Objetos frágiles (26 page)

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Authors: Neil Gaiman

BOOK: Objetos frágiles
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Pero cada uno comete sus propios errores. Nos quedamos

dormidos sin pensar.

Los años pasan, y la historia se repite.

Cuando tus hijos crezcan, cuando tus

oscuros rizos se vuelvan de plata,

cuando seas una anciana y te quedes a solas con tus tres osos,

¿qué verás entonces? ¿Qué cuentos contarás?

«Y entonces, Ricitos de Oro huyó por la ventana

y echó a correr...»

Y ahora, los dos a la vez:
«y no paró hasta llegar a su casa».

Y después me dices:
«Otra vez, otra vez, otra vez».

Tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos.

Hoy en día mis simpatías están con Papá Oso,

pues antes de salir de casa cierro la puerta

y compruebo las camas y las sillas a mi regreso.

Otra vez.

Otra vez.

Otra vez.

El problema de Susan

A
quella noche volvió a tener el mismo sueño.

En el sueño, ella está de pie en el extremo del campo de batalla, con sus hermanos y su hermana. Es verano, y la hierba es de un verde brillante e insólito: un verde vital, como el de un campo de criquet o la primera ladera de los South Downs, según subes hacia el norte desde la costa. Hay cadáveres tendidos en la hierba. Pero no son cadáveres humanos; a su lado hay un centauro con la garganta cortada. Su mitad caballo es de color castaño. La piel de su mitad humana está tostada por el sol. De pronto, se da cuenta de que está mirando el pene del caballo, preguntándose cómo harán los caballos para aparearse, se imagina recibiendo un beso de esa cara barbuda. Inmediatamente, desplaza su mirada hacia la herida de la garganta y el charco rojinegro que la sangre ha formado alrededor de su cabeza, y se estremece.

Las moscas revolotean sobre los cadáveres.

Hay flores silvestres enredadas entre la hierba. Florecieron ayer por primera vez desde hace, ¿cuánto?, ¿cien años?, ¿mil?, ¿cien mil? No lo sabe.

«Todo esto era nieve», piensa, contemplando el campo de batalla.

Ayer, todo esto era nieve. Siempre invierno, y nunca Navidad.

Su hermana levanta un brazo y señala. Están de pie en lo alto de la verde colina, conversando animadamente. El león es dorado, y lleva las manos cruzadas a la espalda. La bruja viste completamente de blanco. En ese momento le está gritando al león, que se limita a escucharla. Las niñas no logran entender de qué hablan, ni por qué ella está tan furiosa, ni las vagas réplicas del león. La bruja tiene el cabello negro y brillante, sus labios son rojos.

En su sueño ella repara en todos estos detalles.

El león y la bruja pronto terminarán su conversación...

Hay ciertas cosas de sí misma que la profesora detesta. Su olor, por ejemplo. Huele igual que su abuela, como una vieja, y esto es algo que ella no se puede perdonar, así que nada más levantarse se da un baño de sales y, todavía desnuda, después de secarse con la toalla, se aplica una generosa dosis de colonia Chanel en las axilas y en el cuello. Ésa es, según ella, la única extravagancia que se permite.

Hoy ha decidido ponerse el traje marrón oscuro. Es el tipo de ropa que suele llevar cuando tiene una entrevista, que es muy diferente de la ropa que se pone para dar clase y de la que usa para andar por casa. Ahora que está jubilada, la de andar por casa es la que más utiliza. Se pinta los labios.

Después de desayunar, lava la botella de leche y, al dejarla en la puerta de servicio, descubre que el gato de los vecinos ha depositado en su felpudo la cabeza y la pata de un ratón. Parece como si el ratón estuviera nadando entre las fibras de coco del felpudo, como si el resto de su cuerpo estuviera sumergido. Torciendo el gesto, dobla el
Daily Telegraph
del día anterior para recoger los restos del ratón sin tener que tocarlos.

En el recibidor le espera ya el
Daily Telegraph
de hoy, junto con varias cartas que inspecciona cuidadosamente —sin llegar a abrirlas— antes de dejarlas sobre el escritorio de su minúsculo despacho. Desde que se jubiló, sólo entra en su despacho para escribir. La profesora vuelve a la cocina y se sienta a la vieja mesa de roble para leer el periódico. Lleva las gafas de leer colgadas al cuello con una cadena de plata, se las coloca sobre la nariz y empieza por la sección de necrológicas.

No es que espere encontrar el nombre de nadie que conozca, pero el mundo es un pañuelo, y de pronto repara en que, haciendo gala de un sentido del humor algo cruel, los redactores de necrológicas han publicado una fotografía de Peter Burrell-Gunn en los años cincuenta, y no ha pasado ni mucho menos tanto tiempo desde que la profesora lo viera por última vez, en una fiesta de Navidad del
Literary Monthly,
hará cuatro o cinco años. Temblaba como una hoja, estaba bastante achacoso y más narigudo que nunca; le pareció poco más que la caricatura de un búho. Pero la fotografía es la de un hombre muy apuesto. Tiene un aire agreste, y noble.

Hace tiempo, se pasó una tarde entera besándole, en un cenador: eso lo recuerda como si hubiera sucedido ayer; en cambio, ni aun a punta de pistola sería capaz de recordar en el jardín de quién estaba aquel cenador.

Fue en la casa de campo de Charles y Nadia Reid, decide finalmente. Y, por tanto, fue antes de que Nadia se fugara con aquel artista escocés, y Charles se fuera a España con la profesora, aunque en aquel entonces todavía no era profesora, desde luego. Por aquellos años, aún no era habitual ir de vacaciones a España; en aquella época era un lugar exótico y peligroso. Él la pidió en matrimonio, y ya no está segura de por qué le rechazó, ni siquiera está muy segura de si le habría rechazado definitivamente. Era un joven bastante agradable, y fue él quien terminó de acabar con su virginidad en una cálida noche de primavera, allá en España, en la playa, sobre una manta. Ella tenía veinte años, y se creía tan mayor...

Suena el timbre de la puerta, y ella deja el periódico, se dirige a la puerta principal, y abre.

Lo primero que piensa es que la chica parece muy joven.

Lo primero que piensa es que la mujer parece muy mayor.

—¿Profesora Hastings? —pregunta—. Soy Greta Campion. Estoy escribiendo la reseña de su último libro para el
Literary Chronicle.

La mujer se queda mirándola fijamente un momento, anciana y vulnerable, y luego sonríe. Su sonrisa es franca, y eso despierta la simpatía de Greta.

—Pasa, querida —le dice la profesora—. En el salón estaremos más cómodas.

—Le he traído esto. Lo he hecho yo misma —dice Greta, sacando una lata de su bolso, y esperando que el contenido no se haya hecho migas por el camino—. Es un bizcocho de chocolate. Leí en Internet que le gustaban mucho.

La mujer asiente y parpadea.

—Me encantan —admite—. Qué amable. Venga por aquí.

Greta la sigue hasta un salón muy cómodo, la profesora le indica la butaca en la que debe sentarse y le dice, con voz firme, que no se mueva. La mujer sale de la habitación con aire decidido y Greta la oye trajinar en la cocina. Por fin, la profesora vuelve con una bandeja en la que hay dos tazas de porcelana, una tetera, un plato de galletas de chocolate y el bizcocho que le ha traído Greta.

La anciana sirve el té y Greta elogia su broche con sincero entusiasmo. A continuación, saca el boli y el cuaderno de notas, y un ejemplar del último libro de la profesora,
De los significados que encierran los cuentos infantiles,
cuyas páginas están llenas de papelitos por todas partes. Comienzan hablando de los primeros capítulos, en los que se plantea la hipótesis de que, originalmente, no existía una literatura escrita específicamente para niños, se creó en la época victoriana, como la idea de que la infancia era pura y santa y, por tanto, era necesario que la literatura infantil fuera...

—Pura, en definitiva —concluye la profesora.

—¿Y santa? —pregunta Greta, con una sonrisa cómplice.

—Y santurrona —le corrige la anciana—. Es difícil leer
Los niños del agua
sin sentir una punzada de dolor.

Y luego sigue hablando de cómo dibujaban los artistas a los jóvenes lectores —como a adultos bajitos, pero sin reparar en las dimensiones del niño— y de cómo los cuentos de Grimm fueron recopilados pensando en los lectores adultos, pero cuando los hermanos supieron que la gente leía aquellos cuentos a los niños pequeños, expurgaron cuidadosamente los textos para hacerlos más apropiados. Le habla de «La Bella Durmiente del Bosque», de Perrault, y de su verdadero final, en el que la madre del Príncipe Azul resulta ser una ogresa caníbal que intenta hacer creer a su hijo que la Bella Durmiente se ha comido a sus propios vástagos. Y Greta asiente todo el tiempo, y toma notas, y se impacienta tratando de aportar algo a la conversación para que aquello sea un diálogo, o al menos, una entrevista, y la profesora no tenga la sensación de estar dando una conferencia.

—¿De dónde cree usted —pregunta Greta— que le viene ese interés por la literatura infantil?

La profesora sacude la cabeza.

—¿De dónde nos viene el interés por cualquier cosa? ¿De dónde te viene a ti el interés por la literatura infantil?

—Creo que los libros que leí de niña han sido muy importantes para mí —responde Greta—. Los únicos verdaderamente importantes. En mi infancia y también en mi vida adulta. Yo era como Matilda, el personaje de Roald Dahl... ¿En su familia se leía mucho?

—No demasiado... O eso creo, murieron hace ya mucho tiempo. O, más bien, debería decir que los mataron.

—¿Toda su familia murió al mismo tiempo? ¿En la guerra?

—No, querida. Fuimos evacuados durante la guerra. Fue en un accidente ferroviario, unos años después. Yo no iba con ellos.

—Como en los libros de Narnia, de C. S. Lewis —dice Greta, e inmediatamente se siente como una idiota, como una idiota insensible—. Lo siento. Ha sido una estupidez por mi parte.

—¿Tú crees?

Greta nota que se ha puesto colorada, y se justifica:

—Es que esa secuencia se me quedó grabada. Es de
La última batalla.
Donde se revela que el tren que les llevaba de vuelta al colegio ha sufrido un accidente y todos están muertos. Todos menos Susan, claro.

La profesora pregunta:

—¿Más té, querida?

Y Greta sabe que debería cambiar de tema, pero continúa:

—¿Sabe? Aquello me resultaba indignante.

—¿El qué, querida?

—Susan. Los demás niños van al paraíso, pero Susan no. Ya no es amiga de Narnia porque le gustan demasiado las barras de labios, las medias de nylon y las fiestas. Incluso llegué a hablar de ello con mi profesora de inglés, del problema de Susan, cuando tenía doce años.

Greta estaba a punto de cambiar de tema, quería hablar de cómo influyen los cuentos que leemos de niños en la construcción del sistema de creencias que adoptamos después como adultos, pero la profesora le pregunta:

—¿Y qué te dijo tu profesora, querida?

—Me dijo que, aunque en aquel momento Susan rechazara el paraíso, tenía toda una vida por delante para arrepentirse.

—¿Arrepentirse, de qué?

—De no haber creído en él, supongo. Y del pecado de Eva.

La profesora corta un trozo de bizcocho de chocolate. Parece estar enfrascada en sus recuerdos. Y entonces dice:

—Dudo de que, después de morir su familia, pudiera seguir permitiéndose comprar medias de nylon y lápices de labios. Yo, desde luego, no podía. Supongo que heredaría algún dinero de sus padres (menos de lo que cabe imaginar), apenas lo suficiente para costear su alojamiento y la comida. No le quedaría mucho para gastar en lujos...

—Pero estoy segura de que había algo más —dice la joven periodista—, algo que Lewis no nos cuenta. De lo contrario, su destino no habría sido tan cruel; no le habría negado el cielo, tanto el metafísico como el individual. Quiero decir, todos sus seres queridos habían partido ya para recibir su recompensa, en un mundo de magia y cascadas y felicidad. Pero Susan se quedó atrás.

—No sé cómo se lo tomaría la niña del cuento —dice la profesora—, pero el quedarse atrás le daría también la oportunidad de identificar los cuerpos de sus hermanos y de su hermana pequeña. En aquel accidente murieron muchas personas. A mí me llevaron a una escuela que estaba cerca del lugar en el que se produjo el accidente; era el primer día de curso y habían trasladado allí los cadáveres. Mi hermano mayor estaba bastante bien. Casi parecía que estuviera dormido. Los otros dos estaban bastante peor.

—Supongo que Susan vio sus cadáveres y pensó que ellos ya estaban de vacaciones. Unas vacaciones perfectas: jugando en verdes praderas con animales parlantes, para siempre.

—Puede que lleves razón. Recuerdo que yo sólo pensé en el terrible daño que puede causar un tren al chocarse con otro, en lo que puede hacerles a las personas que viajan en él. Imagino que nunca te has visto en la situación de tener que identificar un cadáver, ¿verdad, querida?

—No.

—Has tenido mucha suerte. Yo recuerdo que los miraba y pensaba: «¿Y si me equivoco? ¿Y si, después de todo, resulta que no es él?». Mi hermano pequeño estaba decapitado, ¿sabes? Un dios capaz de castigarme por mi afición a las medias de nylon y a las fiestas haciéndome caminar por aquel comedor escolar lleno de moscas para identificar a Ed, en fin... es un extraño modo de divertirse, ¿no? Como un gato, que es capaz de torturar a un ratón sólo por diversión. Aunque supongo que el gato actúa por instinto, no por crueldad. No sé.

La profesora va bajando la voz, como si estuviera reflexionando en voz alta. Luego, tras una breve pausa, continúa:

—Perdona, querida, pero creo que hoy no me encuentro demasiado bien. Si no te importa, dile a tu director que me llame otro día y concertamos una cita para continuar con nuestra charla.

Greta asiente y le dice que no se preocupe, pero algo le dice que no volverá a hablar con la profesora.

Esa misma noche, la profesora sube las escaleras de su casa, despacio, casi sin fuerzas. Saca del armario de la ropa blanca, unas mantas y unas sábanas limpias, y hace la cama en la habitación del fondo. Allí no hay más muebles que un sencillo tocador con espejo y cajones, una cama de roble y un polvoriento armario de madera de manzano en el que sólo hay unas cuantas perchas vacías y una caja de cartón. Coloca sobre el tocador un jarrón con flores de rododendro, vulgares y pegajosas.

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