debía de ser, sin duda alguna, el peor teatro de todo Londres, por muchas campanillas que tuviera su nombre. Para ser sincero, difícilmente podía decirse que estuviera en Drury Lane, pues estaba situado al final de Shaftesbury Avenue, muy cerca del suburbio de Saint Giles. Siguiendo el consejo de mi amigo, puse mi billetera a buen recaudo e, imitando su ejemplo, cogí un bastón bien recio.

Una vez acomodados en nuestras butacas de platea (le había comprado una naranja por tres peniques a una encantadora jovencita que las vendía a la entrada, y me entretuve succionando su jugo mientras esperábamos), mi amigo me dijo, en voz baja:

—Puede considerarse afortunado por no haber tenido que acompañarme a un antro de juego o a un burdel. O a algún manicomio, otro de los sitios que gustaba de visitar el príncipe Franz, según he averiguado. Pero a ninguno de los lugares que visitaba volvía por segunda vez. A ninguno excepto...

La orquesta empezó a tocar, y se alzó el telón. Mi amigo se quedó callado.

Era un buen espectáculo, en su estilo, que constaba de tres representaciones de un solo acto. Entre una y otra, interpretaban canciones cómicas. El solista masculino, un hombre alto y con aire melancólico, tenía una hermosa voz; la solista femenina era elegante y su voz llenaba el auditorio; el caricato interpretaba los recitativos con mucha gracia.

El primer número era una comedia frívola basada en el equívoco: el actor principal interpretaba a dos hermanos gemelos que no se conocían pero que, por una sucesión de cómicas desventuras, acababan prometiéndose en matrimonio a la misma joven, que, irónicamente, creía estar comprometida con un único hombre. Las puertas se abrían y se cerraban continuamente para que el actor pudiera cambiar de caracterización.

En el segundo número, se escenificaba la patética historia de una desamparada huerfanita que vendía violetas bajo la nieve, hasta que al final, su abuela la reconocía y le decía a todo el mundo que aquella huerfanita era en realidad el bebé que unos bandidos habían secuestrado años atrás, pero ya era demasiado tarde, y la pobre niña moría de frío. Debo confesar que tuve que enjugarme las lágrimas de los ojos en más de una ocasión.

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