Objetos frágiles (34 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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Jueves 31

Había arándanos silvestres junto a la carretera. Un hilo rojo se había quedado enganchado en sus ramas. Me asusta pensar que quizás esté buscando algo que ya no existe. A lo mejor nunca existió.

He hablado con una mujer a la que amaba hoy, en una cafetería en mitad del desierto. Trabaja allí de camarera, muchos años atrás.

—Pensé que yo era tu destino —me dijo—. Pero se ve que no fui más que otra escala en el camino.

No tuve ocasión de explicarme. Ella no podía oírme. Debería haberle preguntado si sabía dónde podía encontrar a Scarlet.

Viernes 32

Anoche soñé con Scarlet. Era enorme, estaba furiosa y venía a por mí. En mi sueño sabía qué aspecto tenía. Cuando desperté estaba en una furgoneta aparcada en el arcén. Tras el cristal de la ventanilla había un hombre que me enfocaba con una linterna. Me llamó «señor» y me pidió que me identificara.

Le dije quién creía que era yo y a quién iba buscando. El hombre se rio y se marchó sin más, meneando la cabeza. Iba tarareando una canción que yo no conocía. Me puse al volante y seguí conduciendo hacia el sur toda la mañana. A veces temo que esto llegue a convertirse en una obsesión. Ella viaja a pie. Yo voy en coche. ¿Por qué siempre me lleva ventaja?

Sábado 1

Me he encontrado una caja de zapatos en la que voy guardando cosas. He comido una hamburguesa pequeña con queso y un batido de chocolate en un McDonald's de Jacksonville, y he volcado el contenido de la caja de zapatos sobre la mesa: el hilo rojo que encontré enganchado en las ramas de aquellos arándanos; la postal, una polaroid que encontré en un descampado que olía a hinojo frente a Sunset Boulevard —en la foto hay dos chicas intercambiando secretos al oído, sus rostros están desenfocados—; una cinta de audio; un objeto dorado y brillante metido en una botellita que alguien me dio en Washington D.C.; unas cuantas páginas que he ido arrancando de libros y revistas. Una ficha de un casino. Mi diario.

—Ahora, cuando mueres —me dice una mujer morena que está sentada a la mesa de al lado—, te pueden transformar en diamante. Es algo científico. Así es como quiero que me recuerden. Quiero brillar.

Domingo 2

Los caminos por los que vagan los fantasmas están escritos en el suelo con viejas palabras. Los fantasmas nunca toman la interestatal. Prefieren caminar. ¿Será ése el camino por el que yo voy? A veces tengo la impresión de estar mirando a través de sus ojos. A veces siento como si ella estuviera mirando a través de los míos.

Estoy en Wilmington, Carolina del Norte. Escribo estas líneas en una playa vacía, la luz del sol se refleja en el mar, y yo me siento muy solo.

Somos nosotros quienes lo inventamos sobre la marcha, ¿no?

Lunes 3

Fue en Baltimore, yo estaba de pie en mitad de una acera bajo la suave lluvia de otoño preguntándome adónde iba. Me pareció ver a Scarlet en el interior de un vehículo que se dirigía hacia mí. Iba de pasajera. No logré verle la cara, pero tenía el cabello pelirrojo. La mujer que iba al volante del coche (una furgoneta de un modelo antiguo) era gorda y parecía feliz, tenía el cabello moreno y largo. Su piel era oscura.

Aquella noche dormí en casa de un tipo a quien no conocía. Cuando me desperté, dijo:

—Ella está en Boston.

—¿Quién?

—La mujer que andas buscando.

Le pregunté cómo lo sabía, pero no quiso decírmelo. Un rato después me pidió que me marchara y, en cuanto estuve listo, me marché. Quiero volver a casa. Si supiera dónde está, me iría. Pero en lugar de eso, vuelvo a la carretera.

Martes 4

A mediodía, cuando pasaba por Newark, vi a lo lejos la ciudad de Nueva York, bastante oscura de por sí gracias al polvillo negro que flota sobre sus edificios, empañada por la tormenta ahora que la noche se acerca. Bien podría estar contemplando el fin del mundo.

Creo que el mundo se acabará en blanco y negro, como una película antigua. (El cabello negro como ala de cuervo, cielo, la piel tan blanca como la nieve.) Es posible que mientras tengamos colores podamos seguir adelante. (Labios tan rojos como la sangre, sigo recordándomelo.)

Llegué a Boston a última hora de la tarde. De pronto me encuentro buscándola en espejos y escaparates. Algunos días recuerdo el momento en el que el hombre blanco llegó a esta tierra, y cuando los negros —encadenados— desembarcaron en estas costas. Recuerdo la época en la que los pieles rojas llegaron —caminando— hasta aquí, en un tiempo aún más lejano.

Recuerdo cuando sólo existía la tierra.

«¿Podrías vender a tu propia madre?» Eso fue lo que dijeron los primeros pobladores cuando les instaron a vender la tierra sobre la que caminaban.

Miércoles 5

Anoche me habló. Estoy seguro de que era ella. Pasaba por delante de una cabina de teléfonos en Metairie, Los Angeles. Oí que llamaban y levanté el auricular.

—¿Estás bien? —preguntó una voz.

—¿Quién llama? —pregunté yo a mi vez—. Quizá se ha equivocado usted de número.

—Es posible, sí —respondió ella—. Pero ¿estás bien?

—No lo sé —dije yo.

—Quiero que sepas que hay alguien que te ama —dijo. Y entonces supe que tenía que ser ella. Quería decirle que yo también la amaba, pero para entonces ya había colgado. Si es que era ella. Sólo estuvo allí un momento. Puede que se hubiera equivocado de número, pero no lo creo.

Estoy muy cerca ya. Le he comprado una postal a un vendedor ambulante que exponía sus artículos sobre una manta extendida en la acera, y con un lápiz de labios he escrito en ella: «Recuerda», para no olvidarlo nunca más, pero vino una ráfaga de viento y se lo llevó y, al menos de momento, supongo que seguiré caminando.

Cómo hablar con las chicas en las fiestas

—V
enga —dijo Vic—. Va a ser genial.

—No, no lo será —repliqué, aunque hacía horas que había perdido esta batalla, y lo sabía.

—Va a ser fantástico —insistió Vic, por enésima vez—. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Chicas! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja.

Ambos estudiábamos en un colegio masculino del sur de Londres. Mentiría si dijera que no teníamos experiencia en materia de chicas —Vic había tenido varias novias, y yo había besado a tres amigas de mi hermana—, pero lo cierto es que hablábamos y nos relacionábamos principalmente con otros chicos, y nos resultaba más difícil entenderlas a ellas. O por lo menos a mí. Es difícil hablar en nombre de otra persona, y llevo treinta años sin ver a Vic. No estoy seguro de si ahora sabría qué decirle.

Íbamos callejeando por el laberinto de calles secundarias que hay detrás de la estación de Croydon. Un amigo había hablado a Vic de una fiesta que alguien había organizado para esa noche, Vic estaba decidido a ir y le daba igual si yo quería o no (que no quería). Pero mis padres tenían un congreso y estarían fuera toda la semana, de modo que Vic me había invitado a pasar esos días en su casa y yo iba con él a todas partes.

—Pasará lo de siempre —le dije—. En menos de una hora tú estarás dándote el palo con la chica más guapa de la fiesta, y yo en la cocina, con la madre de alguien, aguantando un rollo tremendo sobre política, poesía o algo por el estilo.

—Sólo tienes que hablar con ellas —me dijo—. Me parece que es en aquella calle de allí. —Y se puso a gesticular alegremente, balanceando la bolsa de plástico en la que llevaba la botella.

—¿No sabes dónde es?

—Alison me explicó cómo llegar, y yo lo anoté en un papelito, pero me lo he dejado en la mesa del recibidor. Tranqui, tío. Fijo que la encuentro.

—¿Cómo? —Todavía era posible que no tuviera que ir a la dichosa fiesta.

—Seguimos la calle —me explicó, como si le estuviera hablando a un idiota— y vamos buscando una casa en la que haya una fiesta. Así de fácil.

Miré las casas por las que íbamos pasando, pero no veía ninguna fiesta: sólo un montón de casas con coches y bicicletas oxidadas en sus asfaltados jardines delanteros, y los polvorientos cristales de los quioscos de prensa, que olían a especias exóticas y vendían toda clase de cosas, desde tarjetas de cumpleaños y cómics de segunda mano hasta revistas pornográficas, tan pornográficas que venían envueltas en plástico. Yo había visto en una ocasión a Vic meterse una de aquellas revistas bajo el jersey, pero el dueño de la tienda le pilló y le obligó a devolverla.

Llegamos hasta el final de la calle y torcimos por una callejuela de casas adosadas. Todo estaba en silencio y aparentemente deshabitado.

—Para ti es muy fácil —le dije—, tú les gustas. No te hace falta ni hablar con ellas.

Y era cierto: con aquella sonrisa aniñada, podía permitirse escoger a la que más le gustara.

—Qué va. Tú hazme caso: tienes que hablar con ellas.

No recordaba haber hablado con ninguna de las amigas de mi hermana a las que había besado. Simplemente, habíamos coincidido en casa mientras esperaban a que llegara mi hermana y, en un momento dado, las había besado. No recuerdo que hubiéramos charlado. Yo no sabía de qué hablar con una chica, y así se lo expliqué.

—No son más que chicas —replicó Vic—. No vienen de otro planeta.

A medida que avanzábamos por la calle en curva, mis esperanzas de no encontrar la fiesta se fueron desvaneciendo: de una casa un poco más allá venía un sonido grave y trepidante, música amortiguada por muros y puertas. Eran las ocho ya, algo tarde si no tienes dieciséis años, y nosotros aún no los teníamos. Todavía no.

A mis padres les gustaba saber dónde andaba su hijo, pero no creo que a los padres de Vic eso les preocupara demasiado. Era el menor de cinco hermanos. Sólo ese hecho ya me parecía mágico: yo sólo tenía dos hermanas, ambas menores que yo, y me sentía al mismo tiempo único y solo. Siempre había deseado tener un hermano. Cuando cumplí los trece años dejé de pedir deseos a las estrellas fugaces, pero hasta ese momento, siempre deseaba un hermano.

Entramos por el jardín, pasamos por delante de un seto y de un solitario rosal y llegamos a la casa. Llamamos al timbre y una chica salió a abrirnos la puerta. No habría sabido decir qué edad tenía, y ésa era precisamente una de las cosas que detestaba de las chicas: de pequeños, no somos más que niños y niñas, y crecemos a la misma velocidad, todos vamos cumpliendo cinco, siete u once años. De repente, un buen día la cosa se acelera y las chicas nos dejan atrás; de pronto, saben todo lo que hay que saber, tienen la regla, les salen pechos y empiezan a maquillarse y Dios-sabe-que-más —yo, desde luego, no tenía ni idea—. Los gráficos del libro de biología no servían de mucho a la hora de enfrentarse a una joven adulta de carne y hueso. Porque eso es lo que eran las chicas de nuestra edad.

—¿Sí? —preguntó la chica.

—Somos amigos de Alison —dijo Vic.

Habíamos conocido a Alison —toda pecas, con el cabello naranja y una sonrisa perversa— en Hamburgo, en un intercambio con estudiantes alemanes. Los que organizaban el intercambio enviaron con nosotros a unas cuantas chicas de un colegio de la zona, para equilibrar la cosa de los sexos. Las chicas, que tenían más o menos la misma edad que nosotros, eran escandalosas y divertidas, y salían con chicos mayores que tenían coche y trabajo y moto y, en el caso de una chica con los dientes torcidos y un abrigo de mapache, que me lo confesó muy afligida al final de la fiesta en Hamburgo, cómo no, en la cocina, esposa e hijos.

—Pues no está aquí —dijo la chica que había salido a abrirnos la puerta—. Aquí no hay ninguna Alison.

—No importa —dijo Vic, con una de sus deslumbrantes sonrisas—. Me llamo Vic. Y éste es Enn. —Un segundo, y la chica le sonrió. Vic llevaba en la bolsa de plástico una botella de vino blanco que había cogido del botellero que sus padres tenían en la cocina—. ¿Dónde dejo esto?

La chica se hizo a un lado para dejarnos pasar.

—La cocina está al fondo —dijo—. Déjala allí, en la mesa, con las demás botellas.

Tenía el cabello rubio y ondulado, y era muy guapa. El recibidor estaba algo oscuro, pero pude ver que era preciosa.

—Por cierto, ¿cómo te llamas? —le preguntó Vic.

Ella le dijo que se llamaba Stella, y Vic le sonrió y le dijo que debía de ser el nombre más bonito que había oído nunca. Un donjuán, el cabrón. Y lo peor de todo era que sonaba sincero.

Vic fue a la cocina a dejar la botella y yo eché un vistazo a la habitación de donde venía la música. Había gente bailando. Stella entró y se puso a bailar, moviéndose por su cuenta al ritmo de la música, y yo me quedé mirándola.

Eran los primeros tiempos del punk. Nosotros escuchábamos a los Adverts y a los Jam, los Stranglers, los Clash y los Sex Pistols, aunque en las fiestas la gente ponía a la ELO, o a 10cc o, incluso, a Roxy Music. Y quizá, con un poco de suerte, algo de Bowie. Durante el intercambio, el único LP sobre el que logramos ponernos todos de acuerdo fue
Harvest,
de Neil Young, y «Heart of Gold» fue como la banda sonora de aquel viaje:
I crossed the ocean for a heart of gold...

No logré identificar qué música estaba sonando en aquella habitación. Me recordaba por un lado a un grupo alemán llamado Kraftwerk que hacía pop electrónico y, por otro, a un LP que me habían regalado en mi último cumpleaños, unos extraños sonidos grabados por el Taller Radiofónico de la BBC. Pero la música tenía ritmo, y la media docena de chicas que había en la habitación se movían con gracia, aunque yo sólo tenía ojos para Stella. Resplandecía.

Vic me empujó y entró en la habitación. Llevaba una lata de cerveza.

—Hay priva en la cocina —me informó.

Se acercó a Stella y se puso a charlar con ella. La música no me dejaba escuchar lo que decían, pero sabía perfectamente que no había sitio para mí en aquella conversación.

A mí no me gustaba la cerveza, por aquel entonces. Fui a la cocina a ver si había alguna otra cosa que me apeteciera beber. Sobre la mesa de la cocina había una botella grande de coca-cola, y me serví un vaso. No me atreví a entrarles a las dos chicas que estaban charlando en la cocina. Parecían simpáticas, y no estaban nada mal. Las dos tenían la piel muy negra y el cabello brillante, e iban vestidas como estrellas de cine. Tenían acento extranjero, y con ninguna de las dos habría tenido la menor oportunidad.

Con mi vaso en la mano, me di una vuelta por la casa.

Era más grande de lo que parecía, y la distribución era más compleja de lo que esperaba. Todas las habitaciones tenían una luz muy tenue —dudo que en aquella casa hubiera alguna bombilla de más de cuarenta vatios— y en todas las habitaciones en las que entraba había gente: que yo recuerde, sólo chicas. No llegué a subir al piso de arriba.

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