Authors: Neil Gaiman
—¿Nunca coge el coche para moverse por Londres? —preguntó el del traje hortera. Dios se apiade de los estudiosos americanos y de su sentido de la moda. Digamos que se llamaba Macleod.
—Sólo de noche, cuando no hay tráfico —le respondí—. Pasadas las doce. Me gusta conducir de noche.
El señor Alice bajó el cristal de la ventanilla y encendió un purito. No pude evitar fijarme en que le temblaban las manos. De impaciencia, supuse.
Atravesamos medio Earls Court, pasamos por delante de un centenar de edificios de ladrillo rojo con letreros que los identificaban como hoteles, otros cien edificios más cochambrosos que alojaban hostales y pensiones, pasamos por calles buenas y por calles malas. Earls Court me recuerda a veces a esas señoras mayores tan cursis y tan peripuestas que en cuanto beben un par de copas pierden los papeles y se ponen a bailar encima de una mesa, o a contar a grito pelado lo guapas que eran de jóvenes y lo que les pagaban por una mamada en Australia, en Kenia o donde sea.
Así dicho, podría parecer que el sitio me gusta y, francamente, no me gusta. Es un lugar de paso. No sé, la gente llega y se va continuamente, todo sucede muy rápido. No es que yo sea un romántico, pero prefiero mil veces la zona sur del río, o el East End. El East End sí que es un sitio como Dios manda: allí es donde empieza todo, lo bueno y lo malo. Viene a ser como el coño y el ojete de Londres, siempre cerca el uno del otro. Y Earls Court vendría a ser... yo qué sé. La metáfora del cuerpo se te va al carajo cuando llegas allí. Será que Londres no anda bien de la cabeza. Sufre un trastorno de personalidad múltiple. Todos esos pueblos y barrios que al crecer colisionaron entre sí para acabar formando una gran ciudad, pero que aún recuerdan sus antiguas fronteras.
El chófer detuvo el Jaguar en una calle como otra cualquiera, enfrente de un edificio alto que, por su aspecto, bien podría haber sido un hotel en otro tiempo. Se veía movimiento en dos de las ventanas.
—Ya hemos llegado —anunció el chófer.
—Sí, aquí es —confirmó el señor Alice.
El chófer rodeó el coche y abrió la puerta al señor Alice. El profesor Macleod y yo nos bajamos por nuestra cuenta. Miré a un lado y a otro de la calle. No había moros en la costa.
Llamé a la puerta y esperamos. Saludé haciendo un gesto con la cabeza y sonreí al ojo que acechaba tras la mirilla. El señor Alice estaba ruborizado, y tenía las manos cruzadas delante de su entrepierna para evitar ponerse en evidencia. Menudo salido, el cabrón.
Hombre, yo también tengo lo mío. Como todos. Sólo que el señor Alice puede permitirse todos los caprichos que le dé la gana.
A mi modo de ver, hay gente que necesita cariño y gente que no. Y así, en general, yo diría que el señor Alice es más bien de los que no. Yo también soy de los que no. Con el tiempo, acabas distinguiendo quién sí y quién no.
El señor Alice es, ante todo y sobre todo, un
connoisseur.
Oímos cómo descorrían el cerrojo, y una mujer de aspecto repulsivo nos abrió la puerta. Llevaba una amplia túnica negra. Tenía bolsas bajo los ojos y la cara llena de arrugas. Para que os hagáis una idea: ¿habéis visto alguna vez una foto de uno de esos bollos de canela en los que la gente ve la cara de la Madre Teresa? Pues clavadita. Incluso sus ojos, pequeños y oscuros, parecían un par de pasas incrustadas en mitad del bollo.
Me habló en un idioma que no supe identificar, y el profesor Macleod le respondió con voz entrecortada. La mujer nos miró a los tres con aire suspicaz, hizo una mueca y, con un gesto, nos invitó a entrar. Cerró de golpe nada más entramos. Para acostumbrarme a la penumbra del interior, cerré primero un ojo y después el otro.
La casa olía como a secadero de especias con humedades. Aquello no me gustaba un pelo; a mí es que los extranjeros, cuando son tan distintos, me dan como repelús. Mientras el viejo murciélago —a la que, para mis adentros, empecé a llamar la Madre Superiora— nos guiaba escaleras arriba, pude ver que había otras mujeres vestidas de negro espiándonos desde los pasillos y en los umbrales de las puertas. La moqueta que cubría la escalera estaba muy desgastada y, al subir, se me iban pegando las suelas de los zapatos; las paredes estaban llenas de desconchones. Aquello era un auténtico laberinto, y eso me ponía muy nervioso. El señor Alice no debería frecuentar sitios así, donde resulta difícil garantizar su seguridad.
Seguimos subiendo, y aquellas siniestras arpías estaban por todas partes, observándonos. La bruja con cara de bollo le hablaba de cuando en cuando al profesor Macleod, que le respondía como podía, entre jadeo y jadeo, cansado por el esfuerzo de subir los escalones.
—Quiere saber si ha traído usted los diamantes —dijo, sin dejar de resollar.
—Dile que ya hablaremos de eso cuando haya visto la mercancía —replicó el señor Alice. Él no jadeaba y, si le temblaba un poco la voz, era por la emoción.
Que yo sepa, el señor Alice se ha pasado por la piedra a la mitad de los yogurines que han protagonizado alguna película en las dos últimas décadas, y también a cientos de modelos masculinos; se ha tirado a los chicos más deseados del mundo, y ninguno supo nunca quién era exactamente el tipo que se los estaba follando, pero eso sí, todos ellos recibieron una generosa gratificación por sus atenciones.
Arriba del todo, tras un último tramo de escaleras sin enmoquetar, estaba la puerta del desván, custodiada por dos inmensas mujeres vestidas de negro. Cualquiera de las dos habría podido enfrentarse sin problemas a un luchador de sumo. Llevaban, además, sendas cimitarras; no es broma: eran las guardianas del Tesoro de los Shahinai. Y apestaban como dos mulas viejas. Incluso en medio de aquella penumbra pude ver que sus túnicas estaban llenas de remiendos y de manchas.
La Madre Superiora avanzó hacia ellas a grandes zancadas, parecía una ardilla frente a frente con dos pitbulls. Contemplé sus impasibles rostros y me pregunté de dónde serían. De Samoa o de Mongolia, quizás, o a lo mejor las habían sacado de un cottolengo turco, indio o iraní.
A una palabra de la Madre Superiora, las dos mujeres se hicieron a un lado y abrieron la puerta. No tenía echada la llave. Me asomé un poco para asegurarme de que todo estaba en orden, entré, volví a mirar y les dije que podían pasar. Fui el primer hombre de mi generación que posó sus ojos sobre el Tesoro de los Shahinai.
El tipo estaba arrodillado junto a un catre, con la cabeza inclinada.
«Legendarios» es un adjetivo que serviría para definir a los shahinai. Quiero decir con esto que yo no había oído hablar de ellos en mi vida y que no conocía a nadie que lo hubiera hecho y, cuando empecé a buscarlos, incluso las personas que sí habían oído hablar de ellos no creían en su existencia.
—No en vano, mi querido amigo —me explicó mi académico ruso favorito cuando me entregó su informe—, estamos hablando de una raza de cuya existencia no tenemos más prueba que media docena de líneas de Heródoto, un poema recogido en
Las mil y una noches
y una disertación en el
Manuscrito encontrado en Zaragoza.
Como ves, no son fuentes fidedignas, precisamente.
Pero el señor Alice había oído algunos rumores y empezó a interesarse por el tema. Y cuando al señor Alice se le antoja lo que sea, ahí estoy yo para asegurarme de que lo tenga. En ese momento, mientras contemplaba el Tesoro de los Shahinai, el señor Alice parecía tan feliz que creí que la cara se le iba a partir en dos a la altura de la boca.
El chico se puso en pie. Por debajo del catre asomaba un orinal con un dedo de pis de un vívido color amarillo. El chico llevaba una túnica blanca de algodón, liviana y muy limpia. Calzaba unas chinelas de seda azul.
Hacía mucho calor allí dentro. Había dos estufas de gas, una a cada lado de la habitación. El chico no parecía tener calor, pero el profesor Macleod sudaba profusamente.
Según la leyenda, el chico de la túnica blanca —que debía de tener unos diecisiete años, dieciocho como mucho— era el hombre más bello del mundo. A mí, desde luego, no me pareció ninguna exageración.
El señor Alice se acercó al chico y lo examinó como si fuera un granjero reconociendo a una ternera en una feria de ganado: le miró la dentadura, los ojos y las orejas; le cogió de las manos y pasó revista a los dedos y a las uñas; por último, le levantó la blanca túnica y evaluó su incircuncisa polla antes de darle la vuelta y comprobar el estado de su culo.
El chico no dejó de sonreír en todo el tiempo, con los ojos brillantes y mostrando sus blanquísimos dientes.
Por fin, el señor Alice atrajo al chico hacia sí y le besó, lenta y suavemente, en los labios. A continuación, lamió sus labios con delicadeza y asintió. Se volvió hacia Macleod:
—Dile que nos lo quedamos —le dijo.
El profesor Macleod le dirigió unas palabras a la Madre Superiora, y su arrugada cara de bollo se iluminó de acanelada felicidad. Después, extendió las manos.
—Quiere que le pague ya —explicó Macleod.
Muy despacio, saqué de los bolsillos interiores de mi gabardina dos saquitos de terciopelo negro y se los entregué a la mujer. Cada saquito contenía cincuenta diamantes perfectos de categoría D o E, todos ellos impecablemente tallados y de más de cinco quilates cada uno. La mayoría fueron adquiridos a precio de ganga en Rusia, a mediados de los años noventa. Cien diamantes: cuarenta millones de dólares. La vieja esparció unos cuantos sobre la palma de su mano y los acarició con un dedo. Luego, volvió a guardarlos en su sitio y asintió.
Los dos saquitos desaparecieron entre los pliegues de su túnica. La vieja se acercó al hueco de la escalera y proclamó vete a saber qué en su extraña lengua y a grandes voces.
De todos los rincones de la casa llegaron unos lamentos, aquello parecía un coro de plañideras. Los lamentos nos acompañaron mientras descendíamos por el tenebroso laberinto con el joven de la túnica blanca a la cabeza. Os juro que los dichosos lamentos ponían los pelos de punta, y el olor a humedad y a podredumbre empezaba a producirme náuseas. Cómo odio a esos putos extranjeros.
La vieja lo envolvió en un par de mantas antes de salir de la casa; tendría miedo de que el chico se le acatarrara con aquel espléndido sol de julio. Tuvimos que subirlo al coche a empujones.
A mí me dejaron en la boca de metro más cercana y, desde allí, seguí por libre.
El día siguiente, que fue miércoles, me lo pasé intentando arreglar un follón que nos tenían organizado en Moscú. El mundo está lleno de putos
cowboys.
Rezaba para que pudiera resolver aquella historia sin tener que ir allí personalmente: la comida rusa me produce estreñimiento.
Cuantos más años cumplo, menos me gusta viajar; y de entrada es una cosa que no me ha gustado nunca. Pero si es necesario, voy a donde haga falta. Recuerdo aquella vez que el señor Alice comentó que ya iba siendo hora de sacar a Maxwell del terreno de juego. Le dije que me encargaría personalmente de ello y que no quería oír ni una palabra más. Maxwell había sido siempre un perfecto gilipollas. Un mindundi bocazas y, para colmo, macarra.
En mi vida había disfrutado tanto.
El miércoles por la noche estaba tan tenso que llamé a uno de mis contactos y, al rato, Jenny se presentó en mi piso de Barbican. Aquello me puso de muy buen humor. Una buena chica, Jenny. No parece una puta. Cuida mucho su dicción.
Fui muy cariñoso con ella esa noche y, al terminar, le di un billete de veinte libras.
—No hace falta —me dijo—. Está todo pagado.
—Cómprate algo bonito —le dije, enrollándome en el dedo un mechón de su cabello. Ella sonrió como una colegiala.
El jueves me llamó la secretaria del señor Alice para decirme que todo había salido muy bien y que ya podía pagarle al profesor Macleod.
Le habíamos alojado en el Savoy. Lo normal hubiera sido coger el metro hasta Charing Cross o Embankment y, desde allí, subir por el Strand hasta el Savoy. Pues no. Yo cogí el metro hasta Waterloo y luego subí hasta el Savoy, pasando por el puente de Waterloo. Se tarda un par de minutos más, pero las vistas son increíbles.
Cuando era pequeño, un compañero del orfanato me dijo que, si aguantas la respiración hasta llegar a la mitad de cualquiera de los puentes del Támesis y pides un deseo, tu deseo se cumple. Nunca he tenido ningún deseo, así que lo hago como ejercicio de respiración.
Me detuve en la cabina telefónica que hay al final del puente: C
OLEGIALAS PECHUGONAS NECESITAN DISCIPLINA.
Á
TAME DESÁTAME
. R
UBIA NUEVA EN LA CIUDAD.
Llamé al Savoy y pedí que me pasaran con la habitación de Macleod. Le dije que se reuniera conmigo en el puente.
Llevaba un traje todavía más hortera, si cabe, que el del martes. Me entregó un sobre marrón que contenía una serie de folios impresos: una especie de diccionario básico shahinai-inglés que él mismo había confeccionado. «¿Tienes hambre?» «Ya es hora de que te des un baño.» «Abre la boca.» La clase de frases que podían resultarle útiles al señor Alice.
Me guardé el sobre en el bolsillo de la gabardina.
—¿Qué tal si le doy una vuelta por la ciudad? —le pregunté, y el profesor Macleod me respondió que siempre es agradable poder recorrer una ciudad en compañía de un nativo.
—Este trabajo es una excentricidad filológica y una delicia lingüística —dijo Macleod, mientras paseábamos por el Embankment—. La lengua de los shahinai presenta algunos rasgos comunes tanto con el grupo del arameo como con la familia de las lenguas fino-ugrias. Es la lengua que podría haber hablado Cristo de haber sido él quien escribió la epístola a los primitivos estonios. En realidad, es una lengua que incluye muy pocos préstamos. Tengo la teoría de que, seguramente, se vieron obligados a huir de manera precipitada en diversas ocasiones. ¿Lleva encima el dinero para abonarme mis honorarios?
Asentí. Extraje mi vieja billetera de piel del bolsillo interior de mi chaqueta y saqué un papelito de colorines.
—Aquí tiene.
Estábamos llegando al puente de Blackfriars.
—¿Es auténtico?
—Por supuesto. Lotería del estado de Nueva York. Tuvo usted una corazonada y lo compró en el aeropuerto, antes de salir para Inglaterra. El sorteo se celebrará el sábado por la noche. Es usted un tipo con suerte, esta semana hay un bote de más de veinte millones de dólares.
Se guardó el billete de lotería en su cartera —negra, lustrosa y llena de plástico— y la cartera en el bolsillo interior de su chaqueta. Se pasó todo el tiempo tanteándose inconscientemente la cartera para asegurarse de que seguía estando ahí. Habría sido el blanco perfecto para cualquier choro que quisiera saber dónde llevaba sus objetos de valor.