Authors: Neil Gaiman
—Es que siempre se las dejo ahí —le explicó Zebediah T. Crawcrustle.
—Es una preciosidad —dijo Virginia Boote—. Pero, ahora que lo veo de cerca, yo diría que es más viejo de lo que pensaba. Tiene los ojos vidriosos y le tiemblan las patas. Pero sigue siendo una preciosidad.
—El pájaro Bennu es el ave más esplendorosa de todas —afirmó Zebediah T. Crawcrustle.
Virginia Boote no hablaba egipcio, sabía lo justo para hacerse entender en cualquier restaurante pero, fuera de eso, no entendía ni jota.
—¿Qué clase de ave es el pájaro Bennu? —preguntó—. ¿Es el nombre egipcio del pájaro del Sol?
—El pájaro Bennu —comenzó a explicar el profesor Mandalay— es un ave que anida en el árbol de Persea. Tiene dos largas plumas en la cabeza a modo de corona. Unas veces lo representan como una garza real, y otras, como un águila. Podría contarte muchas cosas sobre el pájaro Bennu, pero no vale la pena; no son más que leyendas.
—¡Se ha comido las pasas y la cebada! —exclamó Jackie Newhouse—. Y ahora se tambalea como si estuviera borracho... Qué señorío, ¡incluso estando ebrio!
Zebediah T. Crawcrustle se acercó al pájaro, que, con mucha fuerza de voluntad, y sin tropezarse con sus largas patas, seguía caminando desorientado al pie del aguacate. Crawcrustle se colocó delante de él y, entonces, se inclinó muy despacio en señal de respeto. El hombre se movía con mucha dificultad, como un anciano, pero a pesar de ello dobló la espalda con la debida solemnidad. El pájaro del Sol le devolvió el saludo y, acto seguido, cayó fulminado. Zebediah T. Crawcrustle lo recogió del suelo con gran reverencia, lo acomodó entre sus brazos como si fuera un bebé y lo llevó hasta el patio trasero del café de Mustafá Stroheim. Los demás epicúreos le siguieron.
Primero, le arrancó las dos plumas que coronaban su cabeza y las dejó a un lado.
A continuación, sin desplumar al pájaro, le sacó las tripas y las puso encima de las hierbas aromáticas que había colocado antes sobre las brasas de la barbacoa. Insertó la lata de cerveza en el hueco donde antes habían estado las tripas y dispuso el ave sobre la parrilla.
—El pájaro del Sol se hace en un momento —les previno Crawcrustle—, así que id preparando los platos.
Los antiguos egipcios aderezaban la cerveza con cardamomo y coriandro, pues no conocían el lúpulo; el resultado era una cerveza cremosa y aromática que, además, les quitaba la sed. Bebería resultaba tan tonificante que incluso te sentías capaz de ponerte a construir una pirámide —de hecho, algunos lo hacían—. Con el calor de las brasas, la cerveza se iba evaporando en el interior del ave y, de este modo, su carne se mantenía jugosa todo el tiempo. En pocos minutos, las plumas se chamuscaron y, de pronto, se incendiaron con un fogonazo tan espectacular que los epicúreos se vieron obligados a desviar la vista para no quedarse ciegos.
El aroma del asado inundó todo el patio; más empalagoso que el pavo real y más suculento que el pato. Los epicúreos allí reunidos empezaron a salivar. El pájaro del Sol llevaba apenas unos minutos en la barbacoa cuando Zebediah lo sacó a una fuente y lo llevó a la mesa. Según trinchaba, iba sirviéndolo en los platos y poniendo sobre cada trozo un poco de salsa barbacoa. Al terminar, colocó la carcasa directamente sobre el carbón al rojo vivo.
Los epicúreos se sentaron a la mesa y empezaron a comer sin más ceremonia, y con los dedos.
—¡Zebby, esto es una verdadera delicia! —exclamó Virginia Boote, sin dejar de masticar—. Se deshace en la boca. Es un pedacito de cielo.
—De cielo no, de sol —dijo Augustus DosPlumas McCoy, masticando a dos carrillos. Y a dos manos, porque en una tenía un ala y en la otra una tajada de pechuga—. Es lo más exquisito que he comido jamás y, no es que lo lamente, pero creo que voy a echar de menos a mi hija.
—Es, simplemente, perfecto —afirmó Jackie Newhouse—. Sabe a buena música y a amor. Sabe a verdad.
El profesor Mandalay no paraba de garabatear en los anales del club Epicúreo. Estaba tomando nota de su reacción a la carne del ave y de las reacciones de los demás epicúreos, y tratando de no manchar la página, pues en la otra mano tenía un ala que iba mordisqueando mientras escribía.
—Es extraño —comentó Jackie Newhouse—. Noto como si cada vez me quemara más en la boca y en el estómago.
—Sí, es lo normal. Viene bien prepararse unos días antes —dijo Zebediah T. Crawcrustle—; comer carbones al rojo y luciérnagas para que tu cuerpo vaya acostumbrándose. Si no, puede resultar algo doloroso.
Zebediah T. Crawcrustle se estaba comiendo la cabeza del pájaro, masticando decididamente los huesos y el pico, que producían chispas entre sus dientes. Pero él seguía sonriendo y masticando con aire satisfecho.
En la barbacoa, la carcasa del pájaro del Sol se había puesto al rojo vivo y empezaba a calcinarse. Una espesa calima invadía ahora el patio trasero del café de Mustafá Stroheim, y las cosas brillaban con una luz trémula, como si los allí reunidos vieran el mundo a través del agua o de un sueño.
—¡Es delicioso! —exclamó Virginia Boote sin dejar de comer—. Es lo más delicioso que he comido jamás. Su sabor me hace sentir como cuando era joven. Como si fuera a ser joven eternamente. —Se chupó los dedos y se dispuso a atacar la última tajada que le quedaba en el plato—. El pájaro del Sol de la Ciudad del Sol; ¿tiene algún otro nombre?
—Es el Fénix de Heliópolis —replicó Zebediah T. Crawcrustle—. El ave que, después de quemarse, renace de sus cenizas. Es el pájaro Bennu, que sobrevolaba las aguas cuando el mundo estaba en tinieblas. Cuando le llega su hora, se quema en un lecho de maderas exóticas, especias y hierbas aromáticas y, después, renace de sus cenizas. Y así una y otra vez, en un ciclo sin fin.
—¡Fuego! —exclamó el profesor Mandalay— ¡Siento como si las llamas me quemaran por dentro!
Bebió un poco de agua pero, al parecer, eso tampoco le alivió.
—Mis dedos... Mirad mis dedos —dijo Virginia Boote, mostrándoles sus manos. Los dedos parecían estar iluminados por dentro, como si las llamas ardieran en su interior.
El aire había alcanzado ya una temperatura tal que el patio parecía un horno.
Saltó una chispa y, con un chisporroteo, las dos plumas de Augustus DosPlumas McCoy se encendieron como dos bengalas.
—Crawcrustle —dijo Jackie Newhouse, envuelto en llamas—, sé sincero con nosotros: ¿cuánto tiempo llevas comiendo el Fénix?
—Algo más de diez mil años —respondió Zebediah—, milenio arriba o abajo. No es difícil, una vez que le pillas el truco, claro. Pero éste es sin duda el mejor Fénix que he preparado nunca. ¿O debería decir que es la vez que mejor he cocinado este Fénix?
—¡Los años! —exclamó Virginia Boote—. ¡El fuego te está quitando años de encima!
—Es el efecto que produce el Fénix —admitió Zebediah—. Aunque hay que acostumbrarse al calor del fuego antes de comerlo. De otro modo, se corre el riesgo de morir abrasado.
—¿Y por qué no me acordaba de esto? —preguntó Augustus DosPlumas McCoy, envuelto en grandes llamas—. ¿Cómo es posible que no recordara que así fue como murió mi padre, y también el padre de mi padre? ¿Cómo es posible que no recordara que ambos viajaron a Heliópolis para comer el Fénix? ¿Y por qué lo he recordado ahora?
—Porque el fuego te está quitando años de encima —replicó el profesor Mandalay, que había cerrado el libro al ver que la página se incendiaba. Los bordes del libro estaban algo chamuscados, pero sólo los bordes—. A medida que el fuego va consumiendo los años, recuperas los recuerdos de aquella época.
En medio de aquel aire tórrido y ondulante, Mandalay tenía un aspecto más sólido, menos fantasmagórico, y sonreía. Ninguno de los presentes le había visto sonreír hasta ese momento.
—¿Nos vamos a extinguir por completo? —preguntó Virginia, que ahora se había vuelto incandescente—. ¿O arderemos hasta convertirnos en niños, después en fantasmas y en ángeles y, al final, renaceremos de nuevo? Da igual. ¡Oh, Crusty, qué divertido es todo esto!
—Quizá —dijo Jackie Newhouse a través de las llamas— habría que haber añadido un poco más de vinagre a la salsa. Creo que a una carne como ésta le viene bien un toque de acidez para realzar el sabor.
Y, dicho esto, se extinguió; aunque durante unos segundos su imagen quedó flotando en el aire, como un holograma.
—Chacun à son goût
—(que significa: «Sobre gustos no hay nada escrito») sentenció Zebediah T. Crawcrustle y, chupándose los dedos, afirmó con gran satisfacción—: El mejor de todos, sí señor.
—Adiós, Crusty —se despidió Virginia, alzando su flamígera mano, mientras se iba ennegreciendo hasta quedar reducida a cenizas.
Y, después, no quedó nada en el patio trasero del
kahwa
(o café) de Mustafá Stroheim, en Heliópolis (la antigua Ciudad del Sol, que ahora no es más que un suburbio de El Cairo); tan sólo cuatro montoncitos de blancas cenizas que una ráfaga de viento dejó esparcidas por todo el patio, como una fina capa de nieve o de azúcar glas; y un muchacho de negros cabellos y blanca dentadura, que llevaba puesto un delantal con la frase «Besa al cocinero» escrita en letras verdes.
Sobre las cenizas de la barbacoa, se revolvía un pajarillo de plumas doradas y violáceas que parecía recién salido del cascarón. Emitió un agudo ¡
piiip
! y miró directamente hacia el sol, igual que un niño mirando a su padre. Extendió las alas como si quisiera secar sus plumas y, finalmente, cuando estuvo listo, levantó el vuelo y se dirigió hacia el sol. Nadie le vio marchar, excepto el muchacho del delantal.
A los pies del joven, sobre las cenizas de lo que antes había sido una mesa de madera, había dos largas plumas doradas. El chico las recogió del suelo, les sacudió la ceniza y, con gran reverencia, las guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después, se quitó el delantal y se marchó.
Hollyberry DosPlumas McCoy es ahora una mujer adulta y tiene sus propios hijos. Se ven ya algunas canas entre sus negros cabellos, que suele recoger ahora en un moño adornado con dos plumas doradas. Sin duda las plumas debieron de ser muy especiales, pero de eso hace ya mucho tiempo. Actualmente, Hollyberry preside el club Epicúreo —una pandilla bulliciosa y parrandera—, puesto que heredó, hace ya muchos años, de su padre.
Corren rumores de que los epicúreos andan otra vez enfurruñados. Por lo visto, ya no les queda nada por probar.
(P
ARA
HMG —U
N REGALO DE CUMPLEAÑOS
ALGO TARDÍO)
Como todas las noches, acostados en la cama,
con su hermana sentada a sus pies, termina de contar
el cuento,
y espera. Rápidamente, su hermana le sigue el juego
y dice: «No puedo dormir. ¿Nos cuentas otro?».
Sherezade, nerviosa,
toma aliento
y empieza: «En el lejano Pekín
hubo una vez un joven gandul que vivía con su madre.
¿Su nombre? Aladino. Su padre había muerto...».
Y sigue hablándoles del taimado mago que se presenta
en su casa,
aduciendo ser su tío, con un plan:
lleva al joven hasta un lugar solitario,
le entrega un anillo mágico para que le proteja de cualquier
peligro,
bajan hasta una caverna repleta de piedras preciosas.
«¡Ve y tráeme la lámpara!», y Aladino obedece,
y el mago le deja abandonado, sepultado en la caverna...
Ya pasó.
Aladino está atrapado bajo tierra,
Sherezade se detiene, ha conseguido enganchar a su marido,
otra noche más
Al día siguiente
hace la comida
da de comer a los niños
sueña...
sabiendo que Aladino está atrapado,
y que con su cuento
sólo ha comprado un día más.
Y ahora ¿qué?
Ojalá lo supiera.
Tan sólo un poco antes del anochecer,
cuando el rey, fiel a su costumbre, le dice:
«Al amanecer, ordenaré que te maten»,
y Dunyazad, su hermana, implora: «Pero, señor,
¿qué hay de Aladino?»; sólo entonces, Sherezade sabe...
Y en la caverna, mientras admira las joyas,
Aladino frota su lámpara. Aparece el Genio.
La historia da un vuelco. Aladino consigue
Y a su princesa y un palacio hecho de perlas.
Pero, cuidado, el pérfido mago vuelve a entrar en escena:
«Cambio lámparas viejas por nuevas», pregona por las calles.
Y justo cuando Aladino pierde todo cuanto posee,
Sherezade se detiene.
El rey le concederá una noche más.
Su marido y su hermana se han quedado dormidos.
Sherezade sigue despierta, con la vista clavada en el techo,
urdiendo y tanteando nuevos avatares;
discurriendo el modo de devolver su mundo a Aladino,
su palacio, su princesa, todo su haber.
Y al rato se duerme. Su cuento necesita un desenlace,
Y pero ahora los sueños se han adueñado de su mente.
Sherezade despierta,
Da de comer a los niños
Se cepilla el cabello
Baja al mercado
Va a comprar aceite
El mercader llena su vasija
vertiendo el aceite
de una enorme tinaja.
Sherezade piensa:
¿Y si hubiera un hombre escondido en una tinaja?
Después compra unas onzas de sésamo.
Su hermana le dice: «No te ha matado aún».
«Aún no. —Y piensa—: pero lo hará.»
Ya en la cama les habla del anillo mágico.
Aladino lo frota, y aparece el efrit del anillo...
El mago muere, Aladino se salva, y Sherezade se detiene.
Pero si el cuento se acaba, la narradora muere,
un nuevo cuento es su única esperanza.
Sherezade revisa su repertorio,
ideas confusas, inacabadas y sueños se mezclan
con grandes tinajas en las que un hombre podría esconderse,
y piensa,
Ábrete Sésamo,
y sonríe.
«Pues bien, Alí Babá era un hombre íntegro,
pero era muy pobre...», comienza, y deja volar su fantasía,
de este modo consigue salvar su vida una noche más,
hasta que el rey se aburra, o le falle la imaginación.
Sherezade no sabe adónde van a parar los cuentos
antes de ser contados. (Yo tampoco lo sé.)
Pero cuarenta ladrones le suenan bien, y cuarenta