Objetos frágiles (27 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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En la caja de cartón hay una bolsa de plástico en la que guarda cuatro álbumes de fotos. Se acuesta en la que fue su cama cuando era niña y se pone a mirar las fotos. Son fotografías antiguas, la mayoría en sepia o en blanco y negro, aunque también hay unas cuantas en color. Ahí están sus hermanos, su hermana y sus padres; la profesora se sorprende al ver lo jóvenes que eran, le parece mentira que alguien pueda ser tan joven.

Al cabo de un rato, repara en los libros infantiles que hay en la mesilla de noche y se queda un poco desconcertada. No recuerda haberlos dejado allí, en aquella habitación. Ni siquiera recuerda haber visto nunca una mesilla de noche en esa habitación. En lo alto del montón hay un viejo libro encuadernado en rústica —debe de tener más de cuarenta años, porque el precio está escrito en chelines—. En la portada hay un león, y dos niñas colocándole una guirnalda de margaritas en la cabeza.

La profesora se sobresalta. Y sólo entonces comprende que está soñando, porque sabe que ella no ha dejado allí esos libros. Bajo el libro encuadernado en rústica hay otro de tapa dura, con su sobrecubierta y todo; es un libro que siempre quiso leer,
Mary Poppins vuelve con el amanecer,
y que P. L. Travers no pudo escribir en vida.

La profesora lo saca del montón, lo abre y lee aquella historia largamente esperada: Jane y Michael siguen a Mary Poppins en su día libre y llegan al cielo, donde se encuentran con el Niño Jesús, que todavía le tiene un poco de miedo a Mary Poppins porque hace tiempo también fue su niñera, y con el Espíritu Santo, que se queja de que nadie deja sus sábanas tan blancas como las dejaba Mary Poppins, y a Dios Padre, que les dice:

—No hay quien pueda con ella. No hay manera. Porque ella es Mary Poppins.

—Pero tú eres Dios —le dijo Jane—. Tú lo has creado todo, y a todos. Tienen que hacer lo que tú les digas.

—A todos menos a ella —replicó Dios Padre. Y rascándose su barba dorada con mechones blancos, continuó—: A ella no la creé yo. Es Mary Poppins.

Y la profesora se rebulle en sueños, y después sueña que está leyendo su propia necrológica. «He tenido una buena vida», piensa, mientras lee su historia en negro sobre blanco. Todos están allí. Incluso algunas personas que ya había olvidado.

Greta duerme junto a su novio, en su pequeño apartamento de Camden; ella está soñando también.

En su sueño, el león y la bruja bajan juntos por la colina.

Está en el campo de batalla, con su hermana cogida de la mano. Levanta la vista para mirar al león dorado y sus ardientes ojos de ámbar.

—Ese león no está domesticado, ¿verdad? —susurra a su hermana; las dos tiemblan de miedo.

La bruja les mira, se vuelve hacia el león y dice, con frialdad:

—Estoy satisfecha con los términos de nuestro acuerdo. Tú te llevas a las niñas y yo me quedo con los niños.

De pronto, deduce lo que ha pasado y echa a correr, pero la fiera se abalanza sobre ella cuando apenas ha podido dar una docena de pasos.

El león la devora entera, excepto la cabeza. Y deja la cabeza y una de sus manos, como hacen los gatos cuando se comen a un ratón: desechan las partes que no quieren para comérselas más tarde, o como regalo.

Preferiría que el león se hubiera comido también su cabeza, así no tendría que presenciar aquella escena. Como está muerta, no puede cerrar los párpados, de modo que se queda mirando, sin pestañear, mientras el león devora a sus hermanos. La terrible fiera devora a su hermana un poco más despacio y, a su parecer, con más fruición que a ella; pero, claro, su hermana pequeña siempre fue su preferida.

La bruja se despoja de sus blancos ropajes, dejando al descubierto un cuerpo no menos blanco, y sus pequeños pero erguidos pechos, culminados por unos pezones tan oscuros que casi parecen negros. La bruja se tiende sobre la hierba y abre las piernas. Al contacto con su cuerpo, la hierba se cubre de una fina capa de escarcha.

—Ahora —dice.

El león lame la blanca vulva con su rosada lengua, hasta que ella no puede aguantar más y tira de él para besar su enorme boca, y abraza con sus gélidas piernas el dorado pelaje...

Como está muerta, no puede apartar la vista. Como está muerta, no se le escapa nada.

Y cuando la bruja y el león terminan, sudorosos y satisfechos, sólo entonces, el león se acerca a su cabeza y la devora de un solo bocado, pulverizando el cráneo con sus poderosas mandíbulas, y entonces, y sólo entonces, Greta se despierta.

Su corazón late desbocado. Intenta despertar a su novio, pero él gruñe y sigue roncando.

«Es cierto —piensa Greta en la oscuridad, de modo completamente irracional—. La niña creció. Siguió adelante. Ella no murió.»

Se imagina a la profesora, que pasa la noche en vela escuchando los ruidos que salen del viejo armario del rincón: los susurros de todos aquellos fantasmas, que podrían confundirse con ratas o ratones, los pasos de las enormes y aterciopeladas zarpas, y allá, a lo lejos, el temible sonido de una trompeta de caza.

Sabe que no son más que tonterías suyas y, no obstante, no se sorprenderá cuando lea la noticia de la muerte de la profesora. «La muerte ataca de noche —piensa, antes de quedarse dormida de nuevo—. Como un león.

La bruja blanca cabalga a lomos del león dorado. Tiene el hocico manchado de sangre fresca. Pero saca su inmensa lengua rosada y se lame la cara, que vuelve a quedar completamente limpia.

Instrucciones

Toca la valla de madera que ves en la pared y que nunca antes

habías visto

Di «por favor» antes de abrir la puerta,

entra,

baja por el sendero.

La puerta principal está pintada de verde,

y tiene una aldaba,

un diablillo de bronce rojo;

no lo toques, te morderá los dedos.

Date una vuelta por la casa. No cojas nada. No comas nada.

No obstante,

si una criatura te dice que tiene hambre,

dale de comer.

Si te dice que está sucia,

lávala.

Si se queja de dolor,

y siempre que puedas,

alivia su sufrimiento.

Desde el jardín trasero podrás divisar el bosque.

Pasarás junto a un pozo muy hondo que lleva a los dominios

del Invierno:

lo que hay allá en el fondo es otro país distinto.

Si al llegar a este punto das media vuelta,

podrás regresar sin correr ningún peligro;

no te supondría el menor desdoro. No voy a pensar mal de ti.

Cuando llegues al final del jardín te encontrarás en el bosque.

Es un bosque centenario. Oculto en la maleza, alguien te vigila.

Una viejecita está sentada bajo un árbol sarmentoso.

Puede que te pida algo;

dáselo. Ella te señalará el camino que lleva hasta el castillo. En

su interior

hay tres princesas.

No te fíes de la más joven. Sigue caminando.

En el claro que hay más allá del castillo verás

a los doce meses del año sentados alrededor del fuego,

calentando sus pies mientras intercambian cuentos.

Pueden hacerte algún que otro favor, si les tratas con cortesía.

Quizá puedas coger fresas en la escarcha de Diciembre.

Confía en los lobos, pero no les digas

a dónde vas.

Para cruzar el río toma el ferry.

El patrón te llevará.

(La respuesta a su pregunta es ésta:

Si le pasa el remo a su pasajero, él

quedará libre y podrá abandonar el barco.

Pero asegúrate de estar a una distancia prudente cuando se lo

digas.)

Si un águila te regala una pluma, guárdala bien.

Recuerda: que los gigantes tienen el sueño muy pesado;

la codicia es la perdición de las brujas;

los dragones tienen un punto débil, no sabría decir cuál,

pero todos lo tienen;

los corazones pueden estar muy bien escondidos,

y tu lengua podría delatarlos.

No envidies a tu hermana:

soltar rosas y diamantes por la boca

no es menos molesto que

soltar sapos y culebras:

los diamantes son fríos y duros, y además cortan.

Recuerda tu nombre.

No pierdas la esperanza: encontrarás lo que buscas.

Confía en los fantasmas. Confía en aquellos

a quienes has ayudado, porque te ayudarán a su vez.

Ten fe en los sueños.

Ten fe en tu corazón, y también en tu historia.

Cuando regreses, vuelve por donde viniste.

Todo favor será correspondido, toda deuda será liquidada.

Cuida siempre tus modales.

No mires atrás.

Cabalga sobre el águila sabia (no te caerás)

Cabalga sobre el pez de plata (no te ahogarás)

Cabalga sobre el lobo gris (agárrate bien a su pelo).

Hay una lombriz en el corazón de la torre;

por esa razón acabará desplomándose.

Cuando llegues a la casita donde

comenzó tu viaje,

la reconocerás de inmediato, pero se te antojará

mucho más pequeña que al principio.

Sube por el sendero, cruza la puerta

que da al jardín y que nunca habías visto antes de iniciar

el viaje.

Ahora ya puedes volver a tu hogar. O fundar uno nuevo.

O descansar.

¿Cómo crees que me siento?

A
ún estoy acostado. Puedo sentir las sábanas de lino bajo mi cuerpo, tibias y ligeramente arrugadas. No hay nadie conmigo en la cama. Ya no me duele el pecho. No siento nada en absoluto. Me encuentro de maravilla.

Los sueños se van desvaneciendo a medida que me despierto, sobreexpuestos al deslumbrante sol matutino que entra por la ventana de mi dormitorio y, lentamente, van siendo reemplazados por los recuerdos; ahora, con tan sólo una flor púrpura y su perfume impregnado en la almohada, todos mis recuerdos son de Becky, y quince años se escapan por entre mis dedos como si fueran confetis o pétalos de rosa.

Ella tenía veinte años. Yo era, con mucho, el más viejo de los dos; tenía veintisiete años, una esposa, una carrera y dos niñas gemelas. Pero estaba dispuesto a dejarlo todo por ella.

Nos conocimos en un congreso, en Hamburgo. La había visto actuar en una representación sobre el futuro de los juegos interactivos y me había parecido una chica atractiva y simpática. Tenía el cabello largo y oscuro, y los ojos de color azul verdoso. Al principio, tuve la sensación de que me recordaba a alguien, pero más adelante me di cuenta de que no era a nadie que hubiera conocido personalmente: me recordaba a Emma Peel, el personaje que interpretaba Diana Rigg en la serie
Los vengadores.
Me había enamorado de ella en blanco y negro, cuando aún no tenía ni diez años.

Aquella noche tropecé con ella en un pasillo, cuando me dirigía a una fiesta para comerciales de
software,
y la felicité por su actuación. Me explicó que era una actriz que habían contratado para aquella modesta representación —«Al fin y al cabo, no todos podemos estar en el West End, ¿no?»— y me dijo que se llamaba Rebecca.

Un rato después la besé, y ella suspiró mientras apretaba su cuerpo contra el mío.

Becky durmió en mi habitación todas las noches mientras duró el congreso. Me enamoré perdidamente de ella y me gustaba pensar que ella sentía lo mismo por mí. Nuestra aventura continuó cuando regresamos a Inglaterra: burbujeante, divertida, absolutamente maravillosa. Aquello era amor, estaba seguro, y resultaba tan delicioso como beber champán.

Le dedicaba todo el tiempo libre de que disponía; le decía a mi mujer que tenía que trabajar hasta tarde, que me necesitaban en Londres o que estaba muy liado, cuando en realidad estaba con Becky en su piso de Battersea.

Me encantaba su cuerpo, la dorada suavidad de su piel, sus ojos de color azul verdoso. A ella le costaba relajarse durante la relación sexual —al parecer le atraía la idea, pero no conseguía llevarla a la práctica—. El sexo oral no le agradaba demasiado, ni en un sentido ni en otro, y lo que más le gustaba era el aquí te pillo aquí te mato. A mí no me importaba lo más mínimo: me bastaba tal como era, y me encantaba la vivacidad de su ingenio. Me gustaba mirarla mientras modelaba con plastilina caras de muñeca, y el modo en que la plastilina se metía bajo sus uñas. Tenía una voz muy bonita y, a veces, de repente, se ponía a cantar canciones populares, fragmentos de ópera, canciones publicitarias, cualquier cosa que se le viniera a la cabeza. Mi mujer no cantaba, ni siquiera nanas para dormir a las niñas.

Los colores me parecían más intensos cuando estaba con Becky. Comencé a descubrir cosas por las que nunca antes había sentido el menor interés: la delicada complejidad de las flores, porque a Becky le volvían loca las flores; me convertí en un fan del cine mudo, porque a Becky le encantaban aquellas viejas películas mudas —no me cansaba de ver
El ladrón de Bagdad
o
El moderno Sherlock Holmes
—; empecé a acumular cedés y cintas de música, porque a Becky le apasionaba la música, y yo la amaba a ella apasionadamente, y disfrutaba amando todo cuanto ella amaba. Hasta que la conocí, jamás había escuchado música; hasta entonces, nunca había entendido la gracia en blanco y negro de un mimo; nunca había acariciado, olido, o mirado bien una flor antes de conocerla.

Un día me dijo que tenía que dejar de actuar y hacer algo que le reportara unos ingresos mayores y más regulares. La puse en contacto con un amigo que estaba metido en el negocio de la música, y Becky se convirtió en su secretaria personal. A veces me preguntaba si no estarían acostándose, pero no le dije nada a ella —no me atrevía—, aunque debo admitir que aquella idea me obsesionaba. No quería hacer nada que pudiera estropear lo que teníamos y, en realidad, ella no me había dado motivos para recelar de ese modo.

—¿Cómo crees tú que me siento? —me preguntó. Íbamos de camino a su piso después de cenar en el tailandés de la esquina. Solíamos comer allí siempre que podía escaparme para estar con ella—. ¿Qué crees tú que siento sabiendo que después de estar conmigo volverás a casa con tu mujer, como siempre? ¿Crees que es fácil para mí?

Yo sabía que tenía razón. No pretendía hacer daño a nadie y, sin embargo, me sentía dividido. Mi trabajo en la pequeña empresa de
software
de la que era propietario también había empezado a resentirse. Me armé de valor para ser capaz de enfrentarme a la situación y separarme de mi mujer. Imaginaba la alegría que sentiría Becky cuando supiera que dentro de muy poco sería suyo, y sólo suyo, para siempre jamás; aquello iba a ser duro y penoso para Caroline, mi mujer, y más penoso aún para las gemelas, pero no tenía más remedio que hacerlo.

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