Authors: Neil Gaiman
—No debe de andar muy lejos —respondió Jonathan—. Nos llamaron para participar en el especial de Navidad. Quise pagarles las entradas, pero insistieron en invitarnos.
—Seguro que es divertido.
La señorita Finch hizo un gesto despectivo.
De pronto vimos a un tipo gordo y calvo vestido de fraile que venía corriendo hacia nosotros.
—¡Ya están aquí! —exclamó—. Estaba pendiente de si les veía llegar.
El rechoncho fraile dio media vuelta, se alejó con un trotecillo cochinero por donde había venido y nosotros le seguimos. Las gotas de lluvia salpicaban su calva y rodaban por su cara, arrastrando a su paso el maquillaje a lo Fester Addams. Finalmente llegó a la puerta del local, la abrió y nos dijo:
—Es aquí.
Entramos y vimos que había ya unas cincuenta personas esperando, todos empapados y acalorados. Una mujer alta con un tosco disfraz de vampiresa se paseaba entre la gente con una linterna en la mano, recogiendo y vendiendo entradas. Una mujer baja y regordeta que estaba justo delante de nosotros se puso a sacudir el agua de su paraguas y miró a su alrededor con aire hostil.
—Ya puede ser bueno, ya —le dijo al chico que iba con ella (su hijo, supongo) mientras pagaba el importe de las dos entradas.
La vampiresa se acercó a nosotros, reconoció a Jonathan y dijo:
—¿Estos señores vienen con usted? Cuatro, ¿verdad? Pueden ir pasando, están en la lista de invitados.
Al oír estas últimas palabras, la mujer del paraguas nos miró con suspicacia.
De repente, comenzamos a oír una grabación que simulaba las campanadas de un reloj con carillón. El reloj estaba dando las doce (aunque según mi reloj no eran más que las ocho) y, con un siniestro chirrido, las puertas del final del pasillo se abrieron de par en par. «Adelante... ¡Recuerden: están aquí por voluntad propia!», tronó una voz y, a continuación, se oyeron unas siniestras carcajadas. Todos los allí congregados atravesamos las puertas y nos adentramos en la oscuridad.
Olía a ruina y a humedad. Entonces supe dónde nos encontrábamos: bajo ciertas vías de tren antiguas hay una red de sótanos vacíos de diversas formas y tamaños. Algunos se usan para almacenar vinos o coches usados; otros sirven de refugio a mendigos u okupas que, finalmente, debido a la falta de luz eléctrica y demás infraestructuras, acaban abandonándolos; la mayoría permanecen vacíos, esperando la inevitable demolición y el momento en que todos los secretos y misterios que esconden saldrán a la luz.
Un tren pasó traqueteando por encima de nosotros.
Con el tío Fester y la vampiresa a la cabeza, avanzamos como un rebaño de ovejas hasta llegar a una especie de redil.
—Espero que ahora nos sienten en alguna parte —dijo la señorita Finch.
Cuando estuvimos todos, apagaron las linternas y se encendieron los focos.
Los artistas salieron a escena. Algunos de ellos iban en moto o en
buggies
como los que se usan para ir por la playa. Iban de un lado a otro corriendo, haciendo cabriolas y riendo a carcajadas. Quienquiera que hubiera diseñado el vestuario obviamente había leído demasiados cómics, pensé, o había visto
Mad Max
demasiadas veces. Había punkis, monjas, vampiros, monstruos, strippers y muertos vivientes.
Bailaban y hacían el indio mientras el maestro de ceremonias —que se distinguía de los demás porque llevaba un sombrero de copa— cantaba «Welcome to my Nightmare», de Alice Cooper, y lo hacía francamente mal.
—Conozco a Alice Cooper —murmuré para mí, medio citando algo que había oído decir en alguna ocasión— y usted, caballero, no es Alice Cooper.
—Es bastante hortera —dijo Jonathan, dándome la razón.
Jane nos mandó callar. Al acabar la canción, todos los artistas hicieron mutis y dejaron solo bajo los focos al maestro de ceremonias, que se puso a andar entre el público mientras hablaba.
—Bienvenidos, bienvenidos al Teatro de los Sueños Nocturnos —dijo.
—Éste es fan tuyo —susurró Jonathan.
—Creo que está más en la línea del
Rocky Horror
—le susurré yo a mi vez.
—Esta noche van ustedes a ver monstruos inconcebibles, seres espeluznantes y criaturas de la noche; actuaciones que les harán temblar de miedo... y de risa. Iremos viajando de sala en sala... y de pesadilla en pesadilla; en cada una de estas cavernas subterráneas les esperan mil y un prodigios. Por su propia seguridad, he de advertirles que se mantengan siempre dentro de la zona reservada al público... de lo contrario... podrían acabar heridos, condenados e, incluso..., perder su alma. También he de decirles que están terminantemente prohibidas las cámaras de fotos o cualquier otro medio de grabación audiovisual.
Y, dicho esto, unas chicas nos condujeron a la sala siguiente.
—Pues al final no nos sentamos —dijo la señorita Finch, nada impresionada por el ambiente o las palabras del maestro de ceremonias.
La Primera Sala
En la primera sala había una sonriente rubia que iba ataviada con un bikini de lentejuelas y que tenía marcas de agujas en los brazos. Entre el tío Fester y un jorobado encadenaron a la rubia a una enorme rueda.
La rueda giraba lentamente mientras un tipo gordo disfrazado de cardenal iba lanzando los cuchillos. A continuación, el jorobado le vendó los ojos al cardenal, que lanzó los tres últimos cuchillos bordeando la cabeza de la mujer. El cardenal se quitó la venda de los ojos, desencadenaron a la mujer, la bajaron de la rueda y los tres se inclinaron para saludar. Les aplaudimos.
Entonces, el cardenal cogió un cuchillo trucado que llevaba en el cinturón y le cortó el cuello a la mujer. La sangre brotó de la hoja del cuchillo. Se oyeron gritos ahogados entre el público, y una chica un tanto asustadiza gritó, mientras sus amigas se reían.
El cardenal y la mujer de las lentejuelas saludaron por última vez y las luces se apagaron. Seguimos la luz de las linternas por un pasadizo con paredes de ladrillo.
La Segunda Sala
En esta segunda sala el olor a humedad era todavía más intenso; olía como un sótano, a moho y a abandono. Por algún resquicio llegaba el sonido de la lluvia. El maestro de ceremonias presentó a la Criatura:
—Cosida miembro a miembro en los laboratorios de la noche, la Criatura posee una fuerza sobrehumana.
El maquillaje del monstruo de Frankenstein distaba mucho de ser convincente, pero la Criatura levantó un bloque de piedra con el tío Fester subido encima y logró retener el
buggie
con el acelerador a tope. Como colofón, la Criatura infló una bolsa de agua caliente y la explotó con las manos.
—Estoy deseando llegar al sushi —le susurré a Jonathan.
La señorita Finch insistió, en voz baja, en que además del peligro que suponen los parásitos, debíamos ser conscientes de que el atún rojo, el pez espada y la merluza negra son especies en peligro de extinción, pues se pescan de forma abusiva y no se reproducen lo suficientemente rápido como para compensarlo.
La Tercera Sala
parecía prolongarse indefinidamente en la oscuridad. El techo original había desaparecido y se podía ver el tejado del almacén abandonado que estaba justo encima. Habían colocado unas luces ultravioleta en los rincones que hacían que los dientes, las camisas y hasta las pelusas brillaran en la oscuridad. Alzamos la vista para ver un esqueleto, un extraterrestre, un hombre lobo y un ángel que estaban muy por encima de nuestras cabezas. Sus disfraces resplandecían bajo las luces ultravioleta, como viejos sueños, mientras se balanceaban colgados de un trapecio al ritmo de la música. De repente, todos a una, se dejaron caer y bajaron hacia nosotros dando vueltas.
Estábamos a punto de gritar pero, antes de llegar hasta nosotros, rebotaron en el aire y ascendieron de nuevo, como yoyós humanos, y subieron otra vez a sus trapecios. Entonces nos dimos cuenta de que unas cuerdas elásticas, invisibles en la oscuridad, los mantenían sujetos al techo, y siguieron balanceándose y lanzándose en picado sobre nuestras cabezas mientras nosotros aplaudíamos, con un nudo en la garganta, y les contemplábamos embobados y en silencio.
La Cuarta Sala
era poco más o menos como un pasillo con el techo bajo. El maestro de ceremonias se puso a pasear entre el público y escogió a dos espectadores para participar en el siguiente número —la mujer baja y regordeta y un hombre negro bastante alto que llevaba un abrigo de borrego y guantes de color canela—. El maestro de ceremonias anunció que iba a hacernos una demostración de sus poderes hipnóticos. Hizo un par de pases en el aire y pidió a la mujer regordeta que volviera a su sitio. A continuación, pidió al hombre que se subiera encima de un cajón.
—Está amañado —susurró Jane—. Es un gancho.
Sacaron a escena una guillotina. El maestro de ceremonias cortó una sandía por la mitad para demostrar lo afilada que estaba la hoja. Después, hizo que el hombre colocara una de sus manos bajo la guillotina y dejó caer la hoja. La enguantada mano cayó en la cesta y empezó a chorrear sangre por la muñeca.
La señorita Finch chilló.
Entonces, el hombre recogió su mano de la cesta y se puso a perseguir al maestro de ceremonias entre el público, mientras de fondo se oía la banda sonora de
El show de Benny Hill.
—Una mano de mentira —comentó Jonathan.
—Me lo veía venir —dijo Jane.
La señorita Finch se sonó la nariz.
—Me parece de muy mal gusto todo esto —dijo.
Y a continuación nos condujeron a
La Quinta Sala
y todas las luces se encendieron. Junto a una de las paredes, habían colocado una mesa de madera en la que un joven calvo vendía cerveza, zumo de naranja y botellas de agua, y había unos carteles que indicaban que los servicios estaban en la sala contigua. Jane se acercó a comprar las bebidas, Jonathan aprovechó para ir al baño y yo me quedé a solas con la señorita Finch sin saber de qué hablar.
—Me han dicho —aventuré— que no llevas mucho tiempo por aquí.
—Estuve en Komodo —replicó—, estudiando los dragones. ¿Sabes por qué se hicieron tan grandes?
—Pues...
—Para poder atacar a los elefantes pigmeo.
—¿Existieron de verdad elefantes pigmeo?
Aquello empezaba a ponerse interesante. Desde luego, era mucho más divertido que aguantar una charla sobre anisakis.
—Claro que sí. Es un principio básico de la biogeología insular: los animales tienden al gigantismo o al enanismo. Verás, se han hecho algunas ecuaciones...
El rostro de la señorita Finch se iba animando a medida que hablaba y, mientras me explicaba por qué unos animales crecían y otros menguaban, me di cuenta de que empezaba a caerme bien.
Jane volvió con las bebidas, y Jonathan volvió del baño con aire jovial y sorprendido porque alguien le había pedido un autógrafo mientras meaba.
—Quería preguntarte una cosa —dijo Jane—: He estado leyendo un montón de revistas de criptozoología para mi próxima
Guía de lo insólito.
Como bióloga...
—Biogeóloga —la interrumpió la señorita Finch.
—Eso. ¿Crees que es posible que existan aún animales prehistóricos, que vivan en lugares ignotos y no hayan sido descubiertos todavía por los científicos?
—Es muy poco probable —respondió la señorita Finch en tono regañón—. En cualquier caso, te aseguro que no existe ningún «mundo perdido» ni ninguna isla en la que haya mamuts, esmilodontes y aepyornis...
—Tampoco hace falta que nos pongamos groseros —bromeó Jonathan—. ¿Ae... qué?
—Aepyornis. Un ave prehistórica gigante que era incapaz de volar —dijo Jane.
—Ya lo sabía. En serio —replicó Jonathan.
—Sólo que no es un ave prehistórica —puntualizó la señorita Finch—. Los últimos aepyornis fueron aniquilados hace unos trescientos años, en Madagascar, por los marineros portugueses. Existen algunos documentos bastante fiables que hablan de un mamut pigmeo obsequiado a la corte rusa en el siglo XVI, y el emperador Vespasiano trajo desde el norte de África un grupo de animales, que por las descripciones de que disponemos debían de ser casi con toda seguridad algún tipo de félidos de diente de sable (esmilodontes), y murieron en el circo. Así que, como veis, no todos estos animales son prehistóricos; la mayoría son simplemente históricos.
—Me pregunto qué utilidad podrían tener los dientes de sable —dije—. Seguramente no serían más que un estorbo.
—Ni mucho menos —me respondió la señorita Finch—. El esmilodonte era un depredador de lo más eficiente. Debió de serlo, pues los dientes de sable se encuentran con frecuencia en los archivos de fósiles. Desearía con todas mis fuerzas que hubiera sobrevivido hasta nuestros días algún ejemplar, pero no queda ninguno. A estas alturas, conocemos el mundo demasiado bien.
—Pero el mundo es un lugar muy grande —terció Jane, no muy convencida.
Entonces, las luces parpadearon y una voz incorpórea y horripilante nos ordenó que pasáramos a la sala siguiente, que la última parte del espectáculo no era apta para cardíacos y que, un poco más tarde y sólo por esa noche, el Teatro de los Sueños Nocturnos tendría el honor de presentar al Gabinete de los Deseos Cumplidos.
Nos deshicimos de nuestros vasos de plástico y nos dirigimos a
La Sexta Sala
—Con todos ustedes —anunció el maestro de ceremonias—: ¡El faquir!
El foco se desplazó e iluminó a un chico joven extremadamente delgado, vestido únicamente con un bañador, que estaba colgado por los pezones. Dos de las chicas que iban disfrazadas de punkis le ayudaron a bajarse y le acercaron sus cosas. El chico se clavó en el interior de la nariz un clavo de quince centímetros, levantó diferentes pesos con el
piercing
de su lengua, se metió varios hurones dentro del bañador y concluyó su actuación dejando que la más alta de las chicas usara su abdomen como diana y le lanzara varias agujas hipodérmicas.
—¿No trabajó este chico en tu programa hace unos años? —preguntó Jane.
—Sí —contestó Jonathan—. Un chaval bien simpático. Un día encendió una hoguera y la sostuvo con los dientes.
—¿No me dijiste que no había animales en el espectáculo? —dijo la señorita Finch—. ¿Qué crees tú que sentirán esos pobres hurones apretujados contra los genitales de ese chico?
—Pues digo yo que eso dependerá de si son hurones macho o hurones hembra —contestó alegremente Jonathan.
La Séptima Sala