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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (41 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Guardó la bayeta, apagó las luces del bar y se fue hacia la puerta.

—Ven —repitió.

—¿Puedes irte así, sin más? —le preguntó Sombra.

—Yo puedo hacer lo que me dé la gana —respondió—. Estamos en un país libre, ¿no?

—Supongo.

La camarera cerró el bar con una llave de latón y salieron al vestíbulo.

—Espera aquí —dijo Jennie. Desapareció tras una puerta con el letrero de P
RIVADO
, y reapareció al cabo de varios minutos con un largo abrigo de color marrón—. Ya está. Ven conmigo.

Salieron a la calle.

—Una cosa, ¿esto es un pueblo o una ciudad pequeña? —le preguntó Sombra.

—Un puto cementerio, eso es lo que es —replicó ella—. Vamos por aquí.

Subieron por una calle estrecha. La luna era inmensa y tenía un tono marrón amarillento. Sombra podía oír el rumor del mar, aunque todavía no alcanzaba a verlo.

—¿Te llamas Jennie? —le preguntó.

—Así es. ¿Y tú?

—Sombra.

—¿De verdad te llamas así?

—Así es como me llama todo el mundo.

—Pues vamos allá, Sombra.

Al llegar a lo más alto de la cuesta, se detuvieron. Estaban en el límite del pueblo, sólo había una casita de piedra gris. Jennie abrió la verja y precedió a Sombra por el sendero hasta la puerta principal. Sombra pasó la mano por un pequeño arbusto que había junto al sendero, y el aire se llenó del suave perfume de la lavanda. No había ninguna luz encendida en el interior de la casa.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Sombra—. Parece vacía.

—No te preocupes —le dijo Jennie—. Llegará enseguida.

Abrió la puerta principal, que no estaba cerrada con llave, y entraron en la casa. Jennie encendió las luces. Una cocina con sala de estar ocupaba la mayor parte de aquella planta. Había una escalerita y Sombra imaginó que conduciría a un dormitorio abuhardillado. Sobre la encimera de madera de pino había un reproductor de cedés.

—Es tu casa —adivinó Sombra.

—Hogar, dulce hogar —reconoció Jennie—. ¿Te apetece un café? ¿O cualquier otra cosa de beber?

—Nada, gracias —contestó Sombra. Se preguntaba qué querría Jennie. Apenas le había mirado, ni siquiera le había sonreído.

—¿He oído bien antes? ¿Te ha pedido el doctor Gaskell que ayudes a vigilar la fiesta este fin de semana?

—Supongo que sí.

—¿Y qué piensas hacer de aquí al viernes?

—Pasear —contestó Sombra—. Tengo un libro. Hay unas rutas muy bonitas por aquí.

—Algunas son muy bonitas. Otras, un tanto peligrosas —le dijo Jennie—. Por aquí sigue habiendo nieve en las zonas más sombrías. Las cosas duran mucho tiempo en las sombras.

—Tendré cuidado —prometió.

—Eso mismo dijeron los vikingos —replicó Jennie, sonriendo. Se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre el sofá de brillante color púrpura—. Puede que nos encontremos por ahí. Me gusta salir a pasear.

Jennie se quitó la coleta y los rubios cabellos cayeron libremente sobre sus hombros. Eran más largos de lo que Sombra había imaginado.

—¿Vives sola?

Jennie cogió un cigarrillo de un paquete que había sobre la encimera y lo encendió con una cerilla.

—¿Y a ti qué te importa? —le dijo—. No vas a quedarte a dormir, ¿verdad?

Sombra negó con la cabeza.

—El hotel está al final de la cuesta —le dijo—. No tiene pérdida. Gracias por acompañarme a casa.

Sombra le dio las buenas noches y salió a la calle envuelta en aromas de lavanda. Se quedó allí mismo un rato, contemplando el reflejo de la luna en el mar, estaba desconcertado. Luego bajó por la cuesta y regresó al hotel. Ella estaba en lo cierto: no tenía pérdida. Subió por las escaleras, abrió la puerta de su habitación con una llave que iba sujeta a un palo corto y entró. Hacía más frío en la habitación que en el pasillo.

Se quitó los zapatos y, a oscuras, se tendió en la cama.

III

El barco estaba hecho de uñas de muertos, y cabeceaba entre la bruma marina, avanzando a tirones sobre las encrespadas aguas.

En la cubierta se veían unas figuras opacas, hombres inmensos como montañas o casas. Según se iba acercando, Sombra empezó a distinguir sus rostros: eran dos hombres orgullosos y altos. Parecían ajenos al movimiento del barco, ambos permanecían sobre la cubierta, a la espera, como imágenes congeladas.

Uno de ellos avanzó y agarró con su mano descomunal la mano de Sombra. Sombra subió a cubierta.

—Bienvenido seas a este lugar maldito —dijo el hombre que le había ayudado a subir, con voz profunda y áspera.

—¡Ave! —exclamaron los dos a una—. ¡Ave, portador del sol! ¡Ave, Baldur!

El nombre que figuraba en el certificado de nacimiento de Sombra era Luna de Balder, pero él negó con la cabeza.

—Yo no soy él —les dijo—. No soy aquel a quien esperáis.

—Nos estamos muriendo —le dijo el hombre de la voz áspera, sin soltar la mano de Sombra.

Hacía frío en el brumoso espacio entre la vigilia y la sepultura. El salado oleaje batía contra la proa del barco, y Sombra iba calado hasta los huesos.

—Llévanos de vuelta —le rogó el hombre que le cogía de la mano—. Llévanos de vuelta o déjanos marchar.

Sombra le respondió:

—No sé cómo hacerlo.

Los dos hombres rompieron a llorar y a lanzar gritos de dolor. Uno rompió el astil de su remo golpeándolo contra la cubierta, el otro golpeó la hoja de su espadín contra los remaches de latón que había en el centro de su escudo de cuero; los rítmicos golpes acompañaban sus gritos, que oscilaban entre la amargura y la más desgarradora desesperación...

El chillido de una gaviota rompió el silencio del amanecer. La ventana de su habitación se había abierto de golpe durante la noche y el viento la sacudía contra la pared. Sombra estaba tendido sobre la estrecha cama de hotel. Tenía la piel húmeda, quizá bañada en sudor.

Acababa de comenzar otra fría jornada de finales de verano.

En el hotel le prepararon una caja de picnic que contenía varios sándwiches de pollo, un huevo duro, una bolsa de patatas fritas con sabor a queso y cebolla y una manzana. Al darle el picnic, Gordon, el de recepción, le preguntó que a qué hora volvería, y le explicó que si tardaba más de dos horas, llamarían a los servicios de rescate, en cuyo caso necesitaría el número de su móvil.

Sombra no tenía móvil.

Se dispuso a comenzar su caminata y se dirigió hacia la costa. El paisaje era maravilloso, con un punto de desolación que armonizaba perfectamente con el vacío interior de Sombra. Se había imaginado que Escocia sería un lugar agradable, lleno de colinas cubiertas de brezo, pero el paisaje de la costa norte era más bien abrupto y escarpado, incluso las nubes plomizas que cruzaban el pálido cielo a una velocidad vertiginosa. Era como si allí los huesos de la Tierra afloraran a la superficie. Siguió la ruta que marcaba su libro, atravesando praderas enmalecidas y cruzando por cantarines regatos, subiendo y bajando rocosas laderas.

A veces tenía la impresión de que él estaba quieto, y era el mundo el que se deslizaba bajo sus pies, que él se limitaba a mover las piernas para hacerlo pasar.

La ruta era más fatigosa de lo que había esperado. Pensaba almorzar a la una en punto, pero hacia el mediodía tenía ya las piernas muy cansadas y necesitaba hacer un alto. Siguió caminando hasta la falda de una colina, y se sentó a comer junto a un peñasco que le protegía del viento. Frente a él, allá a lo lejos, se veía el Atlántico.

Sombra creía que no había nadie más allí.

Una voz femenina le preguntó:

—¿Me das esa manzana?

Era Jennie, la camarera del hotel. Sus finos cabellos se arremolinaban sobre su cara.

—Hola, Jennie —le saludó Sombra, y le dio su manzana.

Jennie sacó una navaja del bolsillo de su abrigo marrón y se sentó a su lado.

—Gracias —le dijo.

—Por tu acento —le dijo Sombra—, yo diría que debías de ser muy pequeña cuando viniste de Noruega. Quiero decir que pareces de aquí.

—¿He dicho yo que viniera de Noruega?

—Bueno, eso me pareció entender anoche.

Jennie pinchó un trozo de manzana y se lo llevó a la boca, rozando levemente la hoja de la navaja con sus dientes. Le miró de reojo.

—Hace mucho tiempo de eso.

—¿Tienes familia?

Jennie se encogió de hombros, como si la pregunta no mereciera contestación.

—¿Te gusta vivir aquí?

Ella le miró y negó con la cabeza.

—Me siento como una
huldra.

La palabra le resultaba familiar, la había oído cuando estuvo en Noruega.

—Son una especie de trolls o algo así, ¿no?

—No. Son criaturas montaraces, como los trolls, pero viven en los bosques, y son muy hermosas. Como yo —pronunció estas últimas palabras con una amplia sonrisa, como si supiera que era demasiado pálida, demasiado arisca y demasiado delgada como para considerarla guapa—. Suelen enamorarse de los granjeros.

—¿Por qué?

—Y yo qué sé —le respondió—. Es así, y punto. Algunas veces el granjero se da cuenta de que está hablando con una mujer huldra porque ve el rabo de vaca que tiene detrás, o peor, porque se da cuenta de que por detrás está hueca, como un tronco muerto. Entonces, el granjero se pone a rezar o sale huyendo, y vuelve corriendo a su granja, o a esconderse tras las faldas de su madre.

»Pero hay granjeros que no salen corriendo. Simplemente, lanzan un cuchillo por encima del hombro de la mujer, o sonríen, y acaban casándose con la mujer huldra que, al casarse, pierde su rabo de vaca. Pero aun así, siempre será más fuerte que cualquier mujer humana. Y pasará el resto de sus días añorando su hogar en el bosque. Nunca llegará a ser feliz. Nunca será humana.

—¿Y qué ocurre entonces? —le preguntó Sombra—. ¿Envejece y muere al lado del granjero?

Jennie se había comido ya toda la manzana y, con un golpe de muñeca, arrojó el corazón por encima de su hombro.

—Me parece que... cuando su hombre muere, regresa a las montañas. —Se quedó contemplando la ladera de la colina—. Hay un cuento que habla de una mujer huldra que se casó con un granjero que no la trataba bien. Le gritaba, no la ayudaba en las tareas de la granja y siempre volvía del pueblo borracho y enfadado. A veces, incluso le pegaba.

»Una mañana, ella está en casa, encendiendo el fuego, y él llega. Al ver que no le ha preparado la comida, se pone furioso y empieza a gritarle y a decirle que es incapaz de hacer nada a derechas, que maldito el día en que se casó con ella, y ella aguanta el chaparrón un rato y, luego, sin decir una sola palabra, se va hacia la chimenea y coge el atizador. Un atizador de hierro macizo, nada de tonterías. Lo coge con ambas manos y, sin el más mínimo esfuerzo, lo dobla hasta formar un círculo perfecto, igual al de su anillo de bodas. No te creas que suelta un gruñido ni derrama una sola gota de sudor, dobla el hierro con la misma facilidad que tú doblarías un junco. Y el granjero, al ver esto, se queda blanco como el papel, y deja de quejarse por no tener el desayuno listo. Viendo lo que acaba de hacer con el atizador de hierro, se da cuenta de que en esos cinco años habría podido hacer exactamente lo mismo con él. Y, desde entonces, no volvió a ponerle la mano encima ni una sola vez, ni tampoco volvió a atreverse a levantarle la voz. Y ahora, señor todo-el-mundo-me-llama-Sombra, a ver si sabes decirme por qué durante cinco años, pudiendo doblar una barra de hierro macizo, permitió que su marido le pegara. ¿Por qué querría vivir con alguien así? A ver.

—Pues... —replicó Sombra—. Quizá porque se sentía sola.

Jennie limpió la hoja de la navaja en sus vaqueros.

—El doctor Gaskell no dejaba de repetir que eres un monstruo —dijo Jennie—, ¿es eso cierto?

—Yo creo que no —respondió Sombra.

—Qué pena —dijo ella—. Con los monstruos siempre sabes a qué atenerte.

—¿En serio?

—Claro. Sabes que, al final del día, serás su cena. Por cierto, voy a enseñarte una cosa. —Se levantó y le hizo subir unos pasos más arriba—. Mira allá abajo. ¿Ves esa colina? Pues abajo, en la cañada, está la casa en la que vas a trabajar este fin de semana. ¿La ves?

—No.

—A ver. Fíjate bien, mira hacia donde apunta mi dedo —le dijo, arrimándose más a él. Sombra vio la luz del sol reflejada en un punto que debía de ser un lago (o un
loch,
se corrigió, al fin y al cabo estaban en Escocia) y, sobresaliendo por encima, en la ladera de la colina, una manchita gris. Al principio había creído que era un peñasco pero, efectivamente, su forma era demasiado regular para ser otra cosa que un edificio.

—¿Ése es el castillo?

—Yo no diría tanto. No es más que una casa grande en mitad de la cañada.

—¿Has asistido a alguna de esas fiestas?

—No invitan a los lugareños —respondió—. Ni me han invitado nunca a mí. Y, dicho sea de paso, tú tampoco deberías ir. Deberías decir que no.

—Me pagan muy bien —replicó él.

Entonces, por primera vez, ella le tocó, puso su mano sobre la mano atezada de Sombra.

—¿Y qué falta le hace el dinero a un monstruo? —le preguntó, sonriendo.

En ese momento, Sombra pensó que quizá sí era guapa, al fin y al cabo.

Luego, Jennie retiró la mano y se apartó de él.

—¿Y bien? —dijo ella—. ¿No deberías seguir con tu ruta? Se está haciendo tarde y dentro de nada tendrás que volver. En esta época del año, anochece en cuanto empieza a atardecer.

Jennie se quedó mirándole mientras se cargaba al hombro la mochila y echaba a andar colina abajo. Al llegar al pie de la colina, Sombra se giró. Ella seguía mirándole. Sombra le dijo adiós con la mano, y ella respondió.

Cuando volvió a girarse de nuevo, Jennie ya no estaba allí.

Cogió el ferry para cruzar hasta el cabo y subió hasta el faro dando un paseo. Luego, cogió un minibús para volver al ferry.

Llegó al hotel a eso de las ocho, agotado pero satisfecho. A media tarde había caído un chaparrón, pero se había refugiado en una cabaña abandonada y se había entretenido leyendo un periódico de hacía cinco años que encontró por allí. El chaparrón no duró más de media hora, pero Sombra se alegró de llevar puestas unas buenas botas, porque el suelo se había convertido en un auténtico barrizal.

Tenía un hambre de lobo, y entró en el restaurante del hotel. No había ni un alma. Sombra llamó:

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