Authors: Neil Gaiman
Missy recupera mi corazón, lo vuelve a meter en la bolsa y presiona el autocierre para que no se salga.
—¿Lo incinero? —le pregunta al patólogo.
—Tú misma. Ya sabes dónde está el incinerador —le dice el Doctor, volviendo al músico muerto que tiene sobre la mesa de autopsias—. Y lo de recuperar tu antiguo trabajo no era broma. Necesito una buena auxiliar de laboratorio.
Imagino mi corazón reducido a cenizas y humo que terminarán esparcidos por el mundo. No sé muy bien qué pensar, pero Missy, con gesto decidido, niega con la cabeza y se despide de Vernon, el patólogo. Sale del edificio con mi corazón guardado en un bolsillo de su abrigo, y enfila de nuevo la carretera del cementerio para volver a la ciudad.
Yo voy saltando y corriendo delante de ella. Ha llegado el momento de interactuar, decido, y, dicho y hecho, me disfrazo de viejecita encorvada de camino al mercado. Cubro las lentejuelas rojas de mi traje con una capa vieja, oculto mi enmascarado rostro bajo una amplia capucha y, al llegar al final de la carretera, le salgo al paso.
Soy fantástico, fantástico, fantástico. Imitando la voz de una mujer muy, muy anciana, le digo:
—A cambio de una moneda de cobre, esta anciana te dirá la buenaventura y hará que te pongas muy contenta.
Missy se detiene, abre el bolso y me ofrece un billete de un dólar.
—Aquí tiene.
He pensado hablarle de un hombre misterioso que conocerá dentro de poco, un hombre vestido de rojo y amarillo que lleva una máscara y que la amará por siempre jamás (pues no es buena idea contarle a tu Colombina toda la verdad). Pero, en lugar de eso, me encuentro diciéndole, con voz cascada:
—¿Has oído hablar de Arlequín?
Missy se queda pensativa un momento y luego asiente.
—Sí. Es un personaje de la Commedia dell'Arte. Lleva un traje de rombos de distintos colores y una máscara. Creo que es una especie de payaso o algo así, ¿no?
Yo niego con la cabeza.
—No es un payaso —le digo—, es...
Y me doy cuenta de que estoy a punto de contarle la verdad, así que me contengo y finjo uno de esos ataques de tos a los que las ancianas parecen especialmente susceptibles. ¿Será por eso que llaman la fuerza del amor? No recuerdo que eso me haya inquietado con ninguna otra mujer de las que creí amar, con ninguna de las Colombinas que me he ido encontrando a lo largo de los siglos y que desaparecieron de mi vida hace ya mucho tiempo.
Con los ojos bien ocultos bajo mi capucha, contemplo a Missy: tiene poco más de veinte años, sus ojos son grises y su mirada intensa, sus labios parecen los de una sirena, llenos, bien definidos y de expresión decidida.
—¿Se encuentra bien, señora? —me pregunta.
Yo sigo tosiendo, jadeo, toso un poco más y tomo aliento.
—Estoy bien, hijita, de verdad, muchas gracias.
—¿Y bien? —pregunta—. Creí que iba usted a decirme la buenaventura.
—Arlequín te ha entregado su corazón —me oigo decir, de repente—, pero tendrás que descubrir por ti misma el compás de sus latidos.
Missy, perpleja, me mira con los ojos muy abiertos. No puedo cambiarme de ropa ni desaparecer mientras siga mirándome, y me quedo paralizado, furioso conmigo mismo por ser tan bocazas.
—¡Mira! —le digo—. ¡Un conejo!
Missy se vuelve hacia donde señala mi dedo y, en cuanto aparta la vista de mí, desaparezco,
¡zas!,
como un conejo que corre a esconderse en su madriguera, y cuando se vuelve otra vez a mirarme, no queda ya ni rastro de la vieja adivina, o sea, de mí.
Missy sigue caminando, y yo voy saltando detrás de ella, pero ya no salto con el mismo brío que antes.
Ya es mediodía, y Missy se pasa por el Súper-Ahorro de Al para comprar una cuña de queso, un cartón de zumo de naranja y dos aguacates. Luego, se acerca al banco y saca doscientos setenta y nueve dólares con veintidós centavos, que es todo cuanto tiene en su cuenta de ahorro, y yo la sigo, dulce como el azúcar y callado como una tumba.
—Buenos días, Missy —le saluda el propietario del café El Salero.
El hombre lleva una barba muy arreglada en la que ya se distinguen algunas canas, y el corazón me habría dado un vuelco de no ser porque sigue metido en la bolsa de plástico en un bolsillo del abrigo de Missy, porque es obvio que al tipo le gusta Missy y mi proverbial confianza empieza a flaquear. «Soy Arlequín —me recuerdo a mí mismo—, llevo un traje de rombos, y el mundo es mi arlequinada. Soy Arlequín, que volvió de entre los muertos para burlarse de los vivos. Soy Arlequín, tengo una máscara y un palo.» Me pongo a silbar y recupero de nuevo mi proverbial confianza.
—Eh, Harve —dice Missy—. Tráeme una ración de croquetas y una botella de ketchup.
—¿Algo más?
—Nada más, de momento. Ah, sí, y un vaso de agua, por favor.
Ese tal Harve es Pantaleón, me digo, el necio mercader al que debo embaucar, desconcertar y confundir. Quizá tenga una ristra de salchichas en la cocina. En ese mismo momento, decido que voy a divertirme sembrando un poco de confusión y que, antes de la medianoche, me habré acostado con mi deliciosa Missy: ése será mi regalo de San Valentín. Y me imagino besando sus sensuales labios.
Además de Missy, hay más gente comiendo en el café, y me entretengo un rato cambiándoles los platos sin que se den cuenta, pero no consigo divertirme como otras veces. La camarera, una chica delgada y con el cabello rizado, pasa junto a Missy sin mirarla siquiera, seguramente la considera propiedad exclusiva de Harve.
Missy se sienta a la mesa, saca del bolsillo la bolsita de plástico y la coloca encima de la mesa.
Harve-Pantaleón se acerca a la mesa de Missy, pavoneándose, y le sirve las croquetas, el vaso de agua y una botella de Ketchup Heinz 57 Variedades.
—Tráeme también un cuchillo de carne, por favor —le pide Missy.
Cuando Harve se vuelve para ir a la cocina a buscar el cuchillo, le pongo la zancadilla. Harve suelta un taco y yo me siento mucho mejor, vuelvo a ser el mismo de siempre, y le toco el culo a la camarera al pasar junto a la mesa de un tipo que lee el
USA Today
mientras juega con su ensalada. La chica le lanza una mirada obscena. Yo me río y, entonces, me noto raro. De repente, me siento en el suelo.
—¿Qué es eso que tienes ahí, cariño? —le pregunta la camarera a Missy.
—Comida sana, Charlene —responde Missy—. Tiene mucho hierro.
Estiro el cuello para ver lo que hace. Está cortando mi corazón en pedacitos pequeños y los riega abundantemente con salsa de tomate. Pincha con el tenedor un trozo de corazón y una croqueta y se lo lleva a la boca.
Veo desaparecer mi corazón en el interior de su boca. Mi pequeña broma de San Valentín ya no me parece tan graciosa.
—¿Tienes anemia? —le pregunta la camarera, al pasar junto a su mesa con una humeante cafetera.
—Ya no —responde Missy, llevándose a la boca otro pedacito de corazón crudo, y masticándolo con decisión antes de tragar.
Tras comerse el último pedazo de mi corazón, Missy mira hacia abajo y me ve allí, tendido en el suelo.
—Fuera de aquí —me dice—. Ahora mismo.
Y, dicho esto, se levanta y deja diez dólares junto a su plato vacío.
Se ha sentado en un banco, me está esperando. Hace frío, y la calle está prácticamente desierta. Me siento a su lado. Podría ponerme a hacer el indio alrededor del banco, pero ahora que ella puede verme me sentiría como un idiota.
—Te has comido mi corazón —le digo. Me doy cuenta de que mi tono es más bien petulante, y eso me irrita.
—Sí. ¿Es por eso por lo que ahora puedo verte? —me pregunta.
Yo afirmo con la cabeza.
—Quítate esa máscara, hombre —me dice—. Tienes un aspecto ridículo con ella.
Yo obedezco y me quito la máscara. Missy parece algo decepcionada.
—Tampoco es que haya mejorado mucho la cosa —dice—. Vamos a ver, dame ese sombrero. Y el palo también.
Yo niego con la cabeza. Entonces, Missy alarga la mano y me quita el sombrero y el palo. Se pone a jugar con el sombrero, doblándolo y sacudiéndolo con sus largos dedos. Lleva las uñas pintadas de rojo. Entonces, se estira y me sonríe con simpatía. La poesía ha abandonado mi alma, y el frío viento de febrero me hace temblar.
—Hace mucho frío —le digo.
—Qué va —replica ella—. Es un día perfecto, maravilloso y mágico. Es el día de San Valentín, ¿no? ¿Quién podría sentir frío el día de San Valentín? Es el mejor día del año.
Bajo la mirada y veo que los rombos empiezan a desaparecer de mi ropa, que se está volviendo blanca, como la sábana de un fantasma, como un pierrot.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —le pregunto.
—No lo sé. Desaparecer, quizás. O encontrar otro personaje... Un enamorado, por ejemplo, de esos que pasean a la pálida luz de la luna y escriben poemas de amor. Sólo te falta una Colombina.
—Tú eres mi Colombina —le digo.
—Ya no —me dice—. Eso es lo divertido de las arlequinadas, ¿no? Nos cambiamos de disfraz y nos convertimos en otro personaje distinto.
Y me sonríe; tiene una sonrisa muy hermosa. Después, se pone mi sombrero, mi sombrero, mi sombrero de arlequín, y me acaricia la barbilla.
—¿Y tú? —le pregunto.
Missy lanza el palo al aire: va girando y girando, y las cintas amarillas se ondulan y se enredan, y el palo vuelve a caer en su mano casi sin hacer ruido. Missy lo apoya contra la acera y se levanta del banco con un suave movimiento.
—Yo tengo mucho que hacer —contesta—. Recoger entradas. Gente con la que soñar.
El abrigo azul que heredó de su madre ya no es azul, sino amarillo canario, y tiene rombos rojos.
Entonces, Missy se agacha y me besa en los labios.
Se oyó a lo lejos el petardeo de un tubo de escape. Yo me giré, sobresaltado, y cuando volví a mirar, estaba solo en mitad de la calle. Me quedé un rato sentado en el banco, solo.
Charlene abrió la puerta del Salt Shaker Café.
—Eh, Pete, ¿has acabado ya o qué?
—¿Acabado?
—Sí. Venga, hombre. Harve dice que ya has tenido tiempo más que suficiente para echarte un piti. Y, además, te vas a quedar pajarito ahí fuera. Vuelve a la cocina, anda.
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Me quedé mirándola un momento. Charlene echó la cabeza hacia atrás para apartarse de la cara sus bonitos rizos, y me sonrió fugazmente. Yo me levanté, me sacudí mis blancas ropas —el uniforme de un simple auxiliar de cocina—, y entré tras ella.
Es el día de San Valentín, pensé. Dile lo que sientes. Dile lo que piensas.
Pero no le dije nada. No me atreví. Me limité a seguirla hasta la cocina, deseándola en silencio.
En la cocina me esperaban ya un montón de platos sucios, y me puse a vaciar los restos de comida en el cubo de la basura. En uno de los platos había un trocito de carne marrón, junto a unos restos de croquetas con ketchup. La carne parecía estar casi cruda, pero la unté con un poco de ketchup frío y, cuando Harve se dio la vuelta, aproveché y me lo comí. Tenía un sabor metálico y estaba algo dura, pero me lo tragué de todos modos; no me preguntéis por qué.
El ketchup que quedaba en el plato goteó y manchó la manga de mi blanco uniforme, dejando una marca roja en forma de rombo.
—Eh, Charlene —grité desde la cocina—. Feliz día de San Valentín.
Y me puse a silbar.
Tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos,
como simples humanos, no como padre e hija.
Te cuento el cuento por enésima vez:
«Había una vez una niña a la que todos llamaban Ricitos de Oro,
pues tenía el cabello largo y dorado.
Un buen día, mientras paseaba por el Bosque, vio a lo lejos...»
«...vacas.»
Lo dices con convicción,
recordando las vaquillas que vimos perdidas en el bosque,
detrás de casa, el mes pasado.
«Vale, sí, quizá vio vacas,
pero también vio una casa.»
«Una casa muy, muy grande»,
me dices.
«No, era una casita pequeña, toda encalada y muy limpia.»
«Una casa muy, muy grande.»
Hablas con la contundencia propia de tus dos años.
Ojalá tuviera tu misma seguridad.
«Eso. Una casa muy, muy grande.
Y fue Ricitos de Oro y entró...»
Mientras te lo cuento recuerdo que, con la edad,
los rizos de la heroína de Southey se volvieron de plata.
La Anciana y los Tres Ositos...
Quizá fueran dorados antes,
cuando era una niña.
Y llegamos ya a los cuencos de leche,
«Y
el más grande estaba demasiado...»
«... ¡caliente!»
«Y
el mediano estaba demasiado...»
«... ¡frío!»
Y al final, los dos a la vez: «justo en su punto».
Ya se ha bebido la leche, ha roto la sillita más pequeña,
Ricitos de Oro entra en la alcoba, prueba las camas y, sin pensar,
se queda dormida.
Y entonces llegan los osos.
Con el poema de Southey aún en mente, cambio las voces:
El monstruoso bramido de Papá Oso te asusta,
pero eso te divierte.
Cuando yo era niño y me contaban el cuento,
con el que más me identificaba era con el Bebé Oso,
no queda leche en mi cuenco, mi sillita está rota,
y hay una niña dormida en mi cama.
Siempre te desternillas cuando imito el lloriqueo del Bebé Oso:
«Alguien se ha bebido mi leche,
y no me ha dejado...»
«ni gota»,
dices. Tu decidida respuesta
casi parece un amén.
Con mucho sigilo, los osos van hacia la alcoba,
presintiendo ya que su hogar ha sido profanado. Ahora ya saben
para qué están los cerrojos. Por fin entran en la alcoba.
«Alguien ha dormido en mi cama.»
Y al llegar aquí titubeo, oigo el eco de viejos chistes,
viñetas de tono subido y groseros titulares en mi cabeza.
Algún día torcerás el gesto al llegar a ese verso.
Una pérdida de interés y, después, inocencia.
Inocencia, como si fuera una mercancía.
«Si yo pudiera —me escribió mi padre,
que era tan grande como un oso, cuando yo era joven—,
te dotaría con experiencia, sin experiencia.»
Y yo, a mi vez, te la pasaría a ti.