Authors: Neil Gaiman
—Los unicornios son un mito —terció Virginia Boote—, pero ¿os acordáis de aquel
tartar
de falda de unicornio? Mmm... era una auténtica delicia. Recordaba un poco a la carne de caballo, aunque se parecía más al cabrito y, desde luego, las alcaparras y los huevos crudos de codorniz le daban un toque absolutamente sublime.
—Creo haber leído algo sobre un pájaro del Sol en alguna de las antiguas minutas del club Epicúreo —dijo entonces Augustus DosPlumas McCoy—, pero ya no recuerdo exactamente qué era.
—¿Describían cómo era su sabor? —preguntó Virginia.
—Pues creo recordar que no —dijo Augustus, con el ceño fruncido—, pero no puedo afirmarlo con seguridad sin consultar los anales del club, claro está.
—Imposible —replicó Zebediah T. Crawcrustle—. Debe de estar en los volúmenes quemados, no encontrarás nada.
Augustus DosPlumas McCoy se rascó la cabeza. Era verdad que tenía dos plumas; se recogía el negro cabello salpicado de canas en una coleta y prendía en ella las plumas, que originalmente habían sido doradas pero, con el tiempo, habían ido amarilleando y despeluchándose. Se las habían regalado cuando era niño.
—Escarabajos —dijo el profesor Mandalay—. Un día me puse a echar cuentas y calculé que si un hombre (yo, por ejemplo) probara cada día seis especies distintas de escarabajo, tardaría más de veinte años en probar todas las especies de escarabajo conocidas. Y en esos más de veinte años podrían descubrirse suficientes especies nuevas como para tenerle masticando escarabajos durante otros dos años y medio. Y así sucesivamente. Es una paradoja de inexhaustibilidad. Yo lo llamo «el escarabajo de Mandalay». Aunque, a menos que a uno le encanten los escarabajos, podría acabar siendo un verdadero calvario, desde luego.
—No me disgusta comer escarabajos, aunque hay especies y especies —dijo Zebediah T. Crawcrustle—. Pero lo que más me apetece últimamente son los bichos de luz. La luz les da un toque especial que podría ser justo lo que necesito ahora.
—Es cierto que los bichos de luz o luciérnagas
(Photinus pyralis)
se asemejan más a los escarabajos que a los gusanos de luz —puntualizó Mandalay—, pero eso no significa que sean comestibles. ¡Ni muchísimo menos!
—Puede que no sean comestibles —replicó Crawcrustle—, pero al menos me mantendrán en forma. Mira tú por dónde, creo que voy a asarme unos cuantos. Luciérnagas con chile habanero. Mmmm...
Entonces, Virginia Boote, que era una mujer eminentemente práctica, preguntó:
—Supongamos por un momento que decidiéramos probar el pájaro del Sol de la Ciudad del Sol. ¿Por dónde deberíamos empezar nuestra búsqueda?
Zebediah T. Crawcrustle se rascó su incipiente barba de siete días (que, como toda barba de siete días, nunca crecía mucho más), y respondió a la pregunta:
—Yo, personalmente, pondría rumbo a la Ciudad del Sol y buscaría un lugar agradable donde sentarme un rato (el café de Mustafá Stroheim, por ejemplo) y esperaría a que el pájaro del Sol pasara por allí. Llegado el momento, lo cazaría como mandan los cánones y, a continuación, lo cocinaría como mandan los cánones también.
—Y, según tú, ¿cómo mandan los cánones que hay que cazarlo? —preguntó Jackie Newhouse.
—Pues del mismo modo que tu ilustre antepasado cazaba urogallos y codornices, naturalmente —respondió Crawcrustle.
—Que yo sepa, en las memorias de Casanova no se habla en ningún momento de cazar codornices —objetó Jackie Newhouse.
—Tu antepasado era un hombre muy ocupado —arguyó Crawcrustle—, no podía pasarse la vida anotándolo todo. No obstante, te aseguro que no se le daba nada mal cazar codornices.
—Con maíz tostado y arándanos secos macerados en whisky —intervino Augustus DosPlumas McCoy—, así es como se han cocinado siempre en mi familia.
—Y así era como las cocinaba Casanova —afirmó Crawcrustle—, aunque él usaba cebada en lugar de maíz y pasas en lugar de arándanos. Y los maceraba en brandy, no en whisky. Él mismo me dio la receta.
Jackie Newhouse ignoró este último comentario —no era difícil ignorar la mayor parte de lo que decía Zebediah T. Crawcrustle— y preguntó:
—Y exactamente, ¿dónde está el café de Mustafá Stroheim de la Ciudad del Sol?
—Pues donde ha estado siempre, naturalmente, detrás del mercado viejo de la ciudad, en la tercera calle; justo antes de llegar al antiguo canal de desagüe (que antes era una acequia), porque si te encuentras frente a la tienda de alfombras del Tuerto Khayam, es que ya te has pasado —explicó Crawcrustle—. Pero, a juzgar por la irritación que veo en vuestros rostros, me parece que esperabais una descripción menos sucinta y menos precisa. Muy bien. Está en la Ciudad del Sol, y la Ciudad del Sol está en El Cairo, en Egipto, donde siempre, o casi siempre, está.
—¿Y quién va a financiar una expedición a la Ciudad del Sol? —preguntó Augustus DosPlumas McCoy—. ¿Quiénes integrarán dicha expedición? Lo pregunto sabiendo de antemano cuál será la respuesta, y no me gusta un pelo.
—Obviamente, tú financiarás la expedición, Augustus, e iremos todos los socios —afirmó Zebediah T. Crawcrustle—. Si quieres, puedes deducirlo de nuestras respectivas cuotas. Y yo me llevaré mi delantal de chef y mis utensilios de cocina.
Augustus sabía perfectamente que Crawcrustle llevaba años sin pagar la cuota, pero el club Epicúreo le cubriría; Crawcrustle formaba parte del club desde los tiempos del padre de Augustus. De modo que se limitó a preguntar:
—¿Y cuándo nos vamos?
Crawcrustle clavó los ojos en él y meneó la cabeza, decepcionado.
—¡Caramba, Augustus! —exclamó—. Vamos a la Ciudad del Sol a cazar el pájaro del Sol. ¿Qué día crees tú que sería el más apropiado?
—¡Domingo! —canturreó Virginia Boote—. ¡Nos vamos en domingo!
[18]
—Aún hay esperanza para usted, señorita —dijo Zebediah T. Crawcrustle—. Efectivamente, partiremos en domingo. Para ser más exacto, dentro de tres domingos. Primero viajaremos hasta Egipto, luego iremos a la Ciudad del Sol (donde pasaremos unos días intentando localizar y dar caza al esquivo pájaro del Sol de la Ciudad del Sol) y, finalmente, lo prepararemos como mandan los cánones.
El profesor Mandalay parpadeó levemente bajo sus tupidas cejas grises.
—Ese lunes tengo una clase. Los lunes doy clases de mitología, los martes de claqué, y los miércoles de carpintería.
—¡Ay, Mandalay, Mandalay! Búscate un ayudante para que se encargue de tus clases. El lunes estarás ocupado cazando el pájaro del Sol —dijo Zebediah T. Crawcrustle—. ¿Cuántos profesores conoces que puedan decir lo mismo?
Uno por uno, fueron a ver a Crawcrustle para discutir los detalles del viaje que tenían en puertas y exponerle sus dudas.
Zebediah T. Crawcrustle no tenía domicilio fijo, pero si uno quería encontrarle siempre podía buscarle en ciertos lugares que solía frecuentar a lo largo del día. A primera hora de la mañana se le podía encontrar durmiendo en la estación de autobuses, donde había unos bancos muy confortables y la policía se mostraba indulgente y le dejaba dormir tranquilo; a primera hora de la tarde, con el calorcito, se iba al parque a hacer compañía a las estatuas de los generales cuyo nombre nadie recuerda ya, y a pasar la tarde con los yonquis y los borrachos, disfrutando de su compañía y compartiendo el contenido de sus botellas. Les ofrecía su opinión que, como epicúreo que era, siempre se escuchaba con atención y respeto, aunque no siempre era bien recibida.
Augustus DosPlumas McCoy fue al parque a buscar a Crawcrustle y le acompañó su hija, Hollyberry SinPlumas McCoy. Era una chica menuda, pero más lista que el hambre.
—¿Sabes? —le dijo Augustus— hay algo que me resulta muy familiar en todo esto.
—¿A qué te refieres? —preguntó Zebediah.
—A todo, en general. La expedición a Egipto, el pájaro del Sol. Tengo la impresión de haber oído hablar de todo esto antes de ahora.
Crawcrustle se limitó a asentir. Estaba comiendo algo que tenía dentro de una bolsa de papel marrón.
Augustus dijo:
—He estado consultando los anales del club Epicúreo y, en un registro de hace cuarenta años, he encontrado algo que, intuyo, podría ser una referencia al pájaro del Sol. Pero no he conseguido averiguar nada más concreto.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Zebediah T. Crawcrustle, tragando de manera estentórea.
Augustus DosPlumas McCoy suspiró:
—Encontré la página en cuestión, pero estaba toda requemada, y los siguientes registros revelan que el club Epicúreo atravesó después una etapa de gran confusión administrativa.
—Estás comiendo luciérnagas de una bolsa de papel —dijo Hollyberry SinPlumas McCoy—. Te he visto.
—No voy a negarlo, mi pequeña damisela —replicó Zebediah T. Crawcrustle.
—¿Recuerdas aquella etapa de confusión, Crawcrustle? —le preguntó Augustus.
—Por supuesto que la recuerdo —respondió Crawcrustle—, y también te recuerdo a ti. Debías de tener aproximadamente la misma edad que tu hija Hollyberry. Pero siempre hay momentos de confusión, Augustus, y después la confusión se disipa. Es como el amanecer y la puesta de sol.
Jackie Newhouse y el profesor Mandalay visitaron a Crawcrustle esa misma noche. Lo encontraron detrás de las vías del tren. Estaba calentando algo dentro de una lata colocada sobre un modesto fuego de carbón.
—¿Qué estás cocinando, Crawcrustle? —le preguntó Jackie Newhouse.
—Más carbón —respondió Crawcrustle—. Limpia la sangre y purifica el espíritu.
En el fondo de la lata se veían humeantes trozos de tilo y de nogal carbonizados.
—¿De verdad vas a comerte ese carbón, Crawcrustle? —preguntó el profesor Mandalay.
En respuesta a su pregunta, Crawcrustle se chupó los dedos y sacó de la lata un trozo de carbón, que siseó al contacto con su piel.
—Un buen truco, sí señor —comentó el profesor Mandalay—. Así es como lo hacen los comefuegos, ¿no?
Crawcrustle se metió el trozo de carbón en la boca y lo masticó ruidosamente con sus viejos y desiguales dientes.
—En efecto, mi querido amigo, en efecto —respondió.
Jackie Newhouse carraspeó.
—Para serte sincero —dijo—, el profesor Mandalay y yo tenemos serias dudas en torno a nuestro próximo viaje.
Zebediah siguió masticando tranquilamente.
—No está lo bastante caliente —comentó; cogió una brasa al rojo vivo y le dio un mordisco—. Ahora sí.
—No es más que una quimera —dijo Jackie Newhouse.
—Ni muchísimo menos —respondió Zebediah T. Crawcrustle—. Es fresno espinoso.
—Tengo dudas muy serias respecto a la expedición y todo lo demás —replicó Jackie Newhouse—. Todos los Newhouse tenemos un poderoso instinto de conservación que nos ha llevado en muchas ocasiones a refugiarnos en ríos o tejados, muertos de frío (siempre un paso por delante de las fuerzas del orden, o de caballeros armados y con motivos de sobra para perseguirnos) y ese instinto de conservación me dice que no debo viajar contigo a la Ciudad del Sol.
—Yo soy un académico —intervino el profesor Mandalay—, de modo que mis sentidos no están especialmente desarrollados, cosa que entendería perfectamente cualquier persona que no haya tenido que calificar exámenes sin leerlos siquiera por encima. Pero, de todos modos, este asunto se me antoja extraordinariamente sospechoso. Si el pájaro del Sol es tan delicioso como afirmas, ¿cómo es que nunca había oído hablar de él?
—Sí que has oído hablar de él, Mandy, amigo mío. Claro que has oído hablar de él —respondió Zebediah T. Crawcrustle.
—Además, soy experto en geografía: desde Tulsa, Oklahoma, hasta Tombuctú —continuó el profesor Mandalay—. Pero jamás he encontrado en ningún libro ni una sola referencia a una Ciudad del Sol que estuviera en El Cairo.
—¿Que no has leído nada al respecto? ¡Pero si has dado clases sobre ese tema! —replicó Crawcrustle, y empapó un trozo de humeante carbón en salsa de Tabasco antes de introducirlo en su boca y masticarlo con fruición.
—No me creo que te estés comiendo eso de verdad —dijo Jackie Newhouse—, pero incluso verte hacer el paripé me está poniendo malo. Me parece que ya va siendo hora de irse con la música a otra parte.
Y se marchó. Y puede que el profesor Mandalay se fuera con él; el hombre era tan gris y fantasmagórico que uno nunca sabía de cierto si estaba presente o no.
Virginia Boote tropezó con Zebediah T. Crawcrustle de madrugada, en el umbral de su propia puerta. Volvía de cenar en un restaurante sobre el que tenía que escribir una crítica. Salió de un taxi, tropezó con Zebediah y se cayó de bruces.
—¡Eeepa! —exclamó—. He debido de tropezar con algo.
—Efectivamente, Virginia —dijo Zebediah T. Crawcrustle—. No tendrás, por casualidad, una caja de cerillas o algo así, ¿verdad?
—Pues creo que sí. ¿Dónde las he metido? A ver... —Y empezó a rebuscar en su bolso, que era muy grande y muy marrón—. Aquí están. Toma.
Zebediah T. Crawcrustle traía consigo una botella de alcohol de quemar morado que se dispuso a verter en un vaso de plástico.
—¿Eso es alcohol metílico? Nunca imaginé que bebieras esa clase de cosas, Zebby.
—Y no lo hago —replicó Crawcrustle—. Es un brebaje infame. Te pudre las tripas y destruye las papilas gustativas. Pero, a estas horas, no he podido encontrar nada mejor.
Encendió una cerilla y la acercó a la superficie del líquido para flambearlo. Se comió la cerilla y, a continuación, se puso a hacer gargarismos con el flameante líquido y soltó una llamarada por la boca que chamuscó una hoja de periódico que había por ahí tirada.
—¡Crusty! —exclamó Virginia Boote—. Te vas a matar si sigues haciendo eso.
Zebediah T. Crawcrustle sonrió de oreja a oreja, dejando al descubierto sus ahumados dientes.
—En realidad no me lo trago —le explicó—. Únicamente hago gárgaras con él y, luego, lo suelto por la boca.
—Estás jugando con fuego —le previno.
—Es un modo como otro cualquiera de saber que sigo vivo —replicó Zebediah T. Crawcrustle.
—Oh, Zeb. Estoy realmente entusiasmada. Muy entusiasmada —dijo Virginia—. ¿A qué crees tú que sabrá el pájaro del Sol?
—Más sabroso que la codorniz y más jugoso que el pavo; más contundente que el avestruz y más suculento que el pato —respondió Zebediah T. Crawcrustle—. Una vez lo has probado, no lo olvidas jamás.
—¡Nos vamos a Egipto! Nunca he estado en Egipto, ¿sabes? —replicó Virginia—. Por cierto, ¿tienes dónde pasar la noche?