Authors: Neil Gaiman
—No lo sé —respondí, sonriendo.
En la otra habitación, seguía sonando aquella desconocida música.
Triolet se inclinó hacia mí y... supongo que fue un beso. Supongo. En cualquier caso, apretó sus labios contra los míos y, después, satisfecha, se apartó, como si ya me hubiera puesto su sello.
—¿Quieres que te lo recite? —me preguntó, y yo asentí con la cabeza, sin saber muy bien qué era exactamente lo que me estaba ofreciendo, pero convencido de que yo necesitaba cualquier cosa que ella quisiera darme.
Comenzó a susurrarme algo al oído. Eso es lo más extraño de la poesía: la reconoces como tal aunque no conozcas el idioma. Escuchas a Homero en griego y, aun sin entender una sola palabra, sabes que es poesía. He escuchado poemas en polaco y en esquimal, y sabía que eran poemas aun sin tener la más mínima noción de ninguna de esas dos lenguas. Con su susurro me pasaba lo mismo. No conocía aquella lengua, pero las palabras iban calando en mí, y, mentalmente, veía torres de cristal y diamante; y seres de ojos color verde pálido; y, bajo cada una de las sílabas, podía sentir el inexorable avance del océano.
Puede que la besara de verdad. No lo recuerdo. Sólo recuerdo que yo lo deseaba.
Y, después, noté que Vic me sacudía violentamente.
—¡Vuelve! —gritaba—. ¡Rápido! ¡Vuelve!
Mentalmente, empecé a regresar desde algún lugar a mil kilómetros de allí.
—Venga ya, idiota. Vuelve. Haz un movimiento, lo que sea —decía, y me insultaba. Hablaba con verdadera furia.
Por primera vez en toda la noche, reconocí la canción que estaba sonando en la otra habitación. Un melancólico saxofón seguido de unos acordes líquidos, y una voz masculina que cantaba a los hijos de la era silenciosa. Quería quedarme a escuchar la canción.
Ella dijo:
—No he terminado todavía. Aún queda más de mí.
—Lo siento, preciosa —dijo Vic, pero ya no sonreía—, quizás en otro momento.
Vic me agarró por el codo y forcejeó conmigo para obligarme a salir de la habitación. No opuse resistencia. Sabía por experiencia que, si a Vic se le había metido en la cabeza que tenía que salir de allí, me sacaría aunque fuera a golpes. No lo haría a menos que estuviera enfadado, pero ahora estaba muy enfadado.
Salimos al recibidor. Mientras Vic abría la puerta, me volví a echar un último vistazo, esperando ver a Triolet en la puerta de la cocina, pero ella no estaba allí. Sí vi a Stella, en cambio, en lo alto de la escalera. Estaba mirando a Vic, y vi su cara.
Todo esto sucedió hace treinta años. He olvidado muchas cosas, y seguramente seguiré olvidando, y llegará un día en que no recuerde absolutamente nada; sin embargo, si alguna certeza tengo de que existe vida después de la muerte, no está plasmada en salmos ni en himnos, sino en esta única cosa: no puedo creer que me sea posible olvidar jamás aquel preciso instante, o aquella expresión en el rostro de Stella mientras veía a Vic huir de ella como alma que lleva el diablo. Eso lo recordaré incluso después de muerto.
Llevaba la ropa manga por hombro, y se le había corrido el maquillaje, y sus ojos...
Sería terrible hacer enfadar a un universo. Estoy completamente seguro de que un universo enfadado miraría con esos mismos ojos.
Vic y yo salimos de allí corriendo, huyendo de aquella fiesta y de aquellas extrañas turistas. Corríamos como si todos los demonios del infierno fueran pisándonos los talones, atravesando el laberinto de calles como un rayo, y sin mirar atrás. No dejamos de correr hasta que nos faltó el aliento. Entonces nos detuvimos, jadeando, incapaces de dar un solo paso más. Estábamos destrozados. Yo me recosté contra un muro, y Vic echó hasta la primera papilla.
Se limpió la boca.
—Ella no era...
Negó con la cabeza, y continuó:
—¿Sabes? Estoy pensando una cosa. Una vez que has llegado tan lejos como te es posible, si vas más allá, ¿dejarías de ser tú? ¿Serías la persona que ha hecho eso? El punto hasta el que no puedes llegar... Creo que eso es exactamente lo que me ha pasado esta noche.
Creí entender a qué se refería.
—¿Quieres decir que te la has tirado? —le pregunté.
Me puso los nudillos en la sien y giró la mano, apretando con fuerza. Pensé que iba a tener que pegarme con él —y perder— pero, de repente, Vic bajó la mano y se apartó de mí, tragando saliva.
Le miré, intrigado, y entonces me di cuenta de que estaba llorando: se puso completamente rojo, y la cara se le llenó de lágrimas y de mocos. Vic se puso a llorar en plena calle de forma tan espontánea y conmovedora como un niño pequeño. Entonces, echó a correr hasta haberse alejado lo suficiente como para que yo no pudiera verle la cara. Me pregunté qué habría ocurrido en aquella habitación del piso de arriba para que Vic se comportara ahora de esa manera, qué podía haberle asustado hasta ese punto. No era capaz siquiera de imaginarlo.
Las luces de la calle empezaron a encenderse una por una. Vic siguió adelante, arrastrando los pies, y yo le seguí como pude. Era casi de noche, y mis pies parecían moverse al ritmo de un poema que, por más que lo intentaba, no lograba recordar, y que jamás podré recitar a nadie.
Aquel día aterrizaron los platillos. Cientos de ellos, dorados,
Silenciosos, bajaron del cielo como inmensos copos de nieve,
Y los terrícolas salieron
a contemplar su descenso,
Expectantes, ansiosos por saber lo que nos esperaba
en su interior
Y sin saber si seguiríamos aquí mañana
Pero tú ni siquiera te diste cuenta porque
Aquel día, el día en que llegaron los platillos volantes,
fue a coincidir
Con el día en que las tumbas liberaron a sus muertos
Y los zombis levantaron la mullida tierra
O salieron disparados, tambaleándose y con los ojos
mortecinos, imparables,
Se acercaron a nosotros, los vivos, que gritamos y salimos
corriendo,
Pero tú no te diste cuenta porque
El día de los platillos, que fue el día de los zombis, fue
también el Ragnarok, y en las pantallas de los televisores vimos
Un barco construido con uñas de hombres muertos,
una serpiente, un lobo,
Tan grandes que la mente humana no alcanza a concebirlos,
y el cámara no pudo
alejarse lo suficiente, y entonces aparecieron los Dioses
Pero tú no los viste venir porque
El día de los platillos-zombis-dioses de la guerra
las compuertas se rompieron
Y fuimos arrollados por genios y duendes
Que nos tentaban con deseos y prodigios y eternidades
Y encanto y sabiduría y corazones
fieles y valerosos y calderos de oro
Mientras los gigantes arrasaban la tierra
a su paso, junto con las abejas asesinas,
Pero tú no te enteraste de nada de esto porque
Aquel día, el día de los platillos el día de los zombis
El día del Ragnarok y las hadas, el
día en que se desataron los fuertes vientos
Y las nevadas, y las ciudades se volvieron de cristal, el día
En que murieron todas las plantas, se disolvieron
los plásticos, el día
En que los ordenadores se encendieron con un mensaje
en sus pantallas que nos exhortaba a obedecer, el día
En que los ángeles, borrachos y confusos, salieron de los bares
con paso vacilante,
Y tocaron todas las campanas de Londres, el día
En que los animales comenzaron a hablarnos en asirio,
el día del Yeti,
El día de las capas al viento y de la llegada de
la Máquina del Tiempo,
Tú no te enteraste de nada porque
estabas sentada en tu habitación, sin hacer nada
ni leer siquiera, tan sólo
mirabas el teléfono,
preguntándote si yo volvería a llamarte.
E
n aquellos tiempos, los socios del club Epicúreo eran un grupo bullicioso y parrandero. Desde luego, sabían cómo divertirse. El club estaba constituido por cinco socios:
Augustus DosPlumas McCoy; que era tan grande como tres hombres, comía como cuatro y bebía como cinco. Fue precisamente su bisabuelo quien fundó el club Epicúreo con el dinero recaudado por medio de una tontina que planeó y gestionó con gran esmero para asegurarse de que no se le escapara ni un solo penique.
El profesor Mandalay; un tipo pequeño, nervioso y gris como un fantasma (incluso puede que fuera un fantasma; cosas más raras se han visto), que no bebía más que agua y comía como un pajarito de platos tan grandes como platillos volantes. Sin embargo, el entusiasmo no es imprescindible en un buen gastrónomo, y Mandalay siempre llegaba al corazón de cada plato.
Virginia Boote, crítica gastronómica y de restaurantes, que fue una mujer de extraordinaria belleza en el pasado, y que ahora no era más que una distinguida y esplendorosa ruina (de lo cual, además, presumía sin complejo alguno).
Y también Jackie Newhouse, descendiente (por la rama menos agraciada) del gran amante, violinista y duelista Giacomo Casanova. Al igual que su célebre antepasado, Jackie Newhouse podía presumir de haber roto muchos corazones y de haberse dado muchas buenas comilonas a lo largo de su vida.
Finalmente, estaba Zebediah T. Crawcrustle, que era el único epicúreo que no tenía donde caerse muerto: llegaba a las reuniones del club arrastrando los pies y sin afeitar, con media botella de matarratas envuelta en una bolsa de papel marrón, sin sombrero, sin abrigo y, muy a menudo, con la camisa desabrochada y por fuera del pantalón. Pero, sin duda, comía con más apetito que cualquiera de sus colegas.
Era Augustus DosPlumas McCoy quien hacía uso de la palabra:
—Hemos comido ya todo lo comestible —anunció pesaroso Augustus DosPlumas McCoy—. Hemos comido buitre, topo y murciélago de Samoa.
Mandalay consultó sus notas.
—El buitre tenía un resabio como de faisán podrido. El topo sabía a babosa putrefacta. El sabor del murciélago de Samoa recordaba mucho al de la cobaya.
—Hemos comido kakapo, aye-aye, y panda gigante...
—Oh, sí, recuerdo aquel delicioso filete de panda a la parrilla —suspiró Virginia Boote. Se le hacía la boca agua con sólo recordarlo.
—Incluso hemos comido varios animales que llevan ya mucho tiempo extinguidos —continuó Augustus DosPlumas McCoy—, como el mamut ultracongelado y el perezoso gigante de la Patagonia.
—Es una pena que no pudiéramos conseguir el mamut un poco antes —suspiró Jackie Newhouse—. Ahora ya sé por qué aquellos elefantes peludos se extinguieron tan pronto después de haber sido catados por el paladar humano. Soy un hombre de gustos muy refinados, pero nada más hincarle el diente no pude dejar de pensar en la salsa barbacoa de Kansas City, y en el sabor que tendrían las costillas de aquel animal de haber estado fresco.
—No es que me importe comer carne congelada de hace mil o dos mil años —dijo Zebediah T. Crawcrustle, y sonrió de oreja a oreja. Sus dientes, aunque torcidos, eran fuertes y muy eficaces—, pero para saber lo que es bueno de verdad hay que probar el mastodonte. El mamut no era más que la alternativa con la que había que conformarse cuando no se podía conseguir un buen mastodonte.
—Hemos comido calamar, calamar gigante y calamar megagigante —siguió enumerando Augustus DosPlumas McCoy—. También hemos catado el lemming y el tigre de Tasmania; tilonorrinco, hortelano y pavo real; lampuga, tortuga gigante de agua salada y rinoceronte de Sumatra. Hemos comido ya todo lo comestible.
—Tonterías. Hay cientos de especies que no hemos probado todavía —afirmó el profesor Mandalay—. Quizá miles. Pensad en todas las especies de escarabajos que existen en el mundo y que no hemos degustado aún.
—Oh, Mandy —suspiró Virginia Boote—. Una vez que has probado un escarabajo, los has probado todos. Y todos nosotros hemos probado ya escarabajos de diversas especies. Aunque el escarabajo pelotero tenía un sabor francamente delicioso.
—No —corrigió Jackie Newhouse—, lo delicioso eran las bolas del escarabajo pelotero. El escarabajo en sí no era nada del otro mundo. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo. Hemos escalado las cimas más altas de la gastronomía y hemos explorado sus simas más profundas. Somos unos verdaderos cosmonautas de la comida, y hemos explorado todo un mundo de glotonería y de placer que la mayoría no se atrevería siquiera a imaginar.
—Cierto, muy cierto —admitió Augustus DosPlumas McCoy—. Los epicúreos nos reunimos cada mes desde hace más de ciento cincuenta años; mi padre presidió el club antes que yo y, antes que mi padre, mi abuelo y, por supuesto, también mi bisabuelo. Pero mucho me temo que ha llegado el momento de suspender nuestras reuniones sine die, pues no queda ya nada que nosotros o nuestros predecesores no hayamos comido ya.
—Ojalá hubiera podido asistir a las reuniones del club en los años veinte —dijo Virginia Boote—, cuando la ley aún permitía incluir la carne humana en el menú.
—Únicamente después de la electrocución —puntualizó Zebediah T. Crawcrustle—. Venía ya a medio freír: tostadita y crujiente. Ninguno de nosotros le encontró el menor parecido con la carne de un cerdo largo
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, excepto un tipo que estaba ya predispuesto y que abandonó el club poco después, si mal no recuerdo.
—Oh, Crusty, ¿por qué te empeñas en hacernos creer que ya eras miembro del club en aquellos tiempos? —preguntó, bostezando, Virginia Boote—. Hasta un ciego vería que no eres tan viejo. No puedes tener más de sesenta años, y eso teniendo en cuenta los estragos que el tiempo y la glotonería hayan podido hacer en tu cuerpo.
—Sí, ambas cosas han causado verdaderos estragos en mi persona —admitió Zebediah T. Crawcrustle—, aunque no tantos como tú crees. Pero, volviendo al tema que nos ocupa, hay montones de cosas que todavía no hemos comido.
—A ver, nombra una —le desafió Mandalay, preparado para anotar en su cuaderno cualquier sugerencia.
—Pues, por ejemplo, el pájaro del Sol de la Ciudad del Sol —replicó sin vacilar Zebediah T. Crawcrustle. Y sonrió, mostrando una vez más sus torcidos pero bien afilados dientes.
—En mi vida he oído hablar de semejante ave —afirmó Jackie Newhouse—. Te lo acabas de inventar.
—Yo sí que lo he oído mencionar —dijo el profesor Mandalay—, pero en un contexto diferente. Además, no es más que un mito.