Authors: Neil Gaiman
—Cinco minutos más y no me pilla —le dijo el tipo de la grúa. Arrojó el cigarrillo a un charco que había en la calzada—. Vamos allá. Déjeme su tarjeta del seguro y una tarjeta de crédito.
El hombre se llevó la mano al bolsillo para sacar la cartera. Puso cara de asombro. Buscó en los bolsillos laterales.
—Mi cartera —exclamó. Volvió a mi coche, abrió la portezuela del copiloto y se inclinó para echar un vistazo. Encendí la luz. Tanteó el asiento donde había estado sentado—. Mi cartera. —Su voz tenía ahora un tono lastimero.
—La tenías en la mano mientras hablabas con el portero de noche, en el motel —le recordé.
—Mierda. Me cago en Dios y en la Virgen bendita.
—¿Hay algún problema? —gritó el tipo de la grúa.
—Vale —dijo el antropólogo dirigiéndose a mí—. Vamos a hacer una cosa. Vuelve al motel. Debo de haberme dejado la cartera sobre el mostrador de recepción. La coges y me la traes aquí. Yo intentaré entretenerle mientras. Cinco minutos, sólo tardarás cinco minutos. —Y al ver la expresión de mi cara, añadió—: Recuerda: la gente entra en tu vida por alguna razón.
Me encogí de hombros, pensando quién me habría mandado a mí meterme en aquel jardín.
El antropólogo cerró la portezuela y me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba.
Me hubiera gustado poder largarme y dejarle allí tirado, pero era demasiado tarde para eso, ya había dado la vuelta para volver al motel. El portero de noche me dio la cartera y me explicó que se había dado cuenta apenas cinco minutos después de que nos marcháramos.
Abrí la cartera. Todas las tarjetas de crédito estaban a nombre de Jackson Anderton.
Tardé media hora en encontrar el camino de vuelta y, al llegar, ya era completamente de día. El de la grúa se había marchado ya. La luna trasera del Honda Accord estaba rota, y la portezuela del conductor estaba abierta. Pensé que quizá no fuera el mismo coche, que a lo mejor me había equivocado de camino y había acabado en otro sitio; pero vi en el asfalto de la carretera las colillas de los cigarrillos que fumaba el tipo de la grúa y, un poco más allá, en la cuneta, un maletín abierto, vacío, y, al lado, una carpeta de papel manila que contenía quince folios escritos a máquina, el resguardo de una reserva en el hotel Marriot de Nueva Orleans pagada por adelantado y a nombre de Jackson Anderton, y una caja con tres condones —estriados, para intensificar el placer.
En la portada podía leerse lo siguiente:
«Así era como describían a los zombis: cuerpos sin alma, muertos vivientes. Estuvieron muertos y, después, fueron compelidos a volver a la vida.» Hurston.
Tell My Horse.
Me llevé la carpeta de papel manila, pero dejé el maletín allí mismo. Subí a mi coche y continué en dirección al sur, bajo un cielo de nácar.
La gente entra en tu vida por alguna razón. Cierto.
No lograba sintonizar ninguna emisora en la radio. Finalmente, pulsé el botón de sintonización automática y dejé que la radio siguiera buscando de canal en canal, pasando a toda velocidad de la música góspel a los viejos éxitos musicales, y de ahí a una lectura comentada de la Biblia, y después a un programa sobre sexo, y a continuación a la música
country;
tres segundos en cada emisora con mucho ruido entre medias.
...Lázaro, que estaba muerto, no lo dudéis, estaba muerto, y Jesús lo devolvió a la vida para que comprendiéramos, y esto es importante, para que comprendiéramos...
Lo que yo llamo un dragón chino, ¿puedo contar esto en la radio? Mientras, a ver, mientras te la estás follando, le giras la cabeza, y le sueltas el chorro en todas las narices, yo me parto el culo de risa...
Si vienes a casa esta noche, yo estaré acechando en la oscuridad, esperando a mi mujer con mi botella y mi escopeta...
Cuando Jesús te pregunta si estarás allí, ¿estarás allí? Nadie conoce el día ni la hora así que ¿estarás allí?...
El presidente reveló hoy públicamente una iniciativa...
Recién hecho cada mañana. Para ti, para mí. Cualquier día. Porque lo molemos cada día...
Y seguía, y seguía. Yo no prestaba atención, simplemente seguía conduciendo.
A medida que te acercas al sur, la gente se vuelve más agradable. Te sientas a comer algo, con tu comida y tu café, y la gente te cuenta cosas, te pregunta, te sonríe y asiente.
A la hora de cenar, paré en un bar de carretera y pedí pollo frito con ensalada de col y maíz, y una de las camareras me sonrió. La comida no me sabía a nada, pero imaginé que era cosa mía más que del cocinero.
Saludé a la camarera con un gesto de la cabeza y ella pensó que le estaba pidiendo más café. Era muy amargo, pero eso me gustaba. Al menos sabía a algo.
—Por su aspecto —me dijo la camarera—, yo diría que es usted un hombre culto. ¿Puedo preguntarle a qué se dedica? —Eso fue exactamente lo que me dijo. Palabra por palabra.
—Naturalmente que puede —repliqué, sintiéndome como poseído y cordialmente pomposo, al estilo de W. C. Fields o el profesor chiflado (el gordo, no el que interpretó Jerry Lewis, aunque en realidad yo no tengo sobrepeso)—. Verá usted, señorita, soy... antropólogo. Voy de camino a Nueva Orleans para asistir a un congreso donde tendré ocasión de compartir con mis colegas los resultados de mis últimas investigaciones y escuchar sus posibles sugerencias. En definitiva, el propósito es ponernos al día de nuestros respectivos avances y compartir nuestras inquietudes.
—Lo sabía —dijo—, es lo primero que pensé nada más verle: profesor. O eso, o dentista.
La mujer me sonrió de nuevo. Pensé en quedarme para siempre en aquel pueblecito, y venir al bar a desayunar y a cenar todos los días. Beber aquel café tan fuerte y ver esa misma sonrisa a diario hasta que se terminaran el café, el dinero y los días.
Sin embargo, me limité a dejarle una generosa propina a la camarera y volví a echarme a la carretera.
2. «La lengua me trajo hasta aquí»
Todos los hoteles de Nueva Orleans estaban al completo, y también los de los alrededores. La ciudad estaba abarrotada de gente que había venido al festival de jazz. Hacía demasiado calor para dormir en el coche, y aun si hubiera estado dispuesto a soportar el calor y dormir con la ventanilla abierta, no me habría sentido seguro. Nueva Orleans es una ciudad auténtica, que es más de lo que puedo decir de la mayoría de las ciudades en las que he vivido, pero es una ciudad peligrosa, no se puede confiar uno.
Olía a choto, y me picaba todo el cuerpo. Quería darme un baño y dormir un poco, y que el mundo entero se detuviera mientras tanto.
Fui probando en todos los hoteles de mala muerte que vi y, por fin, hice lo que sabía que acabaría haciendo: volví al centro de la ciudad y dejé el coche en el aparcamiento del hotel Marriot, en Canal Street. Sabía que allí tendrían, al menos, una habitación libre. Y yo tenía el recibo de la reserva en la carpeta de papel manila.
—Necesito una habitación —le dije a una de las recepcionistas.
Apenas se dignó mirarme.
—Estamos al completo —me dijo—. No habrá vacantes hasta el jueves.
Necesitaba afeitarme, ducharme y descansar. «¿Qué es lo peor que puede pasar? —pensé—. ¿Que me diga: "lo siento, ya se ha registrado usted"?»
—Tengo una reserva, la universidad efectuó el pago por adelantado. Soy el señor Anderton.
La mujer asintió, tecleó el nombre en el ordenador, y preguntó: «¿Jackson?». A continuación, me entregó la llave de la habitación y firmé en el libro de registro. La mujer me indicó dónde estaban los ascensores.
Un hombre bajito, con una sombra de barba blanca, el pelo recogido en una coleta y cara de halcón se aclaró la garganta mientras esperábamos a que llegara el ascensor.
—Tú eres Anderton, de Hopewell, ¿verdad? —me dijo—. Fuimos vecinos en la
Revista de herejías antropológicas.
Llevaba puesta una camiseta que decía: «Los antropólogos lo hacen mientras les mienten».
—¿En serio?
—En serio. Soy Campbell Lakh, de la Universidad de Norwood y Streatham. La antigua Politécnica de North Croydon, en Inglaterra. Yo escribí aquel artículo sobre espíritus errantes y dobles fantasmagóricos en la mitología nórdica.
—Me alegro de conocerte —dije, y le estreché la mano—. No tienes acento londinense.
—Será porque soy de Birmingham —me explicó, y añadió—: Qué raro que no hayamos coincidido nunca en esta clase de eventos.
—Es el primer congreso al que asisto —le dije.
—En tal caso, no te separes de mí —me dijo—, yo te cuidaré. Todavía recuerdo mi primer congreso, estaba acojonado, tenía un miedo espantoso de hacer cualquier cosa que pudiera dejarme en ridículo delante de todos mis colegas. Pararemos en el entresuelo para coger nuestras cosas y luego nos acicalaremos un poco. Debía de haber unos cien bebés en el avión, qué infierno. Se han pasado todo el vuelo llorando, cagando y vomitando; eso sí, por turnos. En ningún momento ha habido menos de diez berreando.
Nos bajamos en el entresuelo y cogimos nuestro equipaje y la programación.
—No olviden apuntarse al paseo por los lugares mágicos —nos recomendó la risueña encargada del puesto de información—. Organizamos visitas guiadas por los lugares mágicos del viejo Nueva Orleans todas las noches. Las plazas están limitadas, no más de quince personas por grupo, así que apúntense cuanto antes.
Me di un baño, lavé mi ropa en el lavabo y la tendí.
Todavía desnudo, me senté en la cama y examiné el contenido del maletín de Anderton. Ojeé el trabajo que iba a presentar en el congreso, pero sin prestar demasiada atención.
Al dorso de la página cinco, y con letra muy pequeña pero más o menos legible, había anotado algo:
En un mundo verdaderamente perfecto sería posible follar con alguien sin tener que entregarle una parte de tu corazón. Y cada beso embriagador y cada caricia es otro fragmento de corazón que jamás volverás a ver.
Hasta que seguir caminando (¿cavilando? ¿cocinando?) sólo se convierte en algo insoportable.
Cuando me pareció que la ropa estaba suficientemente seca, me la volví a poner y bajé al bar del hotel. Campbell ya estaba allí. Se estaba tomando un
gin-tonic
—o, más bien, una ginebra con una botella de tónica al lado.
Tenía en la mano el programa de actos y había señalado con un círculo las conferencias y mesas redondas a las que quería asistir. («Regla número uno: todo evento programado para antes de las doce de la mañana, directamente a tomar por saco, a menos que seas tú el ponente, claro», me explicó.) Me señaló mi conferencia en el programa, la tenía señalada con un círculo.
—Es la primera vez que lo hago —le dije—. Presentar una ponencia en un congreso.
—Es una gilipollez, Jackson —dijo—. Una gilipollez, ya lo verás. ¿Sabes lo que hago yo?
—No, ¿qué?
—Pues, simplemente, me pongo en pie y la leo. Luego la gente te hace preguntas y tú te tiras el rollo. Pero con convicción, no vayas a columpiarte. Esa parte es la más divertida. Cuando te tiras el rollo. Es una gilipollez.
—No se me da muy bien eso de... tirarme el rollo —le dije—. Demasiado sincero, me temo.
—Entonces, asientes con la cabeza y le felicitas por la perspicacia de su pregunta. Luego le explicas que lo que has leído es sólo una sinopsis y que en la versión extensa abordas esa cuestión en profundidad. Y si el tío es un tocapelotas y se empeña en buscarte las vueltas, te indignas muy ostentosamente y le dices que, como antropólogo, no te importa en absoluto si la cuestión resulta fácil de creer o no, lo que te importa es la verdad.
—¿Y eso funciona?
—Pues claro que funciona. Hace unos años di una conferencia sobre los orígenes de las sectas Thugee en las filas del ejército persa (que es precisamente por lo que dentro de la secta había tanto musulmanes como hindúes, dicho sea de paso; el culto de Kali se introdujo más adelante). Parece que empezó como una especie de sociedad secreta maniquea...
—¿Todavía sigues mareando a la gente con esas estupideces?
Era una mujer alta y de tez pálida, con un mechón de cabello blanco y un atuendo provocativo, estudiadamente informal y, sobre todo, demasiado caluroso para aquel clima. Pensé que seguramente iba a todas partes en bici, una bici de paseo de esas que tienen un cestillo de mimbre en el manillar.
—¿Mareando yo? Estoy escribiendo un libro sobre ello —le espetó el inglés—. En fin. Y cambiando de tema, ¿quién se viene conmigo al barrio francés a disfrutar del auténtico sabor de Nueva Orleans?
—Yo paso —dijo la mujer, con gesto despectivo— ¿No me presentas a tu amigo?
—Es Jackson Anderton, de Hopewell.
—¿El de la ponencia sobre las zombis que iban vendiendo café? —sonrió—. Lo he visto en el programa. Parece fascinante. Una herencia rica y valiosa la de Zora, ¿no?
—Y no te olvides de
El Gran Gatsby
—apostillé.
—¿Hurston conoció a Francis Scott Fitzgerald? —preguntó la ciclista—. No tenía ni idea. A veces olvidamos lo pequeño que era el mundillo literario neoyorquino en aquella época, y que un Genio tenía entonces el poder de derribar el muro de la segregación.
El inglés bufó.
—¿Derribar? Qué estupidez. La pobre mujer murió en la más absoluta miseria, y se ganaba la vida fregando suelos en Florida. Nadie conocía su trabajo, y mucho menos que había colaborado con Fitzgerald en la redacción de
El Gran Gatsby.
Es patético, Margaret.
—La posteridad compensa al fin todos esos agravios —sentenció la mujer, y se marchó.
Campbell se quedó contemplándola.
—Cuando sea mayor —dijo—, quiero ser como ella.
—¿Por qué?
Me miró.
—Me gusta tu actitud. Tienes toda la razón. Algunos escribimos
best sellers,
otros los leemos, unos se llevan las medallas y otros no. Lo importante es ser humano, ¿no crees? Ser una buena persona. Estar vivo. —Me palmeó la espalda—. Venga. Hay un interesantísimo fenómeno antropológico sobre el que he estado leyendo en internet y quiero enseñártelo esta misma noche. Es algo que probablemente no podrás ver nunca en Rata Muerta, Kentucky.
Id est,
mujeres que en circunstancias normales no enseñarían las tetas ni por un millón de dólares y que aquí las enseñan delante de todo el mundo a cambio de un puñado de abalorios de plástico.
—Un medio de pago universal —repliqué—. El abalorio.