Authors: Neil Gaiman
—Hostia —exclamó—. Buen tema para un artículo. Venga, ¿has probado alguna vez los chupitos de gelatina, Jackson?
—No.
—Yo tampoco. Seguro que son repugnantes. Vayamos a comprobarlo.
Pagamos las copas. Tuve que recordarle que debía dejar una propina.
—Por cierto —le dije—, ¿cómo se llamaba la mujer de Scott Fitzgerald?
—Zelda. ¿Por qué?
—Por nada —contesté.
Zelda. Zora. Qué más da. Nos marchamos.
3. «Nada, como todo, sucede en ninguna parte»
Eran las doce, minuto arriba minuto abajo. Estábamos en un bar de Bourbon Street, yo y el antropólogo inglés, que había invitado a dos morenas a tomar unas copas —copas de verdad, allí no servían chupitos de gelatina—. Las dos morenas se parecían tanto que podrían haber sido hermanas perfectamente. Una llevaba un lazo rojo en el pelo y la otra, un lazo blanco. Parecían salidas de un cuadro de Gaugin, sólo que Gaugin las habría pintado con los pechos desnudos, y sin aquellas calaveras de plata que adornaban sus orejas. Se reían mucho.
Habíamos visto pasar a un grupo de colegas liderados por un guía que llevaba un paraguas negro. Fui yo quien se los señaló a Campbell.
La morena del lazo rojo levantó una ceja.
—Están haciendo el recorrido del Nueva Orleans Encantado. Pero te voy a decir una cosa: para fantasmas y muertos, los que hay aquí. Mucho mejor ir a la caza de los vivos.
—¿Me estás diciendo que los turistas están vivos? —bromeó la otra.
—Llegan vivos —replicó la primera, y estallaron en carcajadas.
Se reían mucho.
La morena del lazo blanco se moría de risa en cuanto Campbell abría la boca. Le decía: «Di joder otra vez», y él lo repetía con su acento británico, y la morena lo repetía intentando copiar el acento, y él la corregía y lo repetía de nuevo, pero ella no percibía la diferencia, y venga a reírse otra vez.
Después de un par de copas, o puede que tres, Campbell la cogió de la mano y se la llevó hacia el fondo del bar. En aquella zona apenas había luz y se oía la música, y había otra pareja bailando; o, al menos, moviéndose de un lado a otro muy agarrados.
Yo no me moví de mi sitio, me quedé con la morena del lazo rojo.
—¿Tú también trabajas en la discográfica? —me preguntó.
Asentí con la cabeza. Eso era lo que Campbell les había dicho. «Odio tener que contarle a la gente que soy un puto profesor», me confesó mientras las dos morenas se iban al baño. Sin cortarse lo más mínimo, les había dicho que fue él quien descubrió a Oasis.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
—Soy santera. Lo llevo en la sangre, mi padre era brasileño y mi madre mitad cherokee mitad irlandesa. En Brasil todos hacen el amor con todos y tienen bebés mestizos que son preciosos. Allí todos descienden de esclavos negros y de indios, mi padre tiene incluso antepasados japoneses. Su hermano, o sea mi tío, parece japonés. Mi padre es un hombre guapísimo. La gente cree que fue él quien me metió en la santería, pero no, fue mi abuela, decía que era cherokee, pero la vi en unas fotos antiguas y era mentira. Con tres añitos hablaba con los muertos, con cinco vi a un perro negro enorme, como una Harley Davidson, que iba siguiendo a un señor que pasaba por la calle; nadie más lo veía, sólo yo, y cuando se lo dije a mi madre, ella se lo contó a mi abuela, y entonces dijeron, «tiene que saberlo, tiene que aprender». Me enseñaron desde pequeñita.
»A mí nunca me han dado miedo los muertos. Los muertos no pueden hacerte daño, ¿lo sabías? Hay muchas cosas en esta ciudad que son muy peligrosas. Los vivos son peligrosos. Pueden hacerte mucho daño.
Me encogí de hombros.
—En esta ciudad todo el mundo se acuesta con todo el mundo, ¿sabes? Nos gusta hacer el amor. Es algo que hacemos para demostrar que seguimos estando vivos.
Me pregunté si sería una insinuación. No lo parecía.
—¿Tienes hambre? —me preguntó.
Yo le dije que un poco.
—Conozco un sitio por aquí donde hacen el mejor quingombó de Nueva Orleans. Vamos.
—Tengo entendido que en esta ciudad es mejor no aventurarse solo por ahí de noche —le dije.
—Y es verdad —replicó—, pero no vas solo, vas conmigo. Yendo conmigo no te pasará nada.
En la calle, unas cuantas universitarias enseñaban las tetas a la gente desde los balcones. Cada vez que asomaba un pezón, los mirones aplaudían y se ponían a tirarles collares de plástico. La morena del lazo rojo me había dicho su nombre antes, pero ahora era incapaz de recordarlo.
—Antes, esta gilipollez sólo se hacía durante el Mardi Gras —me explicó—. Pero a los turistas les encanta, así que son los propios turistas quienes montan el espectáculo para otros turistas. Los de aquí pasan —y añadió—: si te entran ganas de mear, dímelo.
—Vale. ¿Por qué?
—Porque casi todos los turistas que se meten en líos, lo hacen cuando se meten en un callejón para mear. Una hora después, se despiertan en el Pirate's Alley con una brecha en la cabeza y la cartera vacía.
—Lo tendré en cuenta.
La morena me señaló un callejón brumoso y desierto.
—Ni se te ocurra meterte ahí —me previno.
Fuimos a parar a un bar en el que había mesas para comer. Había un televisor encendido en el que se podía ver el programa de Jay Leno, pero sin sonido y con subtítulos; eran unos subtítulos muy raros, las palabras se mezclaban con números y fracciones. Pedimos una ración de quingombó para cada uno.
Francamente, esperaba más del mejor quingombó de Nueva Orleans. Resultaba completamente insípido. No obstante, me lo comí todo porque necesitaba echarme algo al estómago; llevaba todo el día en ayunas.
De repente entraron tres tipos. Uno se movía con mucha discreción, otro se pavoneaba y el tercero arrastraba los pies al andar. El primero iba vestido como un enterrador Victoriano, con sombrero de copa incluido. Su piel era pálida como la del vientre de un pez; su cabello, largo y grasiento; y en su larga barba se habían enredado algunas cuentas plateadas. El segundo cubría sus negras ropas con un largo guardapolvo de cuero negro. Tenía la piel negra, muy negra. El tercer hombre, el que caminaba arrastrando los pies, no pasó de la puerta. No pude verle bien la cara, ni distinguir de qué raza era: lo poco que alcancé a ver de su piel era de un color grisáceo. El pelo, completamente lacio, le tapaba la mayor parte de la cara. Al mirarle, me dieron escalofríos.
Los dos hombres venían directos hacia nuestra mesa y, por un momento, temí que fueran a hacerme algo, pero me ignoraron por completo. Miraron a la morena del lazo rojo y la besaron en la mejilla. Se pusieron a hablar de unos amigos comunes y a preguntar quién le había hecho qué a quién en qué bar. Me recordaban al zorro y al gato de
Pinocho.
—¿Qué ha sido de esa novia tan guapa que tenías? —le preguntó al negro la morena.
El tipo sonrió sin alegría ninguna.
—Dejó una cola de ardilla en la tumba de mi familia.
La morena frunció los labios.
—Pues entonces estás mucho mejor sin ella.
—Eso mismo digo yo.
Miré con discreción al que me daba escalofríos. Era francamente desagradable, flaco como un yonqui y con los labios grises. Estaba mirando al suelo y casi no se movía. Me pregunté qué demonios tendrían en común aquellos tres tipos: el zorro, el gato y el fantasma.
Entonces el otro hombre, el blanco, cogió la mano de la morena y la besó, le hizo una reverencia, alzó una mano para despedirse de mí, y se marcharon los tres.
—¿Amigos tuyos?
—Gente peligrosa —me dijo—. Macumba. No tienen amigos.
—¿Y qué le pasa al tipo que estaba en la puerta? ¿Está enfermo?
La morena vaciló un momento y negó con la cabeza.
—No exactamente. Ya te lo contaré cuando llegue el momento.
—Cuéntamelo ahora.
En la tele, Jay Leno entrevistaba a una rubia muy delgada. EST NO .OLO TO A PELÍCULA, rezaba el subtítulo. ASÍ C.PRA S VE. N LA F!GURA? Cogió una muñeca que había sobre la mesa, hizo como si mirara por debajo de su falda para asegurarse de que su anatomía estaba en orden. [RISAS], indicaba el subtítulo.
La morena se acabó su quingombó, lamió la cuchara con su rojísima lengua y la dejó dentro del cuenco.
—Hay muchos adolescentes que vienen a parar a Nueva Orleans. Unos porque han leído las novelas de Anne Rice y se creen que esto está lleno de vampiros. Y otros, porque sus padres les maltratan o, simplemente, porque se aburren. Son como esos gatos callejeros que viven en las alcantarillas. Se ha descubierto una nueva raza de gatos que vive en las alcantarillas de Nueva Orleans, ¿lo sabías?
—No.
RIÑA S]
[7]
, rezaba el subtítulo, pero Jay seguía sonriendo de oreja a oreja mientras daba paso a la publicidad. A continuación, el anuncio de un coche.
—Pues el tipo de la puerta era un chaval de esos, sólo que él tenía un sitio donde dormir. Era un buen chico. Vino desde Los Ángeles a dedo. Sólo quería que le dejasen en paz para fumarse sus porritos, escuchar sus cintas de The Doors, estudiar magia del caos y leer las obras completas de Aleister Crowley. También le gustaba que se la chuparan. Le daba un poco igual quién se la chupara, no era especialmente selectivo. Era un chico lleno de vida y energía, como se suele decir.
—Mira —exclamé—. Era Campbell. Lo acabo de ver pasar por ahí delante.
—¿Campbell?
—Mi amigo, el del bar.
—¿El productor musical? —preguntó, con sorna. Inmediatamente, pensé: «Lo sabe. Sabe perfectamente a qué se dedica».
Dejé un billete de veinte y otro de diez sobre la mesa y nos marchamos a ver si le alcanzábamos. Pero ya no estaba.
—Creí que estaba con tu hermana —le dije.
—No es mi hermana —me aclaró—. No tengo ninguna hermana. Soy hija única.
Doblamos la esquina y fuimos engullidos por una gigantesca ola de turistas que armaban un jaleo espantoso. Desaparecieron de manera igualmente repentina, sólo quedaron unos cuantos desperdigados por la calle. Una chica de diecisiete o dieciocho años vomitaba junto a la acera; a su lado, un chico un poco mayor que ella le sujetaba el bolso y un mini de cerveza a medio beber.
La morena del lazo rojo se había esfumado también. Deseé poder recordar su nombre o, al menos, el nombre del bar donde nos habíamos conocido.
Quería haberme marchado esa misma noche, coger la interestatal para ir a Houston y, desde allí, a México, pero estaba muy cansado y bastante borracho, de modo que volví al hotel y al día siguiente amanecí en el Marriott. La ropa de la noche anterior olía a perfume y a sudor.
Me puse una camiseta y unos pantalones, bajé a la tienda de regalos del vestíbulo y me compré un par de camisetas nuevas y dos pantalones cortos. En la tienda me encontré con la antropóloga de la noche anterior, la de la bicicleta, que estaba comprando Alka-Seltzer.
—Han cambiado de sitio tu conferencia —me dijo—. A la sala Audubon. Sólo faltan veinte minutos, y deberías cepillarte los dientes. Tus amigos no te van a decir nada, pero yo apenas le conozco, señor Anderton, así que puedo decírtelo con toda sinceridad.
Compré también un cepillo de dientes y un tubo de pasta. No me hacía ninguna gracia aumentar mis posesiones, se suponía que debería ir deshaciéndome de ellas. Necesitaba volverme transparente, no poseer absolutamente nada.
Subí a mi habitación, me cepillé los dientes y me puse la camiseta del festival de jazz. A continuación, ya fuera porque no tenía otra elección, o porque estaba condenado a compartir con mis colegas los resultados de mis últimas investigaciones y escuchar sus posibles sugerencias, o porque estaba casi seguro de que Campbell estaría entre el público y quería despedirme de él antes de marcharme, cogí los papeles y bajé a la sala Audubon, donde había ya quince personas esperándome. Campbell no estaba entre ellas.
No sentía la más mínima inquietud. Saludé a la concurrencia y empecé a leer por la primera página.
Comenzaba con otra cita de Zora Neale Hurston:
—Se habla de zombis adultos que salen por las noches a hacer el mal. Pero también se habla de niñas-zombi cuyos amos las obligan a salir cada mañana, justo antes del amanecer, para vender paquetitos de café tostado. Con las primeras luces del día, empiezan a oírse sus voces anunciando: «Café grillé», pero sólo puedes ver a las niñas si las llamas para comprarles su mercancía. Entonces, la pequeña zombi se hace visible y sube por las escaleras.
A partir de ahí, Anderton continuaba con su exposición, intercalando citas de algunos contemporáneos de la Hurston, varios fragmentos de viejas entrevistas efectuadas a unos cuantos haitianos todavía más viejos y, en general, saltando de conclusión en conclusión y convirtiendo meras fantasías en conjeturas y suposiciones para, finalmente, transformarlos en hechos.
Hacia la mitad de la conferencia, llegó Margaret —la de la bicicleta— y se quedó mirándome. Empecé a pensar: «Lo sabe. Sabe que no soy Anderton. Fijo que lo sabe». Pero continué leyendo. ¿Qué otra cosa podía hacer si no?
Cuando terminé, les invité a preguntar.
Alguien me preguntó sobre los trabajos de campo de Zora Neale Hurston. Le dije que era una excelente pregunta y que, en realidad, la conferencia era una mera síntesis de un artículo más extenso en el que sí abordaba en profundidad esa cuestión.
Otra de las asistentes, una señora gorda, se puso en pie y declaró que las niñas-zombi no eran más que un mito: las drogas y el polvo zombi aturden e inducen un trance similar a la muerte, pero su eficacia se basa sobre todo en la autosugestión —tú mismo te convences de que ahora eres un muerto y careces de voluntad propia—. Y preguntó: ¿Cómo es posible inducir a un niño de cuatro o cinco años a creer algo así? Es imposible. Ese cuento de las niñas-zombi no es más que un bulo, como aquel de la cuerda india
[8]
, una vulgar leyenda urbana.
Personalmente, estaba completamente de acuerdo con ella, pero asentí con la cabeza y le dije que comprendía su punto de vista y que, desde mi perspectiva como antropólogo, lo importante no es si la cuestión resulta fácil de creer o no, sino la verdad.
La gente me aplaudió, y a la salida se me acercó un tipo con barba para preguntarme si podía darle una copia de mi artículo para publicarlo en la revista que dirigía. De pronto pensé que había hecho bien en ir a Nueva Orleans, porque así la carrera de Anderton no se vería perjudicada por no haber podido presentar su ponencia.