Authors: Neil Gaiman
albergaba un número cómico de rock con un toque de
slapstick
más bien chapucero. Salía una monja enseñando las tetas y el jorobado acababa sin pantalones.
La Octava Sala
estaba a oscuras. Y así, a oscuras, nos quedamos esperando a ver qué pasaba. Estaba loco por sentarme un rato. Me dolían las piernas, estaba cansado y tenía frío y, además, había visto ya más que suficiente.
Entonces, un haz de luz nos enfocó directamente y nos hizo parpadear, entornar los ojos y, finalmente, cubrirlos con la mano.
—Esta noche... —dijo una extraña voz, cascada y áspera. Desde luego, no era la voz del maestro de ceremonias, de eso no me cabía la menor duda—. Esta noche, uno de ustedes podrá pedir un deseo. El Gabinete de los Deseos Cumplidos le concederá a uno de ustedes cualquier cosa que desee. ¿Quién será el afortunado?
—Ooh. Seguro que tienen otro gancho preparado —susurré, recordando el manco que había visto en la cuarta sala.
—¡Chssst! —dijo Jane.
—¿Quién será el afortunado? ¿Usted, caballero? ¿O quizá usted, señora? —Sólo alcanzamos a distinguir una figura que salía de la oscuridad y se acercaba renqueando hasta nosotros. Costaba trabajo verlo, porque llevaba en la mano un foco portátil. No estaba seguro, pero me dio la impresión de que llevaba un disfraz de simio, o algo parecido, pues la silueta no parecía humana y, además, se movía como un gorila. Puede que fuera el mismo hombre que había aparecido antes disfrazado como la Criatura—. ¿Quién va a ser el elegido, eh?
Todos le miramos con los ojos entornados y nos fuimos apartando a su paso.
De pronto, dijo:
—¡Ajá! Creo que ya tenemos una voluntaria. —El tipo saltó la cuerda que delimitaba la zona asignada al público y cogió a la señorita Finch de la mano.
—No, de verdad que no —protestó la señorita Finch, pero el hombre se la llevó casi a rastras, demasiado nerviosa, demasiado bien educada y, sobre todo, demasiado británica como para montar un número. El hombre y ella se adentraron en la oscuridad y la perdimos de vista.
Jonathan blasfemó.
—No creo que vaya a dejar que olvidemos esto así como así —dijo.
Las luces se encendieron de nuevo. Entonces, apareció un tipo montado en una moto y disfrazado como un gigantesco pez, y se puso a dar vueltas por la sala. En un momento dado, se puso de pie sobre el sillín y siguió dando vueltas. Finalmente, volvió a sentarse en el sillín y empezó a subir por las paredes, hasta que la rueda tropezó con uno de los ladrillos y la moto derrapó. El tipo cayó al suelo y la moto fue a aterrizar justo encima de él.
El jorobado y la monja de las tetas al aire corrieron a levantar la moto y ayudaron al hombre-pez a levantarse del suelo.
—La hostia puta, me he roto la pierna —maldijo, en voz baja y dolorida—. Me la he jodido bien. Hostias, cómo duele la cabrona —decía mientras lo sacaban de allí.
—¿Creéis que esto forma parte del número? —preguntó una chica del público, cerca de nosotros.
—No —replicó el hombre que estaba a su lado.
El tío Fester y la vampiresa, visiblemente alterados, nos condujeron hasta
La Novena Sala,
donde nos esperaba la señorita Finch.
Era una sala inmensa. En realidad estaba completamente a oscuras, pero, aun así, percibí enseguida que se trataba de un espacio muy amplio. Quizá la oscuridad hace que se agudicen los otros sentidos; o puede que el cerebro procese normalmente más información de lo que imaginamos, simplemente. Las paredes distaban tanto unas de otras que nos devolvían el eco de nuestras propias pisadas.
De repente, no sé por qué, me dio por pensar que había grandes fieras acechándonos en la oscuridad. Estaba tan convencido que estuve a punto de volverme loco.
Las luces fueron encendiéndose paulatinamente y, entonces, vimos a la señorita Finch. Todavía hoy me sigo preguntando de dónde sacarían aquel disfraz.
Llevaba el cabello suelto y se había quitado las gafas. El disfraz, aunque más bien escaso, le quedaba perfecto. Llevaba una lanza en la mano, y su rostro no expresaba emoción alguna. Entonces, salieron los felinos y avanzaron hasta colocarse justo al lado de la señorita Finch. Uno de ellos echó hacia atrás la cabeza y profirió un rugido.
Entre el público, alguien empezó a gimotear. Yo percibí de repente el penetrante hedor de la orina animal.
Los felinos eran del tamaño de un tigre, pero no tenían rayas; su pelaje tenía el color de una playa de arena al atardecer. Los ojos parecían de topacio, y su aliento olía a carne cruda y a sangre.
Observé atentamente sus mandíbulas: efectivamente, los dientes de sable eran caninos y no incisivos: unos inmensos caninos con los que desgarraban la carne de sus presas.
Las fieras se acercaron hasta la zona reservada al público y empezaron a merodear lentamente a nuestro alrededor. Los espectadores nos arrimamos unos a otros, hermanados por el miedo atávico que nos inspiraban aquellas bestias feroces. Era como revivir aquellos remotos tiempos en los que, cuando el sol se ponía y las fieras salían de caza, los hombres corrían a refugiarse en sus cuevas; ahora, como entonces, nosotros éramos la presa.
Los esmilodontes, si es que lo eran, parecían inquietos y bastante recelosos. Sus colas se agitaban impacientes de un lado a otro, como un látigo. La señorita Finch los contemplaba en silencio.
Entonces, la mujer regordeta se plantó frente a uno de ellos blandiendo su paraguas con aire desafiante.
—Atrás, fiera corrupia —amenazó.
El animal gruñó, estiró el lomo hacia atrás y adelantó sus patas delanteras, como un gato a punto de abalanzarse sobre una presa.
La mujer regordeta palideció, pero mantuvo en alto su paraguas como si fuera una espada y no hizo ademán alguno de salir corriendo.
Finalmente, el animal se abalanzó sobre ella y, con un solo golpe de su aterciopelada zarpa, la derribó. Con aire triunfal, profirió un rugido tan estentóreo que pude sentir sus vibraciones en la boca del estómago. La mujer regordeta parecía haberse desmayado, lo que seguramente fue una bendición; con un poco de suerte, no se enteraría cuando aquellos largos y afilados colmillos desgarraran su envejecida carne como dos dagas gemelas.
Miré a mi alrededor buscando una salida, pero el otro tigre seguía acechándonos, manteniéndonos agrupados dentro de la zona delimitada con cuerdas, como un rebaño de atemorizadas ovejas.
A mi lado, Jonathan murmuraba las mismas tres blasfemias una y otra vez.
—Vamos a morir, ¿verdad? —me oí decir a mí mismo.
—Me temo que sí —replicó Jane.
Entonces, la señorita Finch saltó por encima de la cuerda y, agarrando a la fiera por el pescuezo, la apartó de nosotros. El esmilodonte se resistió, y la señorita Finch le arreó un golpe en el hocico con el extremo de su lanza. El animal se apartó de la mujer con el rabo entre las piernas, sumiso y obediente.
No había sangre, por lo que esperaba que sólo estuviera inconsciente.
Las luces del fondo de la sala comenzaron a encenderse paulatinamente. Parecía como si estuviera amaneciendo. Podía ver la niebla arremolinándose entre inmensos helechos y hostas; también se oía cantar a los grillos y a las aves exóticas saludando al nuevo día.
Una parte de mí —el escritor, la parte capaz de fijarse en el extraño modo en que se refleja la luz en un charco de sangre a través de los cristales rotos al salir de un coche accidentado; la parte capaz de observar con exquisito detalle el modo en que mi corazón se rompía o no se rompía en momentos verdaderamente trágicos— pensó: «Se puede conseguir ese efecto con una máquina de humo, unas plantas y una pista de audio. Obviamente, haría falta también una buena iluminación».
La señorita Finch se rascó el pecho izquierdo en un gesto inconsciente, luego, se volvió hacia nosotros y caminó hacia el amanecer, adentrándose en aquella jungla subterránea flanqueada por los dos tigres de dientes de sable.
Se oyó el trino de un pájaro.
Entonces, la luz del amanecer se apagó y la sala se quedó prácticamente a oscuras. La niebla se disipó y vimos que la mujer y los dos tigres habían desaparecido.
El hijo se acercó a su madre para ayudarla a levantarse y la mujer abrió los ojos. Parecía algo asustada aún. Pero se levantó, cogió su paraguas y, apoyándose en él, nos miró con ojos furibundos. Por suerte, no había sufrido el menor daño y, aliviados, empezamos a aplaudir.
No salió nadie para conducirnos a la salida. No vimos al tío Fester ni a la vampiresa por ninguna parte, de modo que seguimos adelante por nuestra cuenta y entramos en
La Décima Sala
Allí estaba todo preparado para lo que debía haber sido el gran número final. Incluso habían puesto unas sillas de plástico para que pudiéramos contemplar el número cómodamente sentados. Nos sentamos y esperamos un rato, pero no apareció nadie de la compañía y, pasado un tiempo, supusimos que ya no saldrían.
La gente empezó a caminar hacia la sala siguiente. Oí que alguien abría una puerta por la que llegaban también el ruido del tráfico y de la lluvia.
Miré a Jane y a Jonathan, nos levantamos y salimos de allí. En la última sala había una mesa con una serie de recuerdos del circo —pósters, cedés y chapas—, pero la caja del dinero estaba abierta y no había nadie atendiendo. Por una puerta abierta se filtraba la amarillenta luz de las farolas de la calle, y el viento levantaba las esquinas de los pósters.
—¿La esperamos? —preguntó uno de nosotros (ojalá pudiera decir que fui yo). Pero los otros dos negamos con la cabeza y salimos a la calle. La lluvia había amainado un poco, pero se había levantado un viento francamente desagradable.
Algo desorientados, tuvimos que callejear un rato antes de encontrar nuestro coche. Yo me quedé en la acera un momento, esperando a que desbloquearan la puerta de atrás, y me pareció oír el rugido de un tigre entre el ruido de la lluvia y el fragor de la ciudad. Pero quizá no fuera más que el traqueteo de un tren que pasaba por allí cerca.
LAS NIÑAS
Nueva era
Parece muy tranquila, muy centrada, muy callada y, sin embargo, sus ojos siguen clavados en el horizonte.
Nada más verla ya crees que lo sabes todo de ella, pero todo cuanto crees saber es erróneo. La pasión fluye por sus venas como un río de sangre.
Sólo apartó la vista un momento, su máscara se desprendió, y tú caíste. Tu futuro entero empieza en ese mismo instante.
La madre de Bonnie
¿Sabes lo que es querer a alguien con toda tu alma?
Lo más duro, lo peor de todo es que nunca dejas de quererle. En tu corazón siempre queda una pequeña parte de esa persona.
Ahora que está muerta, la mujer intenta recordar solamente el amor. Rememora cada beso lanzado al aire, el maquillaje cubriendo torpemente los hematomas, la marca de una quemadura de cigarro en el muslo —todas estas cosas, decide la mujer, no eran sino muestras de cariño.
Se pregunta qué hará su hija.
Se pregunta qué será su hija.
Muerta ya, lleva en sus manos un bizcocho. Es el bizcocho que siempre quiso hacer para su pequeña. Quizás, incluso, podrían haberlo preparado juntas.
Se habrían sentado a comerlo, felices, los tres juntos, y el apartamento se habría ido llenando de risas y de amor.
Extraño
Hay un centenar de cosas que ha tratado de ahuyentar, cosas que no quiere recordar y en las que no se puede permitir el lujo de pensar siquiera porque entonces los pájaros empiezan a chillar y los gusanos a reptar y en algún rincón de su mente siempre cae una lluvia leve y continua.
Te dirán que se ha marchado del país, que te dejó algo para que no la olvidaras, pero se perdió y no pudieron dártelo. Una noche, ya tarde, sonará el teléfono, y una voz que podría ser la suya dirá algo que no conseguirás entender antes de que la comunicación empiece a fallar y se corte definitivamente.
Muchos años después, desde un taxi, verás en un portal a alguien que se parece a ella, pero para cuando quieras pedirle al taxista que se detenga un momento, ella ya se habrá marchado. Jamás volverás a verla.
Y cada vez que llueva, pensarás en ella.
Silencio
Es una
showgirl
de treinta y cinco años, según ella misma confiesa, y le duelen los pies, día sí y día no, por culpa de los tacones de aguja, pero es capaz de bajar una escalera con un tocado de veinte kilos y unos zapatos de infarto, incluso ha caminado con un león por el escenario subida en unos tacones de vértigo; sería capaz de atravesar el mismísimo infierno con sus tacones de aguja si se diera el caso.
Éstas son las cosas que le han ayudado a seguir caminando con la cabeza bien alta: su hija; un hombre de Chicago que la quiso bien, aunque no lo suficiente; el tipo que presenta el telediario en la televisión estatal que pagó el alquiler de su piso durante diez años y no aparecía por Las Vegas más que una vez al mes; dos implantes de silicona; y mantenerse alejada del sol del desierto.
Va a ser abuela pronto, muy pronto.
Amor
Y luego llegó el momento en el que uno de ellos empezó a no devolver sus llamadas. Así que marcó aquel número que él no sabía que tenía, y le dijo a la mujer que se puso al teléfono que aquello le resultaba muy violento, pero que como él ya no quería hablar con ella, podría por favor decirle que seguía esperando que le devolviera sus prendas íntimas de encaje negro, las que se había quedado porque, según decía, olían a ella, a los dos. Oh, y eso le había recordado, dijo, pues la otra mujer no decía una palabra, que quería pedirle también que las lavara antes de devolvérselas, y que bastaba con que se las enviara por correo ordinario. Él ya tiene su dirección. Y a continuación, felizmente despachado este asunto, ya puede olvidarle por completo y para siempre, y concentrar toda su atención en el siguiente.
Un día ella tampoco te amará, y eso te romperá el corazón.
Tiempo
No es que ella esté esperando. No exactamente. Es más bien que los años ya no significan nada para ella, que ni los sueños ni la calle pueden conmoverla.
Permanece en los márgenes del tiempo, implacable, incólume, más allá de todo, y un buen día abrirás los ojos y la verás; y justo después, la oscuridad.
No será como recoger la cosecha. Más bien te arrancará, suavemente, como si fueras una pluma o una flor para adornar su cabello.